Una foto aleatoria

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Una frase aleatoria

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viernes, 7 de octubre de 2011

Las incompatibilidades del legislador

Me acuerdo de que iba en el coche con mi madre, hace muchos años. Me llevaba al colegio, supongo, y llevábamos la radio puesta. Era 1984 y el locutor habló algo de la Ley de Incompatibilidades del Personal al Servicio de las Administraciones Públicas.

-¿Qué son las incompatibilidades? -le pregunté.

Y ella, para resumirme, me contestó:

-Que una persona no pueda estar en dos sitios a la vez.

Flipé en el primer momento, claro, porque pensaba que el don de la ubicuidad no necesitaba ley para impedir ejercerlo. Al ratito me explicó con más detalle, y me puso algún ejemplo de algún conocido que tenía dos puestos de trabajo en dos dependencias distintas de la Administración Pública, a los que acudía simultáneamente todos los días en el mismo horario. Y, obvio, me pareció bien que se le prohibiera:

-¿Que Fulanito trabaja en el hospital de tal y cual y a la misma hora está pasando consulta en tal otro sitio?

El legislador, sin embargo, dejó la puerta abierta para que él mismo (el propio legislador) fuese una de las excepciones contempladas en la ley: un diputado nacional puede ser el alcalde de su pueblo, y el alcalde de mi pueblo puede ser diputado regional.

La alcaldesa de Ciudad Real, (al igual que el alcalde que tuvimos antes, que era también senador) compatibiliza desde hace muchos años su edilato (si de líder, liderato, de edil, edilato) con el puesto de diputada en las Cortes Regionales. Creo que ahora renunciará a este puesto para irse a Madrid (irá de número 1 y saldrá elegida seguro: tristemente, la duda electoral en provincias como la nuestra es saber cuál sacará 3 escaños y cuál otro 2: si el PP o el PSOE).

Cobrará dos sueldos, aunque creo que uno de ellos lo cederá al partido. Votará lo que se le imponga desde la disciplina de voto de su grupo parlamentario, y ay de ella cómo se equivoque de botón y pulse el de no cuando era un sí, o a la versavice.

Votará entonces de oídas, sin conocer en profundidad los asuntos que se tratan, porque asumo que se dedicará sobre todo a Ciudad Real y no tendrá tiempo de asistir a las comisiones parlamentarias que discuten las leyes antes de aprobarlas.

Pero así sucede con otros, oyes, no sólo es nuestra alcaldesa ni es sólo su partido: la cito a ella porque la tengo próxima y me parece mal que desempeñe dos cargos. Pero en todas partes cuecen habas.

Admiro a estos hombres y mujeres tan capacitados, mucho más que nosotros, mortales comunes, porque ellos exprimen el tiempo y sacan 40 horas de un día de 24 para dedicar 20 a un cargo y 20 al otro, insomnes, siempre en vigilia. ¡Viva el legislador! Como decían en Amanece que no es poco: ¡Alcalde, eres el munícipe por antonomasia!

viernes, 30 de septiembre de 2011

Quien nos gobierna

El periódico italiano Corriere della Sera ha publicado el texto de una carta que Mario Draghi y Jean-Claude Trichet (gobernadores del Banco de Italia y del Banco Central Europeo) dirigieron a Silvio Berlusconi, primer ministro de Italia.

En ella, los gobernadores reclamaban al gobierno italiano, entre otras medidas, una reforma constitucional para que la gestión del presupuesto fuese más estricta, en línea con la reforma que han aprobado muy recientemente las cámaras españolas a iniciativa del gobierno de "izquierdas" que preside nuestro prócer "socialista" "obrero" "español" Sr. Rodríguez Zapatero, con el apoyo del partido del "centrista" Sr. Rajoy y con la sanción, este pasado martes 27, del Sr. de Borbón y Borbón.

Nuestro presidente dijo que la reforma "va a dar resultados positivos para la confianza, la estabilidad y el futuro de la credibilidad de España", y que "no está previsto" aprobar cambios fiscales para las rentas más altas antes de que se disuelvan las Cámaras (que ya se han disuelto). El artículo que se ha reformado es el 135. Su punto 3 dice así:

Los créditos para satisfacer los intereses y el capital de la deuda pública de las Administraciones se entenderán siempre incluidos en el estado de gastos de sus presupuestos y su pago gozará de prioridad absoluta.

Ojo: prioridad absoluta. Prioridad por encima de todo. Satisfacer y devolver las deudas antes que atender la revalorización de las pensiones, la mejora de la enseñanza, la investigación o la sanidad. Prioridad absoluta: devolver primero al que nos ha prestado aunque nuestros ciudadanos las pasen putas. El mercado primero, el ciudadano después.

Y el mercado es ese tipo, Alessio Rastani, que salió el otro día en una entrevista de la BBC afirmando que lleva tres años soñando con momentos cómo este, de crisis absoluta, y que cada noche se va a la cama esperando que la cosa empeore, porque eso significa que él seguirá ganando pasta y enriqueciéndose. El mercado es también el banco al que se rescata con el dinero del FROB (el Fondo de Reestructuración Ordenada Bancaria, que alimentamos los ciudadanos con nuestros impuestos y con nuestros ahorros): ese banco que toma ese dinero que nosotros le damos para luego comprar deuda del Estado o para prestárnoslo a nosotros a un tipo de interés mayor.

