Una foto aleatoria

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Una frase aleatoria

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viernes, 25 de diciembre de 2009

LA RAREZA DE LA NORMALIDAD


Un amigo me dijo hace poco que la belleza es la justificación de lo inútil: una flor; un sonido que, desorganizado, sonaría estridente, pero que, con sus notas colocadas adecuadamente, resulta agradable y melódico; un cuadro como “La rendición de Breda”, que muestra no sólo la maestría de Velázquez, sino también el gesto humilde del vencido, y el respeto y la consideración evidenciados por el vencedor. Mi amigo me dijo que esta regla, como todas, tiene su excepción, y me puso como ejemplo las mamas de la mujer, bellas pero útiles a pesar de los biberones.
En la misma conversación, el mismo amigo me dijo que, aunque diga el refrán que “sobre gustos no hay nada escrito”, existen catedráticos de Estética y Teoría de las Artes (que, para llegar a esa condición, han tenido que discernir y redactar artículos y tesis doctorales), profesores de dibujo que te corrigen y te suspenden si no les agrada la forma en que has reflejado el bodegón en el lienzo o el modo en que has retratado las curvas del o de la modelo; y que, incluso, Marcelino Menéndez Pelayo escribió un tratado de cinco tomos titulado “Historia de las ideas estéticas en España”.
Este amigo es raro. No digo diferente, digo raro, y él lo sabe y alguna vez lo hemos comentado porque a él mismo le gusta hablar de ello. En estos últimos días, y por casualidad, el tema de las rarezas ha surgido en distintas conversaciones con gente diversa. El primero de los días que hablé de este tema me acababa de bajar del coche, en cuya radio acababa de escuchar la canción “Oh, qué raro soy”, de Siniestro Total, una canción ya antigua, y que ya raramente programan las emisoras:

«Soy un hombre raro, me gusta el trabajo,
pago mis impuestos y no bebo alcohol.
Y si veo un pobre una limosna le doy.
Tengo unos ahorros, quiero a mi mujer,
y el fútbol me vuelve loco, me gusta también la sopa
y a mí el paquete no se me nota.
¡Oh qué raro soy, oh qué raro soy!».

La canción continúa con una estrofa parecida, que sigue describiendo algunas costumbres de un hombre formal, quizá normal, que se autodefine como “raro”. Haciendo un repaso de los conocidos comunes con cada una de las personas con las que hablado de este asunto, se llega a la conclusión de que la mayoría de la gente es rara: los vecinos, los compañeros, los amigos… prácticamente todo el mundo es extraño, singular, tiene unos hábitos diferentes de los del resto, o de los propios, que son los que realmente consideramos normales (recuerdo que hace un par de años había una serie en televisión que se llamaba “Guante blanco”, que me gustaba mucho y que pensaba que a todo el mundo le sucedería lo mismo: la quitaron a las pocas semanas por falta de audiencia. No sé si esto tiene que ver con el otro refrán, “cree el ladrón que todos son de su condición”). Piénselo el lector: haga un repaso individual de algunos conocidos, y observe cómo, en efecto, se obtiene la impresión que comento.

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Tras esta pausa reflexiva, y asumiendo ya como cierta la rareza de la mayoría, se observa entonces que lo normal es ser raro y que, igualmente, es raro ser normal, con lo que resulta que hay muy poca gente dentro de los parámetros que deberían ser más abundantes. Es algo parecido a la paradoja del mentiroso, a esos problemas de lógica en los que hay un personaje que siempre dice la verdad, y otro que siempre miente. Si uno se observara a sí mismo desde el punto de vista de un tercero, tal vez se percibiría también como una persona extraña, lo cual, afortunadamente, cae dentro de la normalidad.

jueves, 17 de diciembre de 2009

La mujer y la ingeniería (Informática)

Hace unos días asistí a la graduación de la Escuela Superior de Informática. Se trata de un acto dirigido a los alumnos que han finalizado la carrera en el curso académico anterior, que les sirve de homenaje y al que también se invita a sus familiares. A los titulados se les entrega un diploma, una beca y un pequeño detalle. En esta ocasión, se trataba de los titulados de la décima promoción de ingenieros en Informática y de los titulados de las (si no me equivoco) decimoctavas promociones de ingenieros técnicos en Informática de Gestión e ingenieros técnicos en Informática de Sistemas. Entre estas tres promociones, desfilaron por el estrado más de cien titulados, entre los que hubo en torno a 10 mujeres (las conté, pero lamentablemente he olvidado el número exacto).
Cuando se han entregado todos los diplomas, el acto continúa y se hace entrega de los premios extraordinarios de fin de carrera, que reconocen los tres mejores expedientes de cada una de las tres titulaciones. Hay una nota mínima para obtener este reconocimiento, de manera que algún año el premio extraordinario de alguna titulación ha quedado desierto. Este año, dos de los tres mejores alumnos han sido mujeres. El año pasado los datos fueron los contrarios: dos varones (los ingenieros técnicos) y una mujer (la ingeniera, habitual pero erróneamente llamada “superior”).
Sin que los datos sean rigurosamente exactos ni extrapolables a otras ingenierías, y con todas las precauciones estadísticas debidas, es cierto que las mujeres representan un porcentaje muy pequeño del alumnado, pero consiguen, por lo general, las mejores calificaciones, superando con creces a los varones: representan, por tanto, una elite minoritaria. Algo parecido, según he visto y oído alguna vez, sucede con los judíos, que representan algo menos del 0,5% de la población mundial y, sin embargo, se han alzado con, más o menos, la quinta parte de los premios Nobel desde su creación en 1901.
Hace dos cursos académicos (2007-2008), en una de las asignaturas de Informática que yo imparto, de 5º curso, había 14 mujeres entre 75 alumnos (un 18%), mientras que el 30% de las mejores calificaciones las obtuvieron ellas. El curso pasado, en la misma asignatura, había 15 mujeres entre los 63 alumnos matriculados (24%), pero el porcentaje de mujeres en las mejores calificaciones se mantuvo.
De forma general, la presencia de mujeres en las titulaciones de ingeniería es muy reducida, en ocasiones casi testimonial; sin embargo, demuestran en muchos casos ser mejores que los varones. Simplificando, la profesión del ingeniero consiste en resolver problemas, y parece ser que ellas los resuelven mejor que nosotros, pero tal vez les dé pereza ponerse a resolverlos, o tal vez la profesión del ingeniero esté mal explicada. Esperemos que la tendencia cambie, sobre todo en una titulación como la Ingeniería Informática, que incluso en esta época de crisis sigue produciendo menos titulados de los que la sociedad demanda.
En nuestra universidad, la Ingeniería Informática estrenará el curso que viene un nuevo plan de estudios, moderno y bien diseñado, y ofrecerá también dos másteres de postgrado, uno de investigación (que ya se ofrece desde hace años, con una especial “mención de calidad” que otorga la Agencia Nacional de Evaluación de la Calidad), y otro más orientado a la labor directiva del ingeniero informático. Ya que ellas demuestran año tras año que son más listas, invito a las mujeres a que se decanten por este trabajo, que es muy bonito, en el que destacarán porque son las mejores, y con el que prácticamente se les garantiza el empleo.

jueves, 19 de noviembre de 2009

Encrucijadas

  Como el tiempo avanza siempre hacia delante y no se puede retroceder, la vida no da nunca segundas oportunidades: un viaje que pudimos emprender y no lo hicimos; un boleto de lotería que se nos ofreció y no compramos y que luego tocó; una palabra de amor o amistad o enemistad, que puede haber sido pronunciada o callada sin valorarla ni a la palabra misma ni a sus consecuencias; un corte de mangas en un momento de ofuscación; acudir o no a una cita; optar por el camino de la izquierda o por el de la derecha en una encrucijada. Lo que nos encontremos por un sitio no lo encontraremos por el otro, incluso aunque regresemos: la intensidad de la luz será diferente; un pájaro que se nos habría cruzado ya no lo hará.

  Me contaron de un hombre que, sesenta años después de haberse citado en la boca de la Estación de Metro de Bilbao, en Madrid, con una adolescente como él, sin haberla encontrado, regresó ya de casi anciano al mismo lugar, hace unos pocos años. Quien acompañaba a este hombre no sabía exactamente a dónde se dirigían: «¿Por dónde salimos?», le dijo el acompañante al hombre, y le enumeró entonces algunas de las posibles vías de salida de esa estación: «¿Fuencarral, Luchana pares o impares, Malasaña…?», le preguntó. En un paso atrás de más de medio siglo, el hombre comprendió en ese momento, no sé si ya con pena aunque sí con sorpresa, que había estado acaso esperando durante dos largas horas a la chica en Luchana pares, primero expectante, después nervioso, luego desencantado cuando ya se marchaba, ignorante de la realidad, de los múltiples caminos de entrada y salida de esa estación, y ya para siempre pensando que esa chica que le había hecho tilín lo había dejado tirado, plantado, que había faltado a la cita porque él no le convencía. La chica, hoy también anciana, quizás esperó también en el lado contrario, o quizás no fue, y este episodio que ha permanecido hondo en la memoria de él, tal vez se desvaneció enseguida de la memoria de ella.

