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miércoles, 4 de junio de 2008

No me quieras tanto

«Países para los cuales es válido este pasaporte: todos los del mundo, excepto Rusia y países satélites».
(En un viejo pasaporte de mis padres).

Salvo excepciones, los que hemos nacido en la democracia o en los últimos años de la dictadura carecemos del referente de inconformismo o revolución que contar a nuestros hijos, con carreras ante los grises, noches de detención en la DGS, asambleas estudiantiles ilegales o mayos del 68, que sí tienen o al que se han apuntado después los que nos llevan unos pocos años. En nuestras coordenadas resulta, además, cada vez más difícil encontrarse con personas que defiendan regímenes totalitarios como ese que fue nuestro, o como otros que todavía existen. Por eso, y por el hecho de adquirir para la vida una experiencia más, no hay que desaprovechar la oportunidad de conversar con uno de estos personajes en vías de extinción, que no es sólo que sea partidario del mantenimiento de un régimen dictatorial, sino que, en cierto modo, forma parte de él y colabora con su aparato. La sensación ha de ser parecida a la que un naturalista siente cuando descubre un ejemplar vivo de una especie que se perdió hace siglos, o a la de un arqueólogo cuando se topa con uno de los preciados objetos que persigue Indiana Jones. Conocer, entonces, los pensamientos de alguien así, bien vale un almuerzo.


Y éste tuvo lugar el jueves pasado en el restaurante Flor Canela. Aprovechando la festividad madrileña de San Isidro, una vicerrectora de la Universidad de Pinar del Río, en Cuba, que se encuentra realizando en Madrid una estancia postdoctoral, se desplazó a Ciudad Real para realizar una breve visita. La historia se remonta a 2002, cuando la UCLM firma un convenio con la Pinar del Río para impartir unos cursos de doctorado en el área informática. Varios profesores de Ciudad Real, entre ellos este columnista, se desplazaron a la isla para dar esas clases. Se esperaba que, en pocos años, los profesores cubanos comenzasen a defender sus tesis doctorales; mas lo cierto es que, hasta la fecha, ninguna ha llegado a cuajar. La vicerrectora ha venido a retomar y reactivar este tema dormido.


—¿Será afín al Régimen? —he preguntado a uno de los compañeros con los que luego comí.
—No lo dudes —me ha dicho—. Lo son todos los que tienen algún cargo en Cuba.


Para tantear a nuestra invitada mencioné los detalles aperturistas de Raúl Castro: los teléfonos móviles, el acceso de los nacionales a los hoteles. «Cambios cosméticos», vino a decir. Indagando, surgió el tema de sus elecciones; casi textualmente, me dijo: «Hace pocos meses hemos tenido elecciones libres. Sólo puede presentarse un partido; pero, por lo demás, son igual que aquí». “Lo demás” es… un mundo.


Hablamos de la libertad. «Dime una persona que no pueda salir o que no pueda volver». Le dimos los dos ejemplos: el primero, el de una amiga que ha tenido que presentar una carta del párroco y la factura del vestido para venir desde Cuba a la boda de su hermana en España: como el rey absoluto que otorga graciosamente un indulto, le concedieron el permiso; pero no a su hija de corta edad, así se aseguran de que volverá la madre. El segundo, el de un compañero cubano-español que tuvo destino en la embajada de Cuba en Moscú y en el consulado de Odessa; salió otra vez a un congreso y decidió no volver: 14 años después aún no puede hacerlo, aunque en este periodo falleciera su madre y solicitara el visado para el sepelio. «Es que lo de este hombre es alta traición. El Estado invirtió en su formación y al Estado le debe todo», nos vino a decir, sin contarnos que los jóvenes trabajan los veranos en el campo para pagar al Estado lo que éste les da.


Pero eso sí: igual que unos padres eligen la ropa de su hijo pequeño o le plantan una cenefa en la pared de su habitación, Fidel y Raúl les están cambiando los electrodomésticos a todos los cubanos: «Ay, amor, no me quieras tanto; ay, amor, no sufras más por mí», dice la canción cubana. «Y la educación y la sanidad es gratuita, y los jubilados no pagan las medicinas», me dijeron cuando visité el país. «Anda, igual que en España», pensó mi mujer. Pero discreta, como la Sherezade de Las mil y una noches, se calló.



En El Día de Ciudad Real

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