A ese mercado lo dejamos que funcione libre, no sé por qué; pero persigamos al parado que cobra un subsidio y que hace alguna chapuza en sus ratos libres (qué escándalo) para pagar su hipoteca y que no lo eche a la calle el banco que, además de quedarse con su casa, le exigirá que le siga pagando, ya sin hogar, la diferencia entre el valor del inmueble y el capital que le debe. Y cómo se ponen de acuerdo los partidos grandes para votar en contra de la dación en pago, que libraría a este pobre parado de la humillación de seguir pagando una deuda por una casa que no tiene. Y cómo se ponen también de acuerdo para que los bancos puedan imponer un tipo de interés mínimo a los préstamos hipotecarios (Euríbor+0,5, te dicen, pero con un mínimo del 3%).

Se subió el injusto impuesto del IVA, que todos los ciudadanos, independientemente de su nivel de riqueza o pobreza, pagan por igual, y no se hizo lo mismo con el Impuesto sobre la Renta, con el que paga más el que más tiene. Y se deja que las SICAV (sociedades de inversión colectiva) tributen al 1% ("es que entonces se van a otro país", dicen; pues hombre, ¿no tiene la Unión Europea poder suficiente como para hacer una legislación común que suba este porcentaje de gravamen?). Y se dejan sin pagar cientos de miles de facturas que hunden a pequeñas y a medianas empresas, pero que les den.

Igualmente, los billetes de 500 euros, sucia fuente de acumulación de dinero negro, siguen teniendo todo su oscuro valor, en lugar de dar un plazo de, por ejemplo, dos meses, para quitarlos de la circulación y que esos 50.717 millones de euros (8 billones de pesetas) afloren en los bancos y aporten liquidez cuando sus portadores tengan que ir a los bancos a cambiarlos y a declararlos.

Y luego cambian también la Ley Electoral para dificultar a los pequeños partidos su concurrencia a las elecciones: todos los que no obtuvieron representación parlamentaria tienen ahora (así lo votaron el PP, el PSOE, CiU y el PNV) que presentar miles de firmas para poder presentarse a las elecciones "democráticas". Pero una reforma en serio de la Ley Electoral, que haga un reparto más equitativo y justo de los escaños no, que eso exigiría una reforma constitucional y sería mucho lío.

lunes, 26 de septiembre de 2011

El pollo

He cambiado hace poco de teléfono móvil, y todavía no me he pasado al nuevo las canciones que tenía en el viejo y que utilizo, por ejemplo, como sintonía para despertarme: la banda sonora de La Misión, por ejemplo, de Ennio Morricone, que empieza suave y va cargándote las pilas para sacarte de la cama con ánimo, o la de Los Piratas del Caribe, de Hans Zimmer, que te echa del lecho mucho antes que la otra porque crees que alguien te ataca.

Así que llevo unos días despertándome con la melodía por defecto, Rooster Alarm (), que no es sino un molestísimo gallo kikirikando porque acaba de salir el sol. Como no lo soporto, le he cortado el cuello y lo he hecho en la olla con arroz: se sofríe con pimientito, cebollita, un poquito de ajo, un chorro de vino, etcétera.

Pero creo que me ha sentado mal la batería de níquel-cadmio.

domingo, 25 de septiembre de 2011

Una isla de limpieza

Y sí, aunque haya eliminado la mayoría de las pelusas con mi corte de pelo, a veces uno se ve en la obligación de fregar los suelos por la llegada de alguna visita. Anoche venían a cenar a casa los viejos amigos, y por la mañana me decidí a restregar por el salón medio cubo de agua caliente con un chorro de lejía, no fuesen a ver en las baldosas algunas manchas viejas y me fueran a tomar por lo que soy.

Pero el cubo no lo arrojé con fuerza desde la puerta de acceso para que el agua se extendiera por la estancia gracias al propio albedrío que le proporcionase mi empuje, como  sí se arroja en los pueblos manchegos el agua sucia del patio a la calle adoquinada desde la puerta de casa, sino que fui extendiendo su contenido con la fregona bien empapada, mientras el agua limpia se iba oscureciendo con cada remojón del mocho.

Mi salón tiene dos puertas: una que da aquí y otra que da allí, y empecé a fregar por la primera y terminé por la otra, construyendo poco a poco un círculo en el que me quedé encerrado. Tanta agua había que, carente de bañador, no pude abrir la puerta a mis amigos cuando llegaron de noche. Y aquí sigo hoy, de pie, escribiendo y subiendo esta crónica desde el teléfono móvil que, por suerte, aún mantengo en el bolsillo.

viernes, 23 de septiembre de 2011

Lavadoras

Y sí, ya di a entender el otro día que no me gusta limpiar, y que por eso me pelé la cabeza y me la dejé lisica lisica y que así no hay pelusas en casa.
Ahora que se me ha roto la vieja lavadora he comprado dos con secadora incluida. Así, meto la ropa sucia en una y, cuando se llena, le doy a lavar y secar; mientras tanto, voy metiendo la nueva ropa sucia en la otra, que se va llenando, y cojo la ropa limpia de la primera. Al terminar los ciclos de lavado, la ropa ya limpia sale como planchada.

Gráficamente:

martes, 13 de septiembre de 2011

Raparse

He leído que las pelusas se forman siempre a partir de un pelo, normalmente caído en el suelo. Las pelusas crecen a medida que no se las barre: según leo, cuanto más nos movemos más pelusas se forman. Al caminar por casa dejamos caer cabellos sueltos y levantamos polvo, trozos de piel muerta, etcétera, componentes éstos que se adhieren y se pegan entre sí formando pelusas nuevas.