  La vida, entonces, no da segundas oportunidades, pero sí las personas, por ejemplo ante esa palabra de amor o desamor o amistad o enemistad que antes mencionaba, y que puede haber sido pronunciada o callada sin valorarla y sin meditarla. El beneficiado por el amor o la amistad, o el perjudicado por el desamor o la enemistad, acepta o rechaza la palabra y actúa en consecuencia con ese propio acto de aceptación o rechazo, que a veces también se realiza sin valorarlo ni meditarlo.

martes, 10 de noviembre de 2009

CUENTOS DESDE EL ESPEJO (y II)

Reconozco que, por mi heterotaxia, a veces había pensado que acaso la vida auténtica fuese la que ocurre dentro de los espejos, de tal manera que yo sería el reflejo de mi cuerpo real, que estaría ahí adentro. Había pensado que quizá el espejo de mi dormitorio, o el espejo ante el que me afeito, tal vez alberga, dentro de él, una réplica completa del mundo entero, lleno de recovecos como el mundo real, con personas que son normales en este nivel del mundo, pero heterotáxicas en el nivel del espejo, zurdos los diestros y diestros los zurdos. En ese mundo reflejado habría también armarios con espejos y espejos ante los que afeitarse que, al ser un reflejo del reflejo, albergarían en ellos la imagen real del mundo de nivel 0. Cuando uno pone un espejo enfrente de otro, de inmediato aparecen miles o millones o infinitos reflejos mutuos, como cuando se aproxima un micrófono al mismo altavoz que amplifica sus sonidos.
Con estos pensamientos y con estas singularidades anatómicas estudié ingeniería de minas y terminé de profesor en la Escuela de Ingenieros de Minas que hay en Almadén, en donde aún continúo. En lo que hoy es el Parque Minero hubo, durante muchos años, unas piscinas en donde se almacenaba el mercurio antes de distribuirlo. Aunque estaba terminantemente prohibido, cuando no me veía nadie me calzaba unas botas altas de goma y un traje especial y caminaba sobre el líquido metal, tratando de conservar el equilibrio: es divertido. Observaba mi reflejo en esa pátina deslizante que, en menores proporciones, ha causado sensación entre los niños cuando se rompía un termómetro. El hombre que veía andando, reflejado sobre mis pies, no era sino la imagen del derecho que debería haberme correspondido en mi nacimiento.
            Cuando comenzó a hacerse pública la elevadísima toxicidad del mercurio para el medio ambiente y para la vida, cuando el mercurio fue sustituido en sus aplicaciones, los pedidos a la mina fueron decayendo, los mineros empezaron a ser despedidos o prejubilados, y fueron poco a poco cerrándose diferentes galerías de la mina. Dediqué entonces mis esfuerzos de investigación a la búsqueda de algún compuesto que permitiera disminuir su toxicidad, de alguna sustancia que, adecuadamente mezclada y combinada con el mercurio, le mantuviera a éste sus propiedades y le bajara su enorme capacidad contaminante. Entre las diferentes sustancias que preparé, hallé un aceite mineral con el que, un día, embadurné mi chapa de oro de donante de sangre con mi grupo sanguíneo, A+. Como es bien conocido, el mercurio y el oro no son buenos amigos, y éste desparece al contacto con aquél. Para mi sorpresa, no sólo la chapa no se fue disolviendo, sino que, a medida que la iba sumergiendo, iba apareciendo, hacia mi lado, la misma imagen especular de la chapa que dejaba de verse con cada milímetro de hundimiento: es decir, el mercurio me devolvía el reflejo de lo que yo le estaba dando. Cuando terminé la operación, tenía entre mis dedos una chapa de donante que podía leer adecuadamente ante un espejo:

Acto seguido me ungí yo mismo con mi mismo aceite y me introduje en el venenoso líquido. El efecto fue el mismo y, mientras me sumergía, salía hacia detrás de mí el mismo fragmento de cuerpo que iba siendo absorbido.  

            Esto fue hace unos años. Mi cuerpo real convive heterotáxico con el resto de los mortales, todos heterotáxicos, en las profundidades del reflejo; el cuerpo que luzco aquí ya está por fin del derecho, escribo por fin con la diestra y no con la izquierda, y soy por tanto un auténtico diestro-diestro. Me río mucho porque tengo loco al médico del SESCAM, que no se explica cómo ha podido corregirse la ubicación de mis órganos sin ningún tratamiento. Yo, claro, no le he contado nada.
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Una versión anterior de la columna-cuento de la semana pasada (un articuento, como llama el escritor Juan José Millás a este tipo de textos) la publiqué en una revista digital que se llama Guía de Perplejos con el título La vida en el espejo. El articuento terminaba ahí, donde yo lo dejé el otro día, de modo que era la primera parte de un cuento completo que otro escritor debía terminar. Yo se lo envié al editor que, a su vez, se lo envió al otro autor para que le diera la continuación que deseara. Cuando lo recibieron, los dos me escribieron un correo electrónico preguntándome con lástima o con compasión (aunque ellos lo camuflaban con un “más que nada por curiosidad”) que si el relato enviado era autobiográfico. Les dije la verdad, que no lo es, y el otro autor, ya sin un ápice de esa compasión que había disimulado, cargó contra ese personaje de órganos internos de sitio cambiado y terminó matándolo. Así pues, la pregunta del otro escritor («¿es autobiográfico?») y la respuesta que yo le di («no, no lo es») le sirvieron tanto para saciar su curiosidad como para ver abierto un camino de continuación que, en otro caso, seguramente no habría emprendido, que es el camino de asesinar al personaje: al no ser yo, ya podía ser ejecutado sin lástima alguna.
            Si mi respuesta hubiera sido falsa y les hubiera contestado que sí, que mi radiografía vista por su haz es como la de uno cualquiera vista del envés, el otro autor seguramente se habría visto forzado a explorar otra vía y no habría matado al hombre especular, porque hacerlo habría sido casi como insultarme, o tal vez lo habría asesinado ahogándolo en una piscina de mercurio.

martes, 3 de noviembre de 2009

CUENTOS DESDE EL ESPEJO (I)

         Cuando nací, me dieron en el culo unos primeros azotes para desatorarme y abrir mis pulmones y forzar mi llanto, y que mi madre me oyera y supiese que había dado a luz a un niño sano. Me dejaron un rato en sus brazos y creo que ella, agotada y desangrada como estaba y con las piernas aún abiertas mientras seguían hurgándole entre ellas, me contempló más como a un quiste molesto recién extirpado que como al hijo que acababa de tener; pero, vigilada por la mirada atenta de la comadrona, que me había quitado con una esponja humedecida los restos más visibles y sanguinolentos de mi viaje a través del canal uterino, se vio en la obligación de dedicarme una sonrisa falsa que creo que aún recuerdo, porque volví a verla muchas veces a lo largo de mi vida. El doctor me hizo un primer reconocimiento, cosquilleándome en los pies y auscultándome, y detectó en ese momento alguna anomalía que lo hizo girarse y darme la espalda, para tomar la referencia de su brazo izquierdo y señalar el mío del mismo lado. Yo lo miraba tumbado boca arriba con mis ojos grises de recién nacido. El médico se volvió de nuevo y colocó otra vez sobre mi pecho el extremo frío del fonendoscopio, haciéndole a la enfermera un gesto de contrariedad que mi madre advirtió, pero que en ese momento no le supuso sino la decepción del que ha recorrido un duro camino de nueve meses hasta una meta lejana para no obtener premio. Mi corazón latía distinto, o no latía, ofreciéndole al pediatra menos intensidad de la acostumbrada.
            Enseguida me pasaron por el aparato de rayos X, y pensaron que miraban al revés el negativo que acababan de obtener, a pesar de que el nombre provisional que me habían asignado se leía del derecho en la lámina de plástico semitransparente o semiopaca que contenía la radiografía. Dos médicos se hicieron entre sí unos gestos extraños, colocándose la mano en el lado de su corazón y después en el otro, y luego la bajaron a su hígado para colocarla nuevamente a la izquierda, como si fuesen dos niños que juegan a taparse los boquetes provocados por las balas de un enemigo inexistente. Me palparon con fuerza, tratando de descubrir la posición de mis órganos con el simple tacto, hasta que un médico antiguo que les vio los ademanes desde el pasillo se acercó a ellos y les habló de la heterotaxia, una rara anormalidad por la que uno no es sino una imagen especular de lo que debería ser, el corazón a la derecha y el hígado a la izquierda, los riñones cambiados, el ojo vago es el ojo sano, el huevo que más cuelga es el huevo derecho.
            Por lo demás, y aparte de esta rareza, no encontraron en mí patología ni enfermedad alguna, y, transcurridos dos días por encima del periodo habitual de ingreso, durante los cuales rebuscaron en mi organismo, sin encontrarlas, consecuencias irregulares de esta singularidad, me dieron el alta y pude marchar a casa sin haberme detectado soplos, insuficiencias ni descompensaciones en mis análisis.
            Mi vida arrancó de esta forma, en una familia que me amó muchísimo y que me hiperprotegió sin motivo, que se las buscaba con el pediatra del cupo para eximirme de la Educación Física en el colegio, de correr en el parque, de ir de campamento en verano, y entonces mis tardes de la adolescencia encontraron la razón de ser en los cortos horizontes que se vislumbraban desde las ventanas de casa, los cuales un día comencé a describir en unos trozos de papel. Más tarde, al releer esos textos, percibí en ellos una descripción especular de la que no fui consciente cuando los escribía, porque explicaba que estaba a la izquierda lo que realmente estaba a la derecha, y lo curioso es que así lo tenía yo almacenado en los lugares de mi cerebro que corresponden a la memoria, y me sorprendía al asomarme a la ventana y comprobar, al verlas, que las imágenes que se almacenan en mis recuerdos estaban proyectadas hacia el otro lado, como mi propio cuerpo, con la lateralidad cambiada, con la dadilaretal adaibmac.
            Escribía y me peinaba y cortaba los filetes con mi mano izquierda, que era mi diestra, de manera que no era un zurdo convencional, sino un diestro raro, raramente diestro.
            (Continuará).

