Una foto aleatoria

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lunes, 30 de junio de 2008

Mis breves conversaciones

Tenía un amigo americano, con quien no me hablo desde hace años, que mancilló en mi juventud el honor y el orgullo que yo sentía por ser español. Sostenía este joven (hoy ya un hombre hecho y derecho, investigador famoso y reconocido, al que se invita como conferenciante a los mejores congresos, y por cuya presencia en los comités editoriales se pelean las mejores revistas científicas) que las razones del atraso científico de nuestro país no podían resolverse aumentando el porcentaje de I+D, ni trayendo del extranjero a los mejores profesores, ni limitando el acceso a los estudios universitarios sólo a los alumnos que tuvieran las mejores calificaciones en el bachillerato.

Todo esto me lo dijo en un debate intenso que tuvimos en la cafetería del Departamento de Informática, en los últimos días de una estancia posdoctoral que realicé bajo la supervisión del Dr. Dietrich Forrester, uno de los principales referentes mundiales en codificación y transmisión de la información, y el cual le había dirigido a mi amigo la tesis doctoral, y que había tenido también la amabilidad de acogerme durante ocho meses para completar mi formación en el área en la que, veinte años después, sigo investigando.

Las razones que aducía de nuestro peor nivel científico se encontraban, ni más ni menos, que en la naturaleza de nuestro propio idioma, el de los inmortales Cervantes y García Márquez. Sostenía mi colega que los españoles necesitamos demasiadas palabras y demasiado tiempo para decir lo que en inglés se expresa con mucha mayor brevedad, y que el exceso de tiempo que dedicamos a hilar tan largas frases, a hacer concordar el género y número de los verbos con el género y el número de los sustantivos, a pronunciar los interminables adverbios terminados en -mente, ellos lo dedican a pensar, a inventar, a discurrir, y de ahí su superioridad en los campos de la tecnología y de la ciencia.

A los pocos días, como ya digo, abandoné los Estados Unidos y regresé a España. Recuerdo que, en la primera noche de jet-lag, me quedé hasta tarde viendo en la segunda cadena una película subtitulada. Efectivamente, lo que los actores de habla inglesa expresaban en escasos segundos, requería bastantes líneas de texto en español en la parte inferior de la pantalla: de hecho, cuando el actor o la actriz terminaban de hablar, yo seguía aun leyendo su traducción al castellano.
Luego, como suele pasar cuando te llega la edad, me casé. Mis años de matrimonio han sido muy felices, y lo único que los ha perturbado ha sido mi obsesión por aprovechar el tiempo dedicando menos a la transmisión de mensajes. Mi mujer ha sabido apoyarme y comprenderme en esta neurosis, y ha aplicado conmigo los principios de compresión de la información que estudié en la carrera. Estos principios son los mismos que usted, sin saberlo, aplica cuando utiliza algún programa de su ordenador para comprimir un archivo y, empaquetado todo en un zip o en un rar, le disminuye el tamaño: luego, puede restaurarlo a su tamaño original sin haber perdido un ápice de información. Es decir, que se guarda lo mismo en menos espacio.

Estos mecanismos proceden de ciertos algoritmos de codificación de la información, como los de Shannon o Huffman. No abundaremos en los detalles técnicos; pero, para ejemplificar y que ustedes me entiendan y comprendan mi historia, aplicaremos una sencilla variante al célebre poema de Federico García Lorca:

Verde que te quiero verde. / Verde viento. Verdes ramas. / El barco sobre la mar / y el caballo en la montaña. / Con la sombra en la cintura / ella sueña en su baranda, / verde carne, pelo verde, / con ojos de fría plata.
Verde que te quiero verde. / Bajo la luna gitana, / las cosas la están mirando / y ella no puede mirarlas.

Lo que haremos para ahorrar espacio será asignar un código a cada palabra. A aquellas que más se repiten le asignamos uno de muy poca longitud, y dejamos los códigos más largos para los que menos veces aparecen: en el texto anterior, verde aparece siete veces; la, seis; en, tres; luego, varias palabras aparecen dos veces, y otras varias aparecen una sola vez. Los programas de ordenador que ya he mencionado funcionan más o menos así, pero introducen en su forma de funcionamiento logaritmos, funciones matemáticas, bits y bytes, que enturbiarían este texto y que dificultarían su lectura.

Bien, pues, a partir de la discusión anterior, en lugar de decir “verde”, la palabra más frecuente, diremos y escribiremos 0; en lugar de “la”, emplearemos el 1; para sustituir “en”, usaremos el 2. De este modo, la primera estrofa del poema de Federico queda convertido en la siguiente ristra de números que, bien entendida, sigue poseyendo para una mente acostumbrada singular belleza:

0-6-8-7-0 / 0-38-37-32 / 4-12-33-1-23 / 9-4-13-2-1-16

Obsérvese que esta técnica resume bastante la cantidad de espacio y de tiempo: “Verde que te quiero verde” es “0-6-8-7-0”: utilizo menos tinta para escribirlo, empleo menos tiempo para leerlo, lo comprendo exactamente de la misma forma, dedico lo que me sobra al pensamiento creativo.

A las frases habituales de la vida conyugal, mi esposa y yo les hemos asignado números, igual que, en el ejemplo anterior, a la composición del poeta. Así, en lugar de decirle «Buenos días, mi amor», le digo «Cero», frase/palabra que acompaño con un cariñoso beso: no es que este saludo sea la frase más frecuente en nuestras conversaciones, pero sí es la primera que le digo cuando me levanto y, como suelo hacerlo de regular humor y con pocas ganas de hablar y de que me hablen, he optado por modificar el algoritmo de compresión, para considerar en él las circunstancias prácticas de la vida real, y no sólo la frecuencia de aparición de palabras o frases. Cuando me marcho al trabajo le digo «Once», porque ésta sí es nuestra undécima frase más frecuente, según fui anotando de manera exhaustiva durante los seis primeros meses de nuestra vida en común.

No obstante, dependiendo de las circunstancias, la lista se altera: antes de que la atacase el anisakis, solía preguntarle «¿38-105?», que quiere decir: «¿Cenamos lenguado?». Ahora, como no puede tomarlo, el 105 ha pasado a ser «Ensalada», que ocupaba antes el puesto 143. Cuando nos íbamos a la cama en el primer año de casados, con toda nuestra pasión, le decía: «¿Uno?», y ella contestaba afirmativamente. Ahora, a veces le digo que si ochenta y cinco.

En El Día de Ciudad Real.

2 comentarios:

  1. Hola!

    He leído varios (yo creo que a estas alturas, todos) los artículos del blog, pero este es el que me ha parecido más interesante, y muy curioso por cierto. Felicitaciones al autor. Como estudiante de informática, me es familiar la codificación de datos para su procesamiento.

    A propósito de ésto, recuerdo una práctica que hice allá por el 2004, en la que se contaba el número de palabras de un fichero. Usando ese ranking de palabras para asignar números, los textos se puedn codificar y 85 29 43 12...

    saludos,

    tm

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  2. Si fuera así, el chino sería la lengua "superior".

    Tonal y monosilábica. Ahorro máximo.

    Si así fuera, el griego clásico y el alemán serían lenguas "inferiores".

    Su "amigo" le largó un cuento bajo el que se escondía la pobreza gramatical del inglés y Ud. se lo tragó.

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