Una pelusa existente atrae más partículas y, a veces, se junta con otras más grandes formando auténticos hámsters.

Desde que me rapé y me convertí en pelado tengo la casa mucho más limpia.

viernes, 1 de julio de 2011

Crónicas uruguayas (V)

El edificio, como decía, es moderno, pero el teléfono antiguo. Descolgué y lo acerqué a la oreja, y así permanecí unos instantes. Del otro lado del auricular, como de un lugar remoto, me llegaba una conversación pretérita, que se oía como una grabación vieja, de fonógrafo o gramófono, palabras almacenadas en un cilindro de cera ya arañado o en un disco de vinilo machacado por el tiempo. A los pocos minutos los hombres se despedían y callaban y, como si alguien le hubiese dado nuevamente al play, el diálogo volvía a repetirse exactamente igual, con las mismas palabras. La tercera vez hice sonar mi voz: interrumpí diciendo ¿Quién habla? Los hombres se callaron un momento, como pendientes de mí, pero retomaron la plática en el mismo punto exacto en que la habían dejado cuando me sintieron unos segundos en silencio. Después seguí escuchando: otra vez la despedida y el fin, otra vez el play, otra vez ellos y, en esa nueva audición, yo preguntando Quién habla.
A veces regreso al teléfono y descuelgo. Ellos siguen hablando lo mismo y del mismo asunto, y yo vuelvo a meter baza ocasionalmente: callan de nuevo, esperan mi mudez y entonces continúan. Así, mis cortas intervenciones de dos mil once van incorporándose a esa grabación de mitad del siglo pasado.

Crónicas uruguayas (IV)

El edificio es moderno pero el ascensor, como el portero, tiene aspecto de antiguo: a la cabina se accede mediante dos puertas, una que da al rellano y que es la primera que debe abrirse para pasar el interior, y otra corrediza, como una reja, que debe abrirse a continuación. Entonces uno, ya desde dentro, las cierra en el mismo orden: primero la exterior y después la interior. Luego ya aprieta el botón y se va al bajo, o al quinto, o a la altura que desee. Para salir se hace al revés: se abre primero la de dentro y después la de fuera. Si no, puede sucederte que te quedes ahí eternamente.