martes, 6 de octubre de 2009

LA CRISIS DE LOS 28

 Un chiste viejo de informáticos dice que «En el mundo hay 10 clases de personas: las que saben binario y las que no». El sistema binario es un método de numeración en el que se utilizan solamente dos símbolos, el cero y el uno, en lugar de los diez habituales. En el sistema decimal se utilizan diez símbolos, del cero al nueve, según parece porque, cuando las matemáticas no eran más que un rudimento que se utilizaba para contar, se utilizaban los diez dedos para ir contando los elementos: cuando vamos enumerando los objetos de una colección comenzamos por el 1, luego por el 2, el 3… hasta llegar al 9; si hay más objetos, y dado que no tenemos un símbolo que represente una unidad más que 9, anotamos el diez (10), que representa “una decena y cero unidades”.
            En binario es parecido, sólo que se manipulan únicamente los dos primeros símbolos: cero unidades es un cero (0) y una unidad es un uno (1); para representar dos unidades, y ya que no hay símbolo para representar esta cantidad, se utiliza el 10 (que puede leerse, en lugar de como “una decena y cero unidades”, como “una pareja y cero unidades”). El 11 binario representa “una pareja y una unidad” (es decir, tres elementos); el siguiente al 11 es el 100, que equivale a “una doble pareja, cero parejas y cero unidades”: es decir, al número cuatro del sistema decimal.
            También en informática se utiliza con frecuencia el sistema octal, en el que se utilizan los ocho símbolos que van del cero al siete: el 7 octal representa también 7 unidades decimales; para representar el 8, puesto que no hay símbolo para este valor, se procede como habitualmente, escribiendo 10, que representa un octeto. El 11 octal es un octeto y una unidad (es decir, nueve elementos), etcétera.
            Y otro sistema corriente de numeración es el hexadecimal, en el que se utilizan 16 símbolos: los dígitos del 0 al 9 y las letras de la A a la F, y que tal vez inventó algún tipo raro que tenía dieciséis dedos en las manos. En este sistema, después del 9 viene la A (que representa diez unidades), después la B (que son once), la C (doce), la D (trece), la E (catorce) y la F (quince). Quince elementos son F elementos; para representar el número dieciséis se realiza la misma operación: se escribe un 1 y después un 0: así, el número 10 hexadecimal representa un “dieciseisteto” (palabra inexistente, con la cual me refiero a una agrupación de dieciséis elementos). El 11 equivale a un dieciseisteto y una unidad o, lo que es lo mismo, a diecisiete unidades.
            En un libro de ingeniería del software veo un chiste parecido al primero: «¿Por qué los informáticos confunden Halloween (que se celebra la noche del 31 de octubre) con la navidad?». La respuesta viene en la misma línea: «porque OCT(31)=DEC(25)».
Está feísimo explicar un chiste, pero observemos que tanto «octubre» como «octal» comienzan por «OCT», y que «DEC» representa el sistema «decimal» y el «december» (diciembre) inglés. El número 31 en octal equivale al 25 en decimal. Si quiere, ríase ahora.
Mi amigo Smith lo estaba pasando mal. Llegó a ese día que tanta gente teme en el que se cumplen 40 años. Hizo una fiesta grande para celebrarlo, y unos días después no paraba en casa y no quería sino estar por ahí, todas las noches de marcha, como en las épocas de juventud, en que es fin de semana incluso de lunes a jueves. El hombre se conserva bien, parece más joven. Le curé haciéndole entender que pasase su vida al sistema hexadecimal. Contando de esta forma, ahora le salen 28 años, y está tan feliz.

miércoles, 30 de septiembre de 2009

El ADN de Dios

     A veces pienso en algunos misterios de la religión que me enseñaron, y que es la que durante siglos o milenios tocó enseñar por esta parte del mundo. Si hubiera nacido en otras latitudes, se me habría explicado la religión islámica o la budista; si hubiera nacido en otro tiempo, quizás adorase a Zeus o a Artemisa, a Thor o a Odín, a Hércules o a Baco. Se me enseñó, sin embargo, el cristianismo en su interpretación católica, con la transmutación del pan y el vino consagrados en el cuerpo y en la sangre de Cristo como uno de sus principios fundamentales: cuando el sacerdote estira los brazos sobre el cáliz y alarga las manos, se convierte él mismo en una especie de antena que recibe desde arriba la señal con el poder misterioso y mágico, para propagarla, amplificada, sobre los frutos del trigo y la vid, alterando sus propiedades, que dejan de ser esos meros alimentos para pasar a ser productos realmente humanos. Esto es lo que me han enseñado.

     Con esta idea de la transmutación en mente, he empezado a escribir una novela en la que se descubre ADN humano en las hostias consagradas, que no estaba presente en ellas antes del sacramento. Hace ahora como quince años empecé otra novela, “La ruta no natural”, que luego me publicó la Biblioteca de Autores Manchegos. Me costó mucho trabajo acabarla, y tuve periodos de nula productividad, tardes en las que me ponía a escribir ante el ordenador sin terminar una línea. Frecuentaba por esas fechas el Café Guridi, a la sazón dirigido por Juan, en donde se reunían semanalmente los contertulios de la asociación cultural La Fragua, y en donde se organizaban exposiciones y algunos conciertos. En su tablón de corcho, situado junto a la barra, Juan dejaba colgar anuncios de “Se busca guitarrista”, fechas de próximos conciertos y, a mí, me dejó ir pinchando, semanalmente, las páginas de esa novela con la que tanto me costaba avanzar. Tuve algunos lectores, clientes asiduos que dedicaban unos minutos a ir leyendo los párrafos nuevos y que ocasionalmente me dejaban algún comentario manuscrito. Ese compromiso no adquirido me motivó para no dejar de faltar a mi cita voluntaria de los domingos, en las que me exigía a mí mismo pinchar nuevos folios con la continuación del relato, que hasta ese momento se me había ido resistiendo. El hecho simple de colgar los textos se convirtió para mí en un acicate que me invitaba y me facilitaba el hecho de escribir.

      Hoy me ha sucedido algo similar con esta columna, que he empezado de otras tres formas hablando de otros tres temas diferentes que me han resultado aburridos y sin sustancia. Me ocurre lo mismo con la nueva novela, con ADN, que he empezado hace unos meses pero con la cual me atranco: no sé cuál será el final pues, aunque tenía uno pensado cuando la comencé, en las pocas páginas que llevo la historia se me ha ido ya por otros derroteros. Los últimos ratos en los que he intentado proseguirla han sido infructuosos.

      Quince años después del tablón físico y tangible de corcho de alcornoque del café Guridi de la calle Libertad con Cardenal Monescillo, “ya no cierro los bares ni hago tantos excesos”, como dice Joaquín Sabina, pero puedo disponer de otro tablón electrónico en el que ir colgando las páginas que tengo escritas, y que me sirva de prurito y de compromiso para que, con dos o tres lectores que la sigan, avance con ella hasta terminarla: adndedios.blogspot.com