martes, 21 de junio de 2011

Si yo soy yo

Así comienza Si yo soy yo

Cuando Bruno entró al servicio ocupando el urinario de al lado y se sacó la cola, me llegó un olor intenso a pescado que me hizo volver la cabeza. Aguardó unos instantes en silencio, sin duda esperando la concentración adecuada para que le saliera el chorro, y entonces, con éste ya manando sin solución de continuidad, comenzó a hablarme sin mirarme a la cara pero con la cabeza inclinada, como dirigiendo su reojo a donde yo tenía las manos, para valorar el tamaño de mi instrumento y compararlo con el suyo. Pero éramos hermanos, y la herencia nos había dotado con parecidas dimensiones.
—¿Te has dejado la barba? —me preguntó.
—¿Qué haces aquí? Te dije que no vinieras.
—No te preocupes —contestó—, que no voy a molestarte ni a aguarte la fiesta. ¿Te han dado el dinero?
—Un cheque, esta mañana —le dije—. Tan pronto como regrese te hago una transferencia a donde me digas.
Se soltó de una mano y se la llevó al bolsillo. El chorro le osciló hacia los alrededores del pedazo de naftalina que ocupaba el desagüe, y al que se supone que debíamos apuntar. Extrajo un pedazo del recibo de un banco, del que había recortado el número de cuenta.
—Me lo ingresas aquí. —Me entregó el papelito y, sin posarle yo los ojos, lo guardé directamente en mi chaqueta. Me di dos sacudidas y, limpio, me cerré la bragueta.
—No quiero que te vean conmigo —le dije. Los muchos años sin verlo mantenían en mi memoria la imagen del joven que marchó de casa: parecido a mí, decían, aunque ni siquiera en las fotos de la niñez, ya antiguas y ajenas, llegué yo nunca a advertir la semejanza. Pero el tiempo había pasado para los dos, y la edad había comenzado a señalarnos la cara con los mismos surcos, que ahora sí vi idénticos, a ensancharnos la nariz de la misma forma y a despoblarnos la frente con idénticas entradas. Me sorprendí cuando lo vi a mi lado, como si su visión fuera un reflejo autónomo de mi propia imagen, porque orinaba cuando yo no lo hacía y miraba hacia abajo cuando yo lo hacía hacia arriba—. Voy a salir afuera y me voy a despedir. Enciérrate en uno de estos retretes —le señalé— y espérate media hora hasta que yo me haya ido. Te lo pido por favor.
Me lavé las manos y salí del aseo, cerrando con cuidado la puerta. Braulia me esperaba en un corro con el editor y otra gente.
—Nos vamos a ir —le dije—, que estoy cansado.
Nos despedimos de nuestros anfitriones, agradecimos la atención con que nos habían tratado y subimos a la habitación que la editorial nos había reservado. Mi mujer estaba algo afectada por las copas de vino y cava. Se me abrazó en el ascensor y me empujó hasta el fondo, elevando su rodilla por entre mis piernas para hacerme presión. El botones subía con nosotros mirando la puerta, con las dos manos juntas detrás de su espalda. Daría sin duda el cordón dorado que colgaba de su hombrera por mirar hacia atrás, o por tener delante el espejo en el que Braulia se observaba su propia cara lasciva.
—Si no te quitas la barba vas a pincharme —me susurró mi esposa mientras me comía el oído.
En la cabina se oía solamente el sonido débil del motor y esos dos ruidos que periódicamente suenan en los ascensores al cruzar entre cada dos alturas, como incrementando el contador que los hace detenerse al llegar al destino. Por un lado, no quería que el botones pudiera dudar de mi hombría, y que luego le relatase a sus compañeros la escasa respuesta de la líbido del galardonado escritor ante el ataque de su esposa; por otro, me avergonzaba el tener que defenderme de ella ante ese espectador de piedra aparente pero de carne tan auténtica como la mía. La abracé y le rogué que callara, que guardara la compostura hasta llegar a la suite. Braulia no me hizo caso, pero el ascensor, más determinista que mi esposa, no tuvo otro remedio que detener sus motores. El botones aguardó a que se abrieran las puertas. Entonces, se giró y nos cedió el paso. Lo abandonamos como dos personas decentes y entramos en la habitación.
—¿Pedimos champán? —me preguntó Braulia.
—No, me duele la cabeza —le dije.
La inesperada aparición de Bruno en el cuarto de baño vino a turbar mi paz y a recordarme los pies de barro de la vanidad que llevaba disfrutando desde hacía unas horas. No quería cuentas con nadie: me apetecía acostarme con la luz apagada y hacer que dormía. Yo me quité la corbata, ella se aflojó el vestido, yo el cinturón sin revólver, ella también su corpiño y, de esta guisa, Braulia se vino a mí. Me besó por el cuello, y me daba mordisquitos en la barba, tirando de ella como para arrancármela.
—No me hagas eso —le dije—. Si me la quito ahora igual mañana no se me adhiere bien a la piel, y podemos encontrarnos con alguien que nos reconozca.
Nos metimos en la cama y apagamos las luces. Me tumbé sobre un costado para darle la espalda, mirando al exterior. Me habría gustado completarle a mi mujer la historia fragmentada que durante estos años le había elaborado acerca de mi pasado. Pero ya era tarde para revelarle el secreto que le había venido ocultando y preferí callar y dejarme hacer, abandonándome a las caricias que empezó a proporcionarme desde atrás, y que me liberaron por un momento de los pensamientos enfrentados que me invitaban a incumplir con el deber conyugal.
Hace cinco años de este episodio, y casi tres del accidente que costó la vida a Bruno, y lo cierto es que me pesa en la conciencia el escaso o nulo dolor que me causó su pérdida. Quiero decir que me habría gustado quererlo más, o haberlo simplemente querido, para haber podido llorarlo en el día en que murió.
Mi hermano fue siempre más atrevido y más bravo, más soñador, más creativo, con más inquietud por saber y por ir, por conocer, por escuchar, y era más inconformista, en el sentido de que la vida rutinaria y cómoda, de la cual podíamos disfrutar en nuestro buen hogar, nunca fue de su agrado, y siempre tuvo los ojos y el espíritu en un más allá de tiempo o espacio, con una sana rebeldía envidiable que le hacía exprimir al máximo cada gota del jugo de la vida.
Estas diferencias en nuestros caracteres eran palpables y evidentes, a pesar de que mis padres nos habían dado a los dos dosis de amor y atención de exactamente la misma intensidad.
Mi padre era catedrático de Filosofía en un instituto de un pueblo cercano, al que iba y venía diariamente desde antes que yo tuviera uso de de razón. El carácter de mi padre era también más alocado que el de mi madre, una mujer más cauta y medida, más centrada, que le servía de contrapunto y que lo equilibraba. Yo creo que se querían mucho. Mi padre nos enseñaba saberes extraños y ya caducos, como fórmulas alquímicas que poníamos en práctica en nuestro garaje, o nos enseñaba grabados y mapas antiguos, como los de una isla llamada Bermeja, en el Golfo de México, cuya existencia se ha documentado en los siglos XVI a XIX y que podría modificar las fronteras marítimas entre México y los Estados Unidos, pero que, hoy, ni cartógrafos ni geógrafos son capaces de localizar.

Sigue en http://www.lulu.com/product/ebook/si-yo-soy-yo/16110109

martes, 24 de mayo de 2011

Profesionales

Hay un consenso importante respecto de la escasa diferencia en política económica de los dos partidos españoles más importantes. Como en el resto de países de nuestro entorno, ambos se humillan ante los "mercados" y pasan a hacer lo que éstos ordenen: que si bajar los sueldos, que si congelar las pensiones, que si darles pasta a la banca, que si privatizar, que si recortar, que si tal, que si cual.

La victoria aplastante del pepé respecto del pesoe puede tener su causa, precisamente, en la profesionalidad que los ciudadanos esperan de los gobernantes: "Ya que nos van a gobernar con política de derechas", pensarán, "que lo hagan profesionales".