martes, 22 de septiembre de 2009

LA VIDA EN CANCIONES

Desde que éramos novios, a mi marido le ha traicionado su subconsciente cantarín. Cuando, recién sacado el carné de conducir, me llevaba por las noches hacia ese descampado en las afueras de la ciudad, ya dejaba entrever lo que iba barruntando, con aquella canción de Los Inhumanos que hablaba de un Simca 1000, aunque su coche fuese algo más moderno y tuviera los asientos parcialmente reclinables. Los momentos anteriores a éste los solíamos compartir en los bares con la pandilla de amigos; cuando la conversación y las risas se encontraban en su momento más granado y él, por ejemplo, dejaba la mesa que ocupábamos para ir a la barra y pedir unos botellines y unos vargas, me miraba desde allí y notaba que sus labios cantaban lo de “bares, qué lugares tan gratos para conversar”, de Gabinete Caligari. Si no habíamos salido con nadie, o nuestros amigos se habían ido antes y estábamos solos, continuaba con el verso de “no hay como el calor del amor en un bar”, a la vez que me tomaba la mano y me miraba a los ojos. Los Gabinete, de Jaime Urrutia, le gustaban mucho, y en la noche de bodas, tumbados sobre la sábanas, me cantó aquello de “mi cielito y yo en la suite nupcial”.
Luego, ya casados, y desde que se compró su primer móvil con politonos, se levanta cada mañana con el Rock and Roll del despertador, de Joaquín Sabina, que empieza diciendo “Son casi las seis, como cada mañana”, aunque la canción le arranque diariamente dos horas más tarde. Si, cuando regresa a mediodía, lo oigo entrar por la puerta cantando “Hoy me he levantado con el pie contrario”, sé que algo le ha ido mal en el trabajo y ha salido cabreado. Si, por el contrario, entra tarareando “Me va, me va, me va”, es que todo ha ido bien, y entonces yo le contesto con aquella sintonía del viejo programa de Elena Santonja, “Con las manos en la masa”, que interpretaban el propio Sabina y Vainica Doble: “Siempre que vuelves a casa, me pillas en la cocina, embadurnada de harina, con las manos en la masa”. Él, entonces, o bien continúa la canción diciendo que no quiere platos finos, o bien se traslada a otro estilo y me dice que quiere “pollo asao, asao, asao con ensalada”.
Cuando las noticias hablan de la amenaza nuclear iraní se le queda para toda la tarde la canción de Ayatollah, de Siniestro Total; si se habla de sequía, “Ojalá que lllueva café”, de Juan Luis Guerra; si de la llegada de pateras, me canta el Clandestino de Manu Chao. Si ando de morros y no estoy amable, se le escapa “tengo que confesar que a veces no me gusta tu forma de ser”, de Julieta Venegas, y si intenta besarme y le esquivo, “No me beses en los labios”, de Aerolíneas Federales. Si alguna vez discutimos, “Cena recalentada”, de los Golpes Bajos; si me ve triste, “Los chicos no lloran”; si alegre, cualquier ranchera. “Las cuatro y diez” de Aute si vamos al cine; “La fiesta”, de los Ilegales, si vamos a un guateque en casa de unos amigos, y “Champú de huevo” cuando se ducha antes de salir de noche.
Todo se pega. Y yo, que soy abogada en esta ficción, he tenido ahora un cliente a quien la policía sorprendió en un parque con gramo y medio de hachís en el bolsillo. Ha recibido una carta de la Subdelegación del Gobierno, en la que le invitan a reconocer el acto y archivar el expediente sin sanción ni pena ninguna (“De acuerdo con lo previsto en el artículo 8 del RD 1398/93 de 4 de agosto, puede reconocer voluntariamente su responsabilidad, dándose entonces el expediente por concluido y dictándose la resolución sin sanción económica”), o bien a alegar lo que quiera e iniciar un procedimiento que puede ser más largo. El chico, inseguro de sí mismo, me pidió que lo ayudara a redactar el escrito en el que asume su culpa, y luego lo que lo acompañara al edificio oficial para presentarlo.
Mientras el funcionario cotejaba el original con la copia que luego nos devolvió sellada, releí una vez más el papel, al revés desde mi ángulo, en este lado de la ventanilla, y no pude evitar que se me escapara este verso rumbero: “Lo reconozco, fumo porros a diario”, de los Estopa.

miércoles, 2 de septiembre de 2009

Últimos minutos del toro

Durante toda la tarde he estado oyendo golpes secos cerca de mí. Aquí tengo algo de paja y un bebedero. Imagino que mis otros compañeros de viaje están en los chiqueros que hay al lado, semejantes a este en el que me han encerrado. Todavía los huelo. En un cierto momento he vuelto a oír los tambores y las cornetas; esperaba escuchar nuevamente el ruido de una puerta próxima que se abre, pero en esta ocasión ha sido la mía. A las virutas de polvo que flotan en el ambiente las ha agrupado la luz, que ha entrado formando un prisma; he dudado, pero llevaba horas aquí encerrado y he salido en esa dirección, abandonando mi habitáculo, y he salido corriendo hacia el espacio abierto y luminoso, en donde se escuchaba a un gran gentío. La luz intensa me ha deslumbrado, pero pronto me he adaptado a ella y he corrido por la arena buscando una salida definitiva al campo verde. Ocasionalmente salían unos hombres a recibirme, me mostraban y agitaban el capote y, cuando alcanzaba a estar cerca de ellos, volvían a esconderse detrás de las tablas. He dado una vuelta completa sin encontrar el camino que me sacara del albero, empapado de agua a pesar de este día de calor, de cielo despejado y sin nubes. Quizá si venzo a ese hombre que acaba de pararse y que me está citando se me abran las puertas y pueda marcharme, así que me arranco y lo ataco, pero mueve magistralmente su pedazo de tela y me impide alcanzarlo, me lleva por su lado; me giro y me vuelvo, el hombre vuelve a engañarme y la multitud me aturde con sus vítores en el graderío. Me empalma varios pases, y yo lo más que consigo es pasar rozando su trapo con mis pitones.

Suenan otra vez los clarines. De una puerta contigua a aquella por la que yo he venido salen dos hombres a caballo. Van armados. Los caballos llevan los ojos tapados y están protegidos con corazas. La arena se llena ahora de gente, y el hombre que me ha dado antes los pases vuelve a citarme, conduciéndome poco a poco frente al caballo más próximo al palco del presidente. La gente le aplaude. Tal vez si venza al caballo me concedan el perdón y me dejen salir, así que me arranco desde la segunda raya y me lanzo hacia él con todas mis fuerzas. Siento la puya que se me clava en lo alto, pero apenas me duele, es solo una molestia que quizá soy yo mismo quien se provoca con esta embestida. Tal vez si empujo más desparezca la sensación del pinchazo, así que hago fuerza con todo mi cuerpo, aprieto mis riñones, cabeceo, me empiezo a orinar, y no dejaré de hacerlo en toda esta pelea, el público silba y me pita, algo debo de estar haciendo mal, así que me aparto del caballo a ver si los contento. Descanso un poco, siento el chorro de mi sangre brotándome rítmicamente por el hoyo de las agujas con cada pálpito de mi corazón; noto cómo se me empapan los costados, las paletillas, siento mi vientre elevarse y descender al ritmo violento de mi diafragma, porque respiro a trompicones. Miro a los lados, y vuelvo de nuevo a atacar al hombre, que me provoca mostrándome nuevamente el capote. Estoy agotado, la puya me ha hecho daño, y el hombre se quita la montera y suenan otra vez las trompetas. El público aplaude y los jinetes se retiran. Ignoro qué se espera de mí para conseguir mi premio y regresar al campo.

A continuación embisto a tres hombres armados con dos palos adornados, las banderillas. Se muestran esquivos, quieren engañarme, pero ahora no tienen trapo con el que hacerlo, así que voy directo al cuerpo. No consigo enganchar al primero, que me deja los dos palos clavados. Cabeceo para quitármelos, porque me cuelgan a los lados y me molestan mucho, pero lo más que consigo es apartarlos durante un instante. El segundo y el tercero también me engañan. En total tengo seis pinchos sobre mí. No me duelen demasiado, tengo en mente ese premio que debo conseguir, y ese deseo que me estresa es mi mejor analgésico.

Por fin vuelve el hombre de antes. Está él solo ahora. Se va al centro del ruedo y gira sobre sus pies, el brazo estirado, mostrando su montera al público, que le aplaude. Ha cambiado el capote por una tela de color rojo. Se acerca hacia mí y me cita. Quizá ahora pueda atacarlo, aunque estoy muy cansado, pero hago de tripas corazón y me arranco hacia él. No lo engancho. Lo intento varias veces sin éxito, y entonces empieza a sonar una música que viene desde la grada. Después de varios lances seguidos la gente aplaude, lo debo de estar haciendo bien, y tal vez consiga la libertad que ansío, así que vuelvo a atacarlo durante varias tandas. Hay gente que grita “Olé”, eso es que les gusto. Me pongo contento, creo que finalmente me abrirán la puerta.

En un momento dado suena un único golpe de bombo y se detiene la música. El hombre se dirige a las tablas, deja un estoque y toma otro, y vuelve a provocarme con unos pocos pases. Estoy muy cansado, tengo cada vez menos ganas, así que me detengo frente al hombre, lo miro, me enseña la muleta casi rozando el suelo y bajo mi cabeza para mirarla. Me llama, me dice “Mira, torito”, y agita levemente la tela. El hombre se arranca, y yo quiero dirigir mi último ataque al trapo rojo. Siento algo que me parte por dentro. Sigo orinando, y la boca y la garganta se me llenan inmediatamente de sangre. La sensación es muy desagradable. Varios hombres me muestran los capotes y me hacen girar como para marearme; la espada que tengo clavada me rompe por dentro, siento el interior de mi cuerpo, que hasta ahora me resultaba desconocido, rozarse con el hierro. Tengo que parar, no tengo energía apenas para seguir, así que doblo mis patas delanteras y luego me echo y me siento del todo. El público grita entusiasmado; tal vez ahora me dejen tranquilo y pueda marcharme. Se me acerca un hombre con un puñal y me da con él en la nuca. Caigo hacia un lado, siento mis piernas temblar autónomamente y mi lengua desplazarse hacia un lado. El hombre hace un movimiento circular con el puñal clavado en mí. Babeo y sangro, se me aturde la boca. El público grita entusiasmado. Por mis ojos, que aún parecen funcionarme, veo al graderío de pie agitando pañuelos. Alguien me sujeta una oreja y tira de ella, y entonces siento un cuchillo afilado que la rasga y que me la está arrancando.

Lo he debido de hacer bien. Me da el olor del ganado, tal vez viene el mayoral cabalgando para azuzarnos con la garrocha y hacernos correr por la dehesa. Oigo un tintineo, serán los cascabeles que adornan las bridas de su caballo y que resuenan al acercarse al trote. Pero tengo sueño y voy a dormirme. Creo que, por fin, he regresado al campo.

viernes, 24 de julio de 2009

ENERGÍAS ALTERNATIVAS


Desde hace algunos meses, la factura de la luz trae un gráfico de sectores que informa del origen de la electricidad que consumimos. El 20,7% procede de fuentes renovables (solar, eólica, etc.), el 19,3% de centrales nucleares y el 60% restante, de fuentes de energía que emiten dióxido de carbono (cogeneración, gas natural, carbón, etc.). En estos porcentajes se incluyen únicamente las fuentes de energía que finalmente se utilizan para obtener la electricidad que se emplea en industrias, hogares y determinados medios de transporte (trenes de motor eléctrico, por ejemplo), quedando aparte el uso que hacemos del petróleo para el resto de medios de transporte. El transporte se fundamenta en la producción de, aproximadamente, 83 millones de barriles de petróleo diarios, si bien los gobiernos parece que tomarán medidas para fomentar la fabricación, compra y utilización de coches eléctricos. La energía necesaria para cargar las baterías de los coches procederá, como la que utilizamos para recargar la del teléfono móvil, de la que llega a nuestros enchufes desde la red eléctrica y que procede, entonces, de las mismas fuentes que aparecen en nuestra factura y que acabo de enumerar.

Esto significa que también nuestros vehículos eléctricos contaminarán y producirán dióxido de carbono y colaborarán en el efecto invernadero, si bien concentrarán su contaminación en lugares apartados (centrales de producción de energía), en lugar de ir esparciéndola durante su recorrido. ¿Cuánto contaminará un coche eléctrico? ¿Es medioambientalmente rentable construirlos y ponerlos a la venta en las circunstancias actuales? Veamos.

La energía que produce un litro de gasolina equivale aproximadamente a 9 kilowatios-hora de electricidad. La misma factura de la luz nos informa de que la producción de 1 kilowatio-hora , con la combinación de fuentes de energía que se utiliza en España, supone la producción de 390 gramos de CO2 y de 0,42 miligramos de residuos radioactivos. Así pues, la producción de la electricidad que corresponde a los 9 kilowatios-hora equivalentes a 1 litro de gasolina supone la emisión de 9x390=3.510 gramos de CO2.

Por otro lado, la combustión de un litro de gasolina (o sea, la producción de sus 9 kilowatios-hora correspondientes) emite unos 2.500 gramos de CO2.

Si bien el rendimiento de los motores eléctricos es mayor que el de los motores de explosión (si el rendimiento de un aparato eléctrico fuese del 100%, no desprenderían calor), esta diferencia no llega a compensar las emisiones de CO2, que siguen siendo superiores en los coches eléctricos que en los de combustible fósil.

Una alternativa a los motores térmicos o puramente eléctricos pasa por la utilización del hidrógeno como combustible. El hidrógeno es el elemento más abundante en la naturaleza; sin embargo, se encuentra, en su mayor parte, unido al oxígeno en forma de agua (H2O), y para aprovecharlo como combustible es necesario separarlo del oxígeno mediante algún procedimiento electroquímico. El problema es que la energía necesaria para conseguir esa separación es mayor que la energía que luego se consigue de él, hasta el punto de que, si mis cuentas y fuentes de consulta no me han fallado, cada kilowatio-hora aprovechable de combustible hidrógeno requiere más del doble de energía para producirlo. Y, volviendo de nuevo a las fuentes de energía de nuestro país, aunque la energía que mueve a los coches de hidrógeno sea limpia y solamente produzca vapor de agua, es sucia en el momento de su producción.

En estos momentos de coyuntura económica tan desfavorable, pero con miles de millones de personas con unas necesidades energéticas ya creadas, es un momento excelente para que los gobiernos dediquen sus esfuerzos a la investigación en energías renovables, a métodos alternativos de producción y obtención de hidrógeno, y a la construcción de nuevas centrales de generación de energía limpia y no contaminante. El modelo de transporte no tiene por qué cambiar, pero será una revolución de enorme envergadura el hecho de cambiar los métodos de producción, con el impacto positivo que tendrá en la economía y en el empleo y, de paso, aunque igual o más importante, en el medioambiente.

sábado, 11 de julio de 2009

NOTAS DE UN DÍA LLUVIOSO EN UN VIAJE FUGAZ


Pienso que uno puede tener un buen nivel de inglés cuando toma un periódico británico o norteamericano y es capaz de resolver el crucigrama. Tengo entre mis manos (realmente, apoyado en mi rodilla derecha, cuya pierna tengo elevada y cruzada sobre la izquierda; en las manos tengo un cuaderno en el que manuscribo estas notas) la edición de Boston del diario gratuito Metro (cuyas versiones españolas desaparecieron hace unos meses), y apenas soy capaz de resolver alguna de las 67 definiciones que se incluyen: «1: Up, in baseball (2 words)», 5 letras (no será “lo ignoro”, aunque tiene 2 palabras, porque tiene 8 letras y además no está en inglés); «18. Tootsie actress», 4 letras, no la recuerdo; «51, Osiris’ beloved», 4 letras, ¿tal vez “Isis”? Lo remiro mientras escribo ante un ventanal de un hotel del puerto de Boston, frente al downtown, el centro ciudad, que estará a dos millas de distancia, y al que ayer accedí mediante un water-taxi que me llevó 10 dólares.

En la misma página del diario hay dos sudokus (que no intento resolver porque sus números están también en inglés) y el horóscopo: «Sagittarius: the less people involved, the more likely you will get what you want» (Sagitario: cuanta menos gente haya involucrada, más fácil será que tengas lo que quieras). Me viene a la memoria la canción de los Rolling Stones: «You can’t always get what you want» (no siempre puedes conseguir lo que quieres), que se me reproduce perfectamente en la cabeza con la voz de Mick Jagger; veo también la portada y la contraportada del CD, que ha de estar por casa, y creo adivinar, de memoria, cómo están listadas en ésta las diferentes canciones (Satisfaction, Jumpin’ Jack Flash, Under my thumb), el logotipo de la discográfica, las pequeñas letras con las advertencias del copyright.

Acabo de echarle medio sobrecillo de azúcar al segundo café. Qué poco me gusta el café estilo americano, que sirven muy poco concentrado en una taza relativamente grande, como una disolución de aguachirle, así que he pedido dos expresos para, además, combatir el jet-lag.

En la misma página de los pasatiempos, un articulista habla del suburbano de Boston y anhela tenerlo con el metro de Madrid, «muy eficiente», afirma.

En el exterior llueve intensamente, hay bruma, y las nubes ocultan gran parte de la skyline del distrito financiero. Tenía ilusión por ver con sol la fila de rascacielos, pues confeccioné hace años un puzle de 1000 piezas con parte del mismo paisaje que tengo delante y que hoy apenas distingo.

Dentro de dos días regreso, vía Ámsterdam. Al venir, por la misma ruta, el día en la ciudad holandesa estaba también cubierto. A través de las nubes, muy finas, el sol de la mañana permitía, al pasajero del avión, identificar ciertas parcelas de cultivo, pues los rayos le regresaban rebotados desde los plásticos que las cubren a modo de invernaderos. Cuando el avión estuvo más bajo que la cota de nubes y descendía ya para aterrizar en el aeropuerto de Schiphol, el viajero tuvo que cerrar la persiana de la ventanita (por qué diablos harán tan pequeñas las ventanas de los aviones, por qué las pondrán tan abajo) para no deslumbrarse con los mismos reflejos, de intensidad ahora multiplicada por la presencia de multitud de canales en estas tierras ganadas al mar, que actúan como los espejos que un niño maneja desde su terraza para dirigir el sol, molestando, a los ojos de los viandantes.

La penúltima página del diario Metro se titula «Medical research» (investigación médica), y contiene 10 anuncios de tamaño importante y a todo color en los que solicitan voluntarios para someterse a distintos tratamientos experimentales: ¿tienes sobrepeso pero no diabetes? ¿Hipertensión y azúcar en la sangre? ¿Depresión o trastorno bipolar? ¿Síntomas de esquizofrenia en el último año? ¿Cistitis? ¿Disfunción eréctil? ¿Asma? Reintegran los gastos de viaje que ocasionen y pagan hasta 2000 dólares por mostrar nuestros achaques y actuar de cobayas: «A los participantes se les puede prescribir el medicamento objeto de estudio o un placebo», aclaran.