Y así nos luce el pelo.

lunes, 16 de mayo de 2011

Qué bien habla este hombre

En la canción Como te digo una “co”, te digo la “o”, Joaquín Sabina reproduce la larguísima parrafada que una mujer le suelta a otra. En un momento, la primera le dice a la segunda, naturalmente en verso: «Y resulta que un día, todavía no me explico yo a santo de qué, mi cuñada Irene viene y me regala lo de Antonio Gala. Hija mía, me pongo a leer y, oye, qué poesías: si sabe de una cosas que ni una sabe que sabía. Y con ese estilo, y con esa lengua, y con esa pluma».
En la misma canción, de 2005, el poeta y cantante habla de la crisis, de Felipe, de Aznar («el del bigote») y de Julio Anguita («el Califa»), a quien llama «honrao», «trabajador» y «pico de oro». Y es cierto. En un discurso en 1999, pero que podría haber sido pronunciado hoy mismo, Anguita dice: «En la España de 1999, en la Europa de 1999 […], como en otras ocasiones de la historia, las sociedades han tenido que escoger un camino u otro: o seguir en la resignación o plantar cara: la rebeldía. La resignación es un producto que, como cualquier droga, duerme a la gente. […] La resignación es hija de ese discurso totalizador cual si fuese una nueva religión: “No hay más verdad que la competitividad; no hay más santos ni más poderes que los mercados; la economía tiene que crecer constantemente […]. Competitividad, crecimiento sostenido y los mercados”: eso es lo único que importa. Su poder no puede ser contestado».
Hace ahora un año, en un vídeo que puede verse, como el del texto que he citado en el párrafo anterior, en youtube, Anguita estuvo en el programa 59 segundos. Comienza recordando a Hans Tiet Meyer, que fue presidente del Bundesbank (el banco central alemán), y que dijo que «Los Estados tienen que acostumbrarse a someterse a los dictados de los mercados». Anguita, entonces, diserta sobre el origen de las decisiones que toman los políticos para salir de la crisis, que son exactamente las que dicen los mercados, y razona entonces sobre la falta de democracia real, porque «¿Quién elige a los mercados, a los bancos, a las agencias de rating, a los fondos de inversión? Está en riesgo el sistema democrático» y habla de la claudicación del poder político ante los mercados. En ese programa, Don Julio saca un ejemplar de la Constitución que lleva en el bolsillo: «¿Es que resulta que nos tenemos que tragar la Constitución solamente porque hay que obedecer que hay un rey? ¿Para qué sirven los artículos? […] ¿Es papel mojado?».
Habla de subir los impuestos a quien tiene el dinero, a las SICAV que tributan al 1% (a este respecto, la ministra de Economía dijo que no se le podían subir los impuestos a estas entidades porque entonces moverían su capital a otros países de Europa; pero recuerdo también que, cuando las últimas elecciones europeas, se nos dijo a los ciudadanos que el 60% de las decisiones importantes que afectaban a España venían, precisamente, de la Unión Europea. ¿Entonces?). En programas anteriores, Anguita habla de la concentración de las cajas de ahorro, que quedarán finalmente en 4 o 5 hasta que acaben en manos de la Banca.
El Estado auxilia a la Banca «inyectándole liquidez» (dándole dinero barato); luego, el Estado emite deuda pública para financiarse y los mercados (de los cuales forma parte la Banca) presionan para que suba el interés que el Estado debe pagar por ese dinero que recibe prestado. Pero es la Banca quien compra esa deuda con el propio capital que le ha prestado el Estado. Mientras, los dos principales partidos del Congreso («principales» por el número de escaños que les otorga la injustísima Ley Electoral que tenemos en España), junto a algunos partidos nacionalistas (que apoyan o se oponen a la política del Gobierno en función de, por ejemplo, qué diga el Tribunal Constitucional sobre la formación vasca Bildu), rechazan que la vivienda salde la deuda hipotecaria con la Banca.
En palabras del presidente del Gobierno socialista (si Pablo Iglesias levantara la cabeza), que me recuerdan a ese sometimiento a los mercados que citaba Anguita, «Toda la gente tiene su dinero en los bancos, y parece razonable que intentemos preservar la fortaleza y la solvencia de los bancos porque es tanto como preservar la solvencia y los ahorros de la inmensa mayoría de los ciudadanos».
Mientras, en el primer trimestre de este 2011, el Santander, el BBVA, el Banco Popular, la Caixa y el BFA (el nuevo banco en el que participan Caja Madrid y Bancaja: ¿tiene esto algo que ver con esa concentración de cajas de ahorro que quedarán en ma-nos de la Banca, que también mencionaba Anguita?) han obtenido un beneficio neto de 3.950 millones de euros.
¿Qué propuestas nos hacen entonces los políticos que, tristemente, tienen opción de gobernarnos? Del autodenominado «socialismo obrero» (que ignoro por qué se sigue llamando así) más o menos lo sabemos y que no sé si se resumen en estar a verlas venir; del también autollamado «popular», según palabras textuales de Rajoy: en «tomar las decisiones que generen confianza» (29 de abril), «en crear empleo, […] devolver la ilusión y la confianza» (4 de mayo), «un plan conocido que dé certidumbre, que la gente entienda y que fije objetivos y rumbo» (10 de mayo). Me asombra la lucidez y claridad con que el preclaro líder de la oposición explica sus ideas a todos los españoles. Me asombra tanto como cuando Jordi Sevilla le dijo a Zapatero (en una conversación que grabaron unos micrófonos accidentalmente abiertos) que lo que éste necesitaba saber de Economía para ser presidente del Gobierno se lo podía enseñar él «en dos tardes».

lunes, 9 de mayo de 2011

El algoritmo del avestruz

De mis años en la Facultad de Computación recuerdo las clases de Sistemas Operativos. Nos explicaba el profesor los modos que tienen las computadoras para gestionar el multiproceso: el usuario ejecuta un programa y luego abre otro, y la máquina tiene que ponerse pendiente de los dos, dedicando un poco de atención a cada uno, como a dos hijos de edad parecida a los que hay que tratar con la debida equidad.