Afuera sigue lloviendo. A ver mañana si está despejado.

jueves, 25 de junio de 2009

LA CHICA DE AYER Y LA RECURSIVIDAD

El domingo 14 terminó “La chica de ayer”, una serie de transcurrir lento pero que me ha tenido pendiente de ella durante varias semanas. Se trata, parece ser, de una versión española de “Life of mars”, serie que tuvo mucho éxito en el Reino Unido. A modo de resumen, se trata de que Samuel Santos, un policía de 2009 al que da vida Ernesto Alterio, sufre un accidente y retrocede a 1977, apareciendo en esa época con ropas ad hoc, nueva documentación, pesetas en los bolsillos y un puesto de trabajo en una comisaría de Madrid. En su vida de 2009, Santos es un adulto de 37 años que ha vivido sin contacto con su padre la mayor parte de su vida, pues los abandonó a él y a la madre precisamente en 1977; en su regreso a este año, entiende por ciertos avatares que se le está dando una segunda oportunidad y que debe corregir su vida, consiguiendo que su padre no se fugue y no los abandone. Por el camino, Santos se enamora de Ana (Manuela Valverde). Cuando, en el último episodio, el padre se revela como un asesino auténtico, Samuel Santos comprende que ya es tarde para cambiar su pasado y decide regresar al futuro. El amor de Ana, sin embargo, lo retiene en aquella época primitiva y decide quedarse.

En este tipo de historias siempre surge el problema de que una manipulación del pasado podría afectar en demasía al futuro, que es nuestro presente, de manera que nuestra actualidad sería diferente de la que está siendo. En La chica de ayer, el Samuel adulto llega a conocer e incluso a interactuar con el Samuel niño. La primera vez que existe Samuel, éste crece y llega a 2009, y entonces retrocede 32 años y se queda allí, coexistiendo con su versión infantil. Si transcurren nuevamente 32 años ocurrirá lo mismo: Samuel retornará a 1977 para intentar arreglar su futuro, cohabitando con otros dos versiones de él mismo: el niño más el adulto que llegó primero, existiendo por tanto 3 copias de él. Según vaya pasando más y más tiempo, el número de copias de Samuel irá aumentando.

En Computación, una de las ramas de la Informática, existe un método básico de resolución de problemas que me ha recordado la serie, la “recursividad”. El factorial de un número positivo es el producto de todos los números desde él mismo hasta 1 (por ejemplo, el factorial de 5, que se expresa como 5!, es 5x4x3x2x1=120), que puede expresarse recursivamente diciendo que el factorial de 5 es 5 por el factorial de 4: 5!=5x4!. Para calcular recursivamente el factorial de número, entonces, el ordenador utiliza lo que se llama una “pila”, que no es muy diferente de la pila de platos que vamos construyendo cuando fregamos y colocamos horizontalmente un plato encima de otro (a las pilas se las llama estructuras LIFO, del inglés “Last-in, First-Out”, o “Último en entrar, primero en salir”, porque el plato que primero secamos es el último que hemos fregado). Para calcular 5!, el ordenador pone un 5 en la pila y se pone a calcular 4!; para ello, pone el 4 en la pila y comienza a calcular 3!, para lo que coloca el 3 encima de la pila y calcula 2!, poniendo el 2 en la cima de la pila. El caso del factorial de 1 (1!) es un poco especial, porque no provoca ya recursividad, sino que es lo que se llama un caso base que se puede calcular directamente: 1!=1.

Cuando el cómputo llega al caso base, comienza a desapilar: toma el 1 y lo multiplica por el número que hay en la “cima” de la pila: 1x2=2, y entonces procede desapilando el 3 y multiplicándolo por 2 (ya tenemos 2x3=6), después desapila el siguiente (6x4=24) y luego desapila el 5 (24x5=120), quedando la pila vacía. Hay multitud de problemas en computación que, de forma natural, se expresan recursivamente de forma muy cómoda: por ejemplo, para resolver un Sudoku uno puede comenzar a colocar números más o menos de forma ordenada y sin pensar; si se comprueba que la combinación es incorrecta, desapilamos y probamos con un número nuevo.

La Chica de Ayer es una buena metáfora de la recursividad en la que no hay caso base porque Samuel Santos no regresa: cada 32 años retrocede a 1977, aumentando su número de existencias simultáneas, haciendo con el tiempo que coincidan en su comisaría postfranquista docenas, cientos y miles de samueles santos con el objetivo de enmendar su presente para cambiar su futuro.

Cuando el cómputo de que se trate es demasiado grande (cálculo recursivo del factorial de 100.000, por ejemplo), sucede lo que se llama un “desbordamiento de la pila”, que produce un error (muchas veces difícilmente previsible) que puede provocar un fallo general. Sucede, por ejemplo, si tratamos de calcular el factorial de -1: el ordenador apilará el -1, el -2, el -3, etcétera, tratando de descender de este modo hasta menos infinito, y no se alcanzará nunca lo que hemos llamado “caso base”. En La Chica de ayer no hay caso base, porque Samuel vuelve y vuelve y vuelve una y otra vez, sin detenerse, sin saber, sin recordar. Afortunadamente, es posible avanzar en el tiempo (y hacerlo avanzar incluso más deprisa de como transcurre realmente si pudiéramos aproximarnos a la velocidad de la luz), pero no retroceder. Se evita así que se desborde la pila de esta estupenda serie.

miércoles, 3 de junio de 2009

Palíndromos y anagramas

Ahora en estos días, la Biblioteca de Autores Manchegos, dependiente de la Diputación Provincial, ha cumplido 25 años. Durante este tiempo, la cultura, la creación e investigación sobre temas manchegos han ido engrosando un catálogo que ahora es muy amplio y que se estructura en diversas colecciones.

Como quizá se sepa, uno de los más exitosos es el de Francisco Alía, “La guerra civil en retaguardia”, que fue fruto de la búsqueda de información en hemerotecas, bibliotecas y fuentes orales, y hace referencia a esos tres años de nuestra historia reciente, menciona nombres de personas que podemos conocer o, si no a ellas, sí a sus hijos o nietos, y explica qué ocurrió aquí, en esta ciudad y en estos pueblos, en aquel periodo atroz.

Realmente, hay otros de temática igual de especializada pero que despiertan menos el interés general, y de su lectura gozan muy pocos lectores. Las ediciones, sin embargo, son cuidadísimas en todos los casos, y proceden del trabajo exquisito del equipo de José Luis Loarce, un funcionario chapado a la moderna, antítesis del que atendía en las ventanillas del “Vuelva usted mañana” de Mariano José de Larra.

Obviamente, la Diputación realiza, en este caso, una labor deficitaria, pero necesaria para la obtención y producción de conocimiento sobre nosotros mismos, así como de fomento de la creatividad de los escritores de la provincia, que son muchos, y de la divulgación de sus obras: recomiendo el libro “Hijos de la tierra”, de Ángel Cano, que leí hace unos años. Hay otro del que llama su atención el título, “La ruta no natural”, porque se trata de un palíndromo, una frase que se lee igual de izquierda a derecha que de derecha a izquierda, como las palabras «Ana», «Anilina» o «Reconocer». Se da la circunstancia de que también “La ruta natural” (en donde se suprime el “no”) es un palíndromo.

Si uno busca palíndromos en Internet se encuentra con muchos, algunos famosos como el clásico «Dábale arroz a la zorra el abad», otros muy elaborados como «Anita, la gorda lagartona, no traga la droga latina», y otros muy graciosos que no tienen más remedio que incurrir en alguna incorrección gramatical, como «A mama “le” mima, a mí me la mama». En época de exámenes me gustaba construir palíndromos, y obtuve «Anita patina», «Oí vanidosos, o di navío» (que no tiene mucho sentido), «Razono yo: hay vado todavía hoy, ¿o no, zar?» (que tiene aún menos e incluye además faltas ortográficas en su escritura al revés, pero que no se aprecian al leerlo en voz alta), y establecí mi propio récord en setenta letras con el siguiente sinsentido: «Al radar, oh, a horadarla, o di “deba horadarla al radar”, o habed ido al radar, oh, a horadarla».

También hay gente que se pasa las horas en otra cosa.

Igualmente, los anagramas son otros juegos de palabras divertidos, palabras con sentido que se forman variando el orden de las letras de otras palabras con sentido: «Advierta» es un anagrama de «Atrevida», y viceversa, y son además casi palíndromos; «Amor» es un anagrama de «Roma», mientras que el «Amor a Roma» es además palíndromo. En la parte final de una famosa canción de The Doors, “L.A. Woman”, su cantante dice muchas veces «Mr. Mojo Risin», anagrama de su propio nombre, Jim Morrison.

Calambur es una frase cuyo significado alteramos si agrupamos sus sílabas de manera distinta, presente en tantas adivinanzas, como en «Oro parece, plata no es», o en la frase que se atribuye a Quevedo: «Entre el clavel blanco y la rosa roja, su majestad escoja».

Otra forma de jugar con el lenguaje, una primitiva forma de encriptación, pasa por construir palabras o frases con la primera letra de los párrafos de un texto. Esta forma de construcción tiene un nombre, del que en estos momentos no llego a acordarme.

martes, 26 de mayo de 2009

Inventario

En ese inventario de frases que mencioné el otro día, tengo algunas que hablan de lo mismo aunque de manera inconexa. Como en un dejà vu, a veces las encuentro en la mitad de un texto y me recuerdan a otro, y entonces rebusco por ahí para localizarlas. Algunas hablan de lugares, otras de emociones, otras de momentos, otras de lo que pudo ser.