El sistema le dedica un poco de tiempo a cada proceso, lo que se llama el quantum. Transcurrido éste, le deja de prestar atención y se pone con el otro, continuando así con todos los programas que, en un momento dado, se encuentren abiertos. Cada programa ocupa un fragmento de memoria y, dependiendo de la cantidad de ésta que tengamos, podremos poner más o menos programas a funcionar simultáneamente.

En vida pretendía tratar así a mis tres hijos: cuando mi mujer se ausentaba y me quedaba con ellos, le dedicaba a cada uno un momento de igual duración: tres segundos a Carlos, otros tres a María, tres más a Lucas. Cuando el sistema cambia de proceso se produce lo que se llama un cambio de contexto: se expulsa al proceso activo del procesador y se pone al siguiente, y debe almacenarse el estado del proceso que sale para poder restaurarlo cuando vuelva al primer plano. También actuaba yo así: agitando el sonajero de Carlos durante su quantum, continuando después la lectura del cuento de la niña en donde lo había dejado o moviendo una ficha en el juego de damas si es que Lucas ya había avanzado la suya.

Esta es la forma de trabajo que los informáticos llaman por turno rotatorio, en donde se establece una especie de lista circular, en la que no hay proceso ni primero ni último, y si llega uno nuevo se le abre un hueco y se lo enlaza como corresponda con el anterior y el siguiente. Yo, a mis tres hijos, también los quiero igual.

Leí el Duérmete niño al poco de nacer el mayor, porque nos daba unas noches muy malas, llorando cada poco y dificultando y hasta poniendo en peligro la vida conyugal. Seguí las lecciones al pie de la letra: cuando comenzaba a llorar y nos despertaba, Cristina y yo mascullábamos algo y nos quedábamos incorporados en la cama durante un rato, sin hacer nada, dejándole llorar, y pasábamos a atenderlo transcurrido un momento. Esto es lo que se conoce como ejecutar primero una no operación y luego un proceso activo. En la no operación se le dice al procesador que no haga nada, y lo hace (o no lo hace, según el modo en que construyamos la frase); pero hay que decírselo explícitamente, porque en otro caso trabaja en algo, aunque no sepamos en qué.

La estrategia nos dio buen resultado con los siguientes vástagos y, así, nuestros espacios de no operación durante la noche fueron ya prolongados y reconstituyentes.

Tuvimos a los tres bastante seguidos, porque queríamos seguir siendo jóvenes cuando ellos comenzasen a adolescer, y poder dejarlos solos para hacer escapadas de fin de semana a algún lugar, perdido o bullicioso, pero que nos sirviera de reencuentro, o bien reencontrarnos en nuestra propia casa cuando ellos salieran. Mientras yo trabajaba en la consultoría, a Cristina la llamaron de un bolsa de trabajo para el hospital. Al principio hacía sustituciones, pues siempre hay una enfermera de baja, u otro azar que hay que cubrir, pero con estos pequeños servicios le fueron sumando puntos y le ofrecieron un contrato con más estabilidad. El dinero nos venía muy bien y yo, al fin y al cabo, podía hacer menos horas en el despacho y quedarme con los niños.

Cristina tenía turnos en su empleo, aunque no rotatorios, sino más bien aleatorios, pues lo mismo hacía tres mañanas seguidas que empalmaba una tarde y una noche para luego librar dos jornadas seguidas. A veces sonaba el teléfono a cualquier hora, y tenía que ausentarse para echar una mano si se había producido un accidente grave o los convidados a una boda se habían intoxicado con alguna salsa.

Así trataba a veces yo también a mis hijos, aumentándoles o disminuyéndoles el quantum según la prioridad, el volumen del llanto o lo sucio del pañal, o saltándome a alguno en el democrático algoritmo del turno rotatorio. Hay otras estrategias de aun menos justicia: en ciertos sistemas antiguos los procesos llegaban y se ponían a una cola, y se iban sirviendo en el orden de llegada. Los procesos debían esperar a que terminaran los otros para que les tocara el turno, momento que aprovechaba el recién aprehendido para ser computado y finalizado utilizando la capacidad completa del procesador. Entonces, al terminar, el sistema lo saca de memoria, toma el siguiente proceso y se olvida por completo de aquellos a los que ha servido. Esta planificación todavía se utiliza en procesos nocturnos: hazme una copia de seguridad de estos datos, y luego de aquellos, y después le pides a cada cajero automático que ejecute tal programa de chequeo.

Según explica Tanenbaum en su libro sobre Sistemas Operativos, un conjunto de procesos se interbloquean cuando cada uno de ellos espera un suceso que sólo otro proceso del conjunto puede producir, pero que a su vez necesita de la ocurrencia de otro suceso que también produce otro proceso del conjunto. Bajo estas condiciones, los procesos interbloqueados se quedan en una espera indefinida, aguardando a que el uno le diga algo al otro y a que el otro le diga algo al uno. Una tarde me presenté en casa con un paquete de indios de plástico, que incluían al gran jefe con las piernas preparadas para montar a caballo, un fiero guerrero que portaba un fusil obtenido quizás de algún rostro pálido y una tienda cónica en la que guarecerse de noche. Los niños obviaron a los demás muñecos y tomaron estas tres cosas, cada uno una. Para continuar su inescrutable juego necesitaban de lo que tenían los otros dos, y comenzó así una pelea y un tira y afloja que aún podría seguir. Una de las soluciones de las que informa Tanenbaum para resolver el interbloqueo es “Desentenderse completamente del problema”, y así lo hice. Mi profesor también lo llamaba el “Algoritmo del avestruz”, que esconde la cabeza para no ver al predador que viene a comerlo. “Ojos que no ven, corazón que no siente”, también le dicen.
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Mis hijos ya son felizmente adultos y mantienen entre ellos una estrecha relación, y me han dado nietos a los que, sin embargo, no puedo tocar porque fallecí hace unos años. Así que los observo a ellos y a las almas que por aquí vagan, y a veces paso los ratos de esta eternidad que acabo de empezar fijándome en Dios, que nos hizo a su imagen y semejanza y al que nosotros tratamos de alcanzar, unas veces elevando hacia el Cielo una Torre de Babel que nos convirtió en políglotas, y otras veces construyendo máquinas capaces de dedicar la atención a procesos múltiples, como Él, que atiende los rezos de todos sus feligreses.