Con 80 o 90 años de diferencia, me topo en El árbol de la ciencia y en Mañana en la batalla piensa en mí con sendas referencias al Cuartel de la Montaña, que estuvo en Madrid: «Se veía desde allí Guadarrama entre dos casas altas; hacia el oeste, el tejado del Cuartel de la Montaña»; «En Rosales estuvo el Cuartel de la Montaña, donde se combatió ferozmente al tercer día de nuestra guerra. Ahora hay allí un templo egipcio».

En estas páginas, en algunas ocasiones he reproducido fragmentos de Antonio Muñoz Molina, autor de Beltenebros o El invierno en Lisboa, novelas de principios contundentes, que invitan a seguirlas, y cuyos pasajes describen con intensidad atmósferas turbias y oscuras, de matones y asesinos, de perdedores, de tugurios y de entornos portuarios, personajes y situaciones quizá anheladas por su propio autor, que ha estado dirigiendo durante años el Instituto Cervantes en Nueva York, pero que no por vivir en ese entorno urbanita ha tenido que dejar de soñar con ponerse en pieles distintas y en peores circunstancias.

De hecho, la semana pasada escribía en un periódico: «Cuando uno es joven se imagina porvenires diversos. Se va haciendo mayor y lo que imagina son pasados posibles. Con los porvenires que ya no van a ser y los pasados que pudieron haber sido algunas veces se inventan novelas». A estos sueños futuros o pretéritos hace también referencia, aunque de otra manera, Paulo Coelho, a quien también cité aquí, y que habla en El Alquimista de la “leyenda personal”, que es «aquello que siempre deseaste hacer. Al comienzo de la juventud todo se ve claro y posible, pero a medida que el tiempo va pasando, una misteriosa fuerza impide realizar la leyenda personal». Uno, entonces, puede desear e incluso tener mil vidas, y se da el caso a veces de que alguno llega a tener más de una, que puede vivir simultáneamente: «Me dijeron su nombre, el auténtico, y también algunos de los nombres falsos que había usado a lo largo de su vida secreta»;  pero ordinariamente desempeña el papel que le ha tocado o en el que se ha embutido y disimula el real, como un tal David Gallego, que hace tiempo escribía así de sí mismo en un foro literario: «Resistí el impulso de dar varias vueltas por la puerta giratoria de la entrada, no me fueran a tomar por lo que soy» (recuérdese el antiguo edificio de Correos, en la calle Toledo, con su puerta giratoria de madera antigua, que había que cruzar educadamente, sin caer en la tentación de atravesarla de seguido una o dos veces).

Nos resistimos a envejecer («Ranz, mi padre, me lleva treinta y cinco años, pero nunca ha sido viejo, ni siquiera ahora. Lleva toda una vida aplazando ese estado, dejándolo para más adelante o acaso desentendiéndose de él», escribe Javier Marías), aunque a veces, sobre todo de niños, queramos avanzar en el tiempo y ser pronto mayores («La vida siempre estaba un poco más allá de donde él estuviera», dice Luis Landero), para que luego de mayor haya quien evoque con añoranza los años felices de la infancia: de uno de los personajes de “El amor en los tiempos del cólera”, sabedor de las trampas que encierra ese deseo infanto-juvenil de crecer pronto, García Márquez escribe: «Le habló al alcalde de la conveniencia de comprar el archivo de placas fotográficas para conservar las imágenes de una generación que acaso no volviera a ser feliz fuera de sus retratos».

De todos modos, «¿Qué tal si hablamos de otra cosa? No creo que el mundo vaya a cambiar por lo que podamos decir aquí», escribe Gustavo Martín Garzo.

martes, 12 de mayo de 2009

Fe de erratas


Hace poco comenzaron muy de mañana a llamar a casa. Como no suelo madrugar, atendí de mala gana a mi primer interlocutor, que me expresó compungido su pésame por mi propia muerte. Le seguí la corriente, pensando que se trataba de un bromista, y me hice pasar por un familiar de mí mismo. Improvisé para él las circunstancias inesperadas de mi óbito («ya ves», le dije, «tan joven y sin ningún problema de salud; ahora dentro de poco se iba de viaje a Boston»; «no somos nadie», afirmó él) y, leyéndome en el periódico el lugar y la hora de mi funeral inminente, me pidió que le confirmase que, en efecto, sería en ese sitio y en ese momento que se había anunciado. Colgué afligido el teléfono, me senté en la cama y, enseguida, llamó otro conocido para expresar su pesar por mi pérdida y excusar su presencia en el entierro, pues mi fallecimiento lo había sorprendido fuera de la ciudad. Durante una tercera conversación llamaron al timbre: ya me habían dicho que, actualmente, recibir un telegrama es casi equivalente a recibir el testimonio de una condolencia y, en efecto, abrí al cartero, que me trajo a casa unos cuantos despachos de amigos y conocidos que lamentaban mi pérdida: «Vista esquela en el periódico transmitimos gran pesar STOP Abrazos desde Pontevedra».

Deduje entonces que la noticia había debido de publicarse en algún diario nacional, por lo que me atusé con unas gafas oscuras, y con una peluca de cabello natural y la barba de capitán pirata que me pongo en carnaval, y salí al quiosco. Compré todos los periódicos nacionales y revisé sus secciones necrológicas, hallando la mía en uno de ellos. Equivocada, que yo supiera, porque «pienso, luego existo», dijo Descartes, y o bien yo me encontraba en un momento intermedio en el que mi alma se separaba de mi cuerpo pero pudiendo intervenir todavía en el mundo tangible, o bien los duendes de imprenta habían trastocado mi nombre en la rotativa.

Asistí a mi funeral una hora después, y encontré la iglesia inusualmente llena, incluso para una ceremonia de despedida de alguien que fuera muy conocido, porque estaban allí los allegados del muerto y también los míos. A su término, desfilamos ante el altar, rodeando mi ataúd, y yo también saludé con la cabeza a mis familiares postizos, y anhelé por un momento contar con una familia que me quisiera tanto como al difunto auténtico. Después, a la salida de la iglesia, mis mejores amigos hacían chistes y reían en corrillos. «Era un poco patán», dijo uno de ellos.


(Publicado en El Día)

miércoles, 6 de mayo de 2009

Luarna


 Una vez le oí decir a la hija de Pepe Isbert, ese pequeño gran actor que rezumaba humildad en todos sus papeles, que “la felicidad no consiste en realizar los ideales, sino en idealizar las realidades”. Apunté la frase en un cuaderno que actualizo cuando encuentro una frase que, en el contexto en el que la leo o la escucho, me parece que encierra algún tipo de conocimiento o enseñanza. Tengo frases de grandes escritores, algunas de las cuales he ido dejando caer en estas cincuenta y seis columnas que llevo aquí escritas a fecha de hoy, y tengo otras encontradas en la calle en alguna pared, y otra incluso que hallé escrita a rotulador en el interior de la puerta del cuarto de baño del bar Cripta y Villa, hace muchos años, y que ya es extemporánea porque hacía referencia a la obligatoriedad de la mili y del servicio civil sustitutorio y que, precisamente por este anacronismo, no tendré oportunidad de reproducir en estas páginas porque ya no existe la exigencia de presentarse a cierta edad en la caja de reclutas, ni de pedir prórrogas por estudios u otras circunstancias, ni de hacer ese primer viaje fuera del nido paterno que tan bien nos venía: «Ni civil ni militar, el servicio p’a cagar», había escrito su autor, añadiendo entre la “pe” y la “a” el apóstrofo y todo. 

Volviendo a la frase inicial de la señora o señorita Isbert, ocurre que la actitud de uno es en efecto decisiva para afrontar lo que a uno le va viniendo. Durante años he formado parte del jurado de un certamen literario de relato breve que se organiza en la universidad, y he descubierto con asombro que hay mucha gente que escribe, personas que, como dice Aline Petterson, una escritora mexicana, viven con su creación literaria aventuras en otros mundos además de en el suyo. “Escribir es vivir”, dijo José Luis Sampedro, y así lo creo y, como tanta gente, también escribo yo ocasionalmente, habitando en el mundo de la ficción. No sé si fue Balzac el que lloró cuando, en las últimas páginas de una de sus novelas, describió la muerte de uno de los personajes que le había acompañado durante meses de escritura. 

En la mayoría de los casos, los textos que uno escribe no tienen otro destinatario que los familiares más próximos o los amigos más íntimos, o los anónimos miembros de los jurados literarios, que dejan sin premiar lo que normalmente uno considera que es bueno, aunque luego descubre que lo del premiado es mejor, porque hay gente que escribe muy pero que muy bien. Se escribe, por tanto, con la sapiencia de que se compartirá con poca gente el mundo inventado, aunque siempre existe el deseo de vivir del cuento, de vivir de la escritura. Reconforta, sin embargo, la posibilidad de que un tercero y desconocido te lea, de dejar el texto en un sitio y que venga alguien y lo tome y lo disfrute. 

Ahora, en plena crisis, Antonio Quirós, responsable de una empresa del ramo informático, ha creado Luarna.com, una editorial digital, que vende por Internet narrativa y textos informáticos especializados. A través de un amigo común nos pusimos en contacto; le envié “Fuera de ningún sitio”, una novela que tengo en el cajón (realmente una metáfora del disco duro) y, poco tiempo después, me contestó con un correo electrónico en el que se mostraba encantado de incluirla en su fondo editorial. Alguien, además, le había realizado algunas correcciones, había resaltado alguna frase inacabada y detectado alguna incongruencia (como utilizar el nombre de un personaje cuando en el contexto se hablaba de otro). Ahora parece que, como Umbral, “he venido aquí a hablar de mi libro”, y acaso es así, pero a la mata que salto es a la de las iniciativas sencillas, como ésta, que hacen uso de las nuevas tecnologías para entrar en una línea de negocio y crecimiento no muy explorada, como la edición digital. Luarna no vende libros en papel, sino que envía de inmediato al comprador la obra comprada en un fichero electrónico, que puede ser leída en el ordenador o en otro dispositivo ad hoc, reduciendo los costes de producción y de adquisición, y haciendo frente, con el bajo precio de venta al público, al pirateo y a las copias cuya legalidad hay quien cuestiona. 

Luarna confía, por un lado, en la calidad del producto que ofrece, que pasa un filtro previo de revisión antes de ponerlo a la venta (no es, entonces, una imprenta bajo demanda, como Lulú.com), pero también en la eclosión que ha de llegar de los e-readers, “portalibros” de tecnología de tinta electrónica que aun no se han implantado demasiado en España, pero de los cuales sí se han vendido cientos de miles de unidades en otros países. 

(Publicado en El Día)

jueves, 29 de enero de 2009

DOGMAS DE FE

En el libro “Religión y Ciencia” (que, editado por la Universidad de Castilla-La Mancha, ya cité en una ocasión), el investigador del CSIC Andrés Galera describe, en el capítulo dedicado a Darwin y a su teoría de la evolución, la parábola del relojero: se trata de un individuo que camina por el desierto y se encuentra un reloj (lo imagino de esfera, con una cadena para sacarlo sin perderlo del bolsillo) en funcionamiento, que marca correctamente la hora. El individuo, sin dudarlo, piensa que ese aparato lo ha construido un relojero.

La parábola sirve para ilustrar y defender las hipótesis creacionistas, mediante las cuales los organismos que habitamos en la Tierra, y el propio Universo en el que ésta flota, conforman el reloj que se ha hallado, correspondiendo a Dios el papel del relojero, que de alguna manera nos construyó en su taller entre un lunes y un sábado. La complejidad de las piezas del reloj no es nada comparada con la de nuestro organismo, con sus órganos, músculos y huesos que, a pesar de sus fallos, nos suelen conducir por la vida durante muchos años, avisándonos cuando sentimos sed o hambre o cualquier otra necesidad, o con la de las leyes de gravitación cuyos secretos desentrañó Newton (de quien también, por cierto, habla Carlos Solís, catedrático de la UNED, en el citado libro).

El Génesis y la aventura de Adán y Eva, lo de Caín y Abel y la mujer no nombrada con la que luego alguno de estos dos tuvo que yacer para dar continuidad a la especie, no es, de todos modos, dogma de fe, por lo que uno puede ser perfectamente católico y creer que Dios pulsó un botón que disparó el Big-Bang. Sí lo es, sin embargo, la propagación del pecado original a los descendientes de Adán, que somos todos, la ascensión de la Virgen a los cielos en cuerpo y alma, la existencia del paraíso, el purgatorio y el infierno, y la resurrección de los muertos con sus cuerpos en el último día. Asumo que resucitaremos todos aunque para poco tiempo (“en el último día”, se dice), incluyendo a los romanos que prendieron a Jesús y a los que sucedieron a éstos; también los hombres de Neandertal y los de Cromagnon, y también el eslabón perdido entre el hombre y el mono que terminará (si es que existió y tuvo, al estar a caballo entre animal y humano, algo de nuestra condición) por aparecer en ese momento; asumo que las cenizas de los incinerados saldrán de sus urnas y volarán desde los campos, los jardines y los mares en los que han sido disueltas para reagruparse y adquirir la forma humana que otrora tuvieran; que los miembros amputados hallarán sus cuerpos y se fundirán con ellos, reinstalándose las conexiones nerviosas, musculares y sanguíneas. Nos juntaremos aquí miles de millones de personas, los que estamos ahora vivos y los que nos han precedido, y tal vez ocupemos tanto que tengamos necesidad de ubicarnos en los océanos.

Quizás, en estos años, se levante algún secreto de Estado que desvele la visión de unos cuerpos vagando por el espacio o cómodamente instalados en algún asteroide, un hombre joven con barba y una mujer con túnica, ambos con un halo alrededor de su cabeza.

Al final del todo, el mundo, que Dios creó también dogmáticamente de la nada, será finiquitado por Jesús a su regreso, deshaciéndolo, juntándolo quizás con las partículas de antimateria cuya existencia la Física intuyó, después demostró y finalmente observó mediante grandes telescopios. Cuando una partícula de antimateria se une con otra de su materia correspondiente, las dos se anulan, resultando en una partícula de nada que no deja huella ni rastro. La antimateria, aparentemente menos abundante que la materia de la que estamos hechos, nos aguarda en algún sitio, en un agujero negro, para venir a confirmar el último día que la amenaza del Apocalipsis es cierta.

jueves, 15 de enero de 2009

La búsqueda de la felicidad

De entre los pocos mensajes que acudieron a mi móvil nada más comer las uvas, me llegó uno de un compañero informático: «Que este año encuentres felicidad, salud, amor, dinero, paz y todo lo que necesites. Y lo que no encuentres, búscalo en Google. Feliz Año Nuevo».

La felicidad, probablemente, es un estado de frivolidad en el que uno permanece mientras se encuentra acorazado en algún grado respecto del mundo exterior. La protección de la coraza depende de la sensibilidad con la que cada uno se vea afectado por sus circunstancias personales, familiares, locales, mundiales. Mi coraza ha de ser buena y gruesa, porque me hallo en un momento bueno y feliz, a pesar de los males lejanos que afectan al mundo, y que no pasan solamente por el bombardeo del pueblo palestino, sino también por Sudán, Somalia, Colombia, Afganistán o Irak.

Para cuando me falte, para cuando se ablande y ese escudo que tengo no me proteja, he hecho caso a mi amigo con el fin de prevenirme y he buscado en Google. La primera entrada me dirige a la Wikipedia, la enciclopedia “on line” construida entre tantos, y de la que se ha dicho que da la razón al último que escribe en ella, porque se escribe a mil manos, o a más, unos corrigiendo a otros y otros enmendando a unos, y me dice que “La felicidad es un estado del ánimo resultado de una actividad neural fluida en la que los factores internos y externos interactúan estimulando el sistema límbico”. Creo que le falta alguna coma a esa definición pero, si le hacemos caso, parece que la felicidad es finalmente un puro asunto bioquímico, alcanzable si se consiguen las combinaciones adecuadas de sustancias que tenemos circulando y que nuestros cuerpos metabolizan de manera distinta y particular, segregando o inhibiendo serotonina y otras moléculas que sé y que no digo porque las ignoro.

No busco en Internet la palabra “Amor”, que también me desea mi amigo, porque lo tengo y lo siento y no quiero que me falte, y porque leí hace años el libreto del CD “Física y química”, de Joaquín Sabina, en el cual el cantautor explica que tituló así el disco porque “Severo Ochoa dijo en una entrevista que el amor era física y química”. Es como titularlo “Amor”, el disco, pero más poético, o más técnico, o más biológico, o más animal. Otra vez la importancia del cuerpo, del correcto funcionamiento de nuestro organismo para sentir o no el amor y sentirnos amados. Supongo que, cuando se tiene y se siente, nuestro cerebro actúa acullá, con sus hilos de titiritero, sobre los órganos y glándulas, tálamos e hipotálamos, no sé si también sobre el páncreas y otras estructuras más aproximadas a la casquería, para que generen los ingredientes precisos que conducen al amor.

Si a la tristeza motivada por un agente externo puede curarla el tiempo, y a la que surge de dentro, de un funcionamiento anómalo e inmotivado de nuestro cuerpo, de una mala neurotransmisión, la cura o la alivia la medicina, ¿también habrá un medicamento que nos conceda el amor, que nos haga sentirlo y sentirnos amados aunque no exista en el mundo quien nos corresponda, o es, en este caso, solamente el paso del tiempo el remedio al que podemos recurrir para curar el desamor?

«El examen le reveló que no tenía fiebre, ni dolor en ninguna parte, y lo único concreto que sentía era una necesidad urgente de morir. Le bastó un interrogatorio insidioso, primero a él y después a la madre, para comprobar una vez más que los síntomas del amor son los mismos del cólera». (Gabriel García Márquez, El amor en los tiempos del cólera).

«Felicidad=Ex(M+B+P)/(R+C)». (Eduardo Punset, El viaje a la felicidad).