Dios atiende las plegarias y los ruegos por turno rotatorio, dedicando a cada uno un pequeño quantum. A mi muerte, Cristina encargó una misa por mi eterno descanso, y vi que a Dios le llegaba ésta a la vez que otras, provenientes simultáneamente de otras partes del país o del mundo. Mientras Dios escucha la petición de uno, el resto del mundo se detiene durante ese instante, de tan corta duración que se hace imperceptible. Luego, le pasa el testigo al siguiente y le escucha sus palabras. El multiproceso, en este caso, es impresionante, porque las oraciones le llegan por millones desde todos los confines, unas con la preocupación de un familiar que no sana, otras rogando por el alma de un difunto que se acaba de ir o cuyo aniversario se cumple, otras por la paz del mundo y el fin de las guerras. Así, los diferentes fragmentos que componen cada ruego son almacenados cada uno en una celda de una gran matriz, igual que se guardan los procesos suspendidos en un ordenador. De vez en cuando, Dios inicia un proceso nocturno que detiene los giros de la Tierra y pone al universo en hibernación sin que nos demos cuenta, y con él detiene la llegada de rezos y ruegos. A las letras y a las palabras que los componen, que en el proceso diurno se las ve ascender con un lento movimiento espiral desde aquellos puntos de la Tierra desde los que han sido lanzados, se las ve detenidas, y se perciben desde la lejanía como miles de linternas en calma que apuntaran hacia el Cielo. En este momento de pausa, Dios recupera de la matriz las plegarias que han ido llegando y que se encuentran completas, las une y las entiende y va Él a actuar con sus hilos de titiritero en aquellos lugares en los que se le ha pedido. Pero para este momento muchas veces es tarde, porque al proceso diurno le dedica más tiempo, y al ir a resolver los asuntos pendientes el paciente se ha muerto, el finado ya ha sido juzgado y categorizado en el Juicio Final y llevado a destino, o las bombas han alcanzado las zonas civiles.

Tengo que acercarme a Él y explicarle mis lecciones de los cambios de contexto, de la expulsión de procesos, de planificar recursos, que en la computadora garantizan la compleción del cálculo de que se trate y que, aplicado a la educación de mis hijos, les ofreció a todos ellos un trato semejante.

El otro día franqueé la legión de doce mil arcángeles que rodea su trono y comencé a hablarle; pero la lección es larga y el quantum que me dedica demasiado breve. A pesar del masivo paralelismo con el que trata los miles de peticiones que le llegan en cada segundo, no he visto que se le produzcan interbloqueos, ni siquiera cuando los entrenadores del Boca y del River le pidieron a la vez, y con idénticas intensidad y fe, la victoria para su equipo en un derby decisivo, que resolvió en empate. Desde aquí, sin embargo, observo mi planeta y me da a veces la impresión de que nos está dejando como yo a mis hijos con los guerreros indios, desentendiéndose completamente del problema.

lunes, 25 de abril de 2011

Café soluble

Siempre he renegado del café soluble. Al inicio de este último puente, sin embargo, me quedé sin el café de cafetera que tomo habitualmente y tuve que echar mano del bote de café soluble que tengo en la cocina para ofrecer a las visitas. Calenté el agua, le eché una cucharada y media de café, dos piedras de sacarina en vez de azúcar y me senté en el sofá con el libro. Y, oye, me pareció rico y le he cogido el gusto. No está tan malo como pensaba, o tan malo como recordaba: quizás es que antes me echaba demasiado; quizás la sacarina lo endulza de otro modo que me lo hace más agradable; quizás es que he perdido el paladar, que todo puede ser.

A la mañana siguiente me levanté con dolor de espalda, aquí en las lumbares. Cada cuatro o cinco meses, sin razón aparente, me aprieta un viaje que me dobla y apenas puedo arrastrarme hasta el armario de las pastillas para echarme a la boca un gramo de paracetamol con un trago de agua. El principio activo hace su efecto y al rato me alivia bastante. Pero puedo seguir quejándome y continuar diciendo que me duele, y seguir apreciando alguna mínima molestia y recrearme en ella, y estar así durante todo el día. Si me sigo fijando, la espalda continuará doliéndome y la sufriré más. Puedo pedir cita con el médico de cabecera e insistirle para que me dé un volante para el especialista, y que éste me mande un TAC o una resonancia; volver al hospital a los quince días para hacerme esta prueba diagnóstica, regresar después con los resultados al mismo doctor que me la mandó. Quizás para entonces el dolor haya desaparecido, pero puedo seguir observándome, reconocer la zona sin mirarla y continuar quejándome del achaque.

Si el dolor no es muy intenso puedo aguantarlo; si fue intenso pero se fue aliviando, o si es muscular y educo a mi cuerpo tomando otra postura, entonces es posible que lo soporte bien y que con el tiempo y el ensayo desaparezca: la actitud puede ser importante.

Llevamos con la crisis desde 2008, tres años ya, y la conversación acerca de lo mal que está todo empieza a resultar cansina. Podemos cambiar de actitud y, no sé, negar la evidencia y decir que la cosa se está recuperando, que conocemos a uno que llevaba un tiempo en paro pero que ya ha encontrado trabajo (yo sé de uno, lo juro), que la situación despunta, que se ve gente en los bares y en las terrazas, que parece que volvemos a gastarnos dinero. Quizá con una actitud proactiva nos animamos un poco y nos lo creemos y comenzamos a mirar el futuro próximo con otros ojos. El Nescafé, de verdad, tiene su aquél.

lunes, 11 de abril de 2011

El olor en los tiempos del cólera

Leo, en el blog de El Barojiano, que «Benito Pérez Galdós pretendía y lograba tanta realidad, verosimilitud y madrileñismo en sus novelas, que Valle Inclán ironizó sobre el logro diciendo que hasta “olían a cocido”». Desafortunadamente, no he leído nunca nada de él (salvo, hace mucho tiempo, su discurso de ingreso a la Real Academia Española), aunque una vez me lo encontré por una calle de Madrid y, gracias a los viejos billetes de mil pesetas, lo reconocí y, muy amablemente, me firmó un autógrafo en el hueco blanco del papel-moneda que llevaba su retrato.

Llevo ya unas semanas terminando Cien años de soledad (aunque no me pasa con éste, hay veces en que uno empieza un libro con ilusión y le llega un momento en que desea que se acabe pronto para quitárselo de encima), de Gabriel García Márquez. Cien años de soledad no huele a cocido; sus páginas, sin embargo, rebosan párrafos de aromas y olores, tan densos y reales algunos que incluso el papel parece estar mojado por las sustancias aromáticas, y creo que es por ello por lo que tuve que poner un ambientador de albahaca en la estantería del salón y por lo que, incluso en pleno invierno, he tenido que dormir algunas noches con la ventana del dormitorio abierta: porque, dependiendo del fragmento que lea o de dónde coloque el marcapáginas esa noche, puedo encontrarme con «el olor del demonio» cuando Melquíades rompe accidentalmente un frasco de bicloruro de mercurio; con los «pulmones agobiados por un sofocante olor a sangre»; con «el confuso aliento de estiércol y sándalo que exhalaba la muchedumbre»; con el «olor a chamusquina» que la bisabuela de Úrsula adquirió para siempre cuando se sentó en un fogón encendido y que, además, le impidió volver a caminar en público; con el «olor de humo» que desprendían las axilas de Pilar y que excitaba a José Arcadio hasta el punto de que, siguiendo con su nariz el rastro de la hembra, fue a buscarla a su casa una noche con el deseo de encontrarla, si es que «el olor no hubiera estado en toda la casa»; con el olor a «flores muertas» de unas cuantas mujeres que vivían y trabajaban en la tienda de Catarino, o con el de Remedios Moscote, «olorosa a animal crudo y a ropa recién planchada».

Puedo no poder más y quedarme dormido al llegar al «cuchitril oloroso a telaraña alcanforada», o con los silbidos de José Arcadio, que exhalaban «un vapor pestilente», o al pasear por las calles con el aire denso por el «penetrante olor a pólvora» de su cadáver a pesar de que el cuerpo fue lavado y frotado tres veces con jabón y estropajo, sal y vinagre, ceniza y limón, metido en un tonel de lejía durante seis horas, encerrado herméticamente en un ataúd especial que se reforzó por dentro con planchas de hierro y pernos de acero, «y aun así se percibía el olor en las calles por donde pasó el entierro». El olor del muerto impregnó también el cementerio hasta muchos años después, hasta que los ingenieros de la compañía bananera recubrieron la sepultura con una coraza de hormigón.

Puedo dormirme en la página en la que huele a «tufo de hongos tiernos» o a «tufo de la sangre seca», o al contemplar cómo regresa Aureliano a casa, «sucio de sudor y polvos, oloroso a rebaños». Es entonces cuando, si me he dormido con el libro abierto, debo cerrarlo y levantarme a abrir la ventana para que entre el aire, y no cuando me encuentro con el «olor a espliego» que siempre precede a Pietro Crespi, ni cuando olfateo el de Remedios, la bella, cuyo olor «seguía torturando a los hombres más allá de la muerte», porque esta atractivísima joven «no exhalaba un aliento de amor, sino un flujo mortal».

lunes, 4 de abril de 2011

¿Está Carmen?

"Sonó entonces el teléfono: era un modelo antiguo,
negro y muy anguloso, de aspecto funeral. Parecía
únicamente concebido
para transmitir desgracias".
(Antonio Muñoz Molina,
en "El invierno en Lisboa").
Hace unos años solían llamar a mi casa por teléfono. Preguntaban por una mujer que se llamaba igual que mi hermana:

—¿Está Carmen?

La primera vez, como ella no estaba, dije que no y que llamase más tarde, sobre la hora en que llegaba a casa. Volvió a llamar a la hora acordada, se la pasé y tuvieron un breve diálogo de besugos hasta que ambas descubrieron que la mía no era la Carmen que la otra esperaba.

Pocos días después, el teléfono sonó de nuevo. Era una persona distinta que preguntaba por ella. Le dije más o menos lo mismo, que llamase después, y también más tarde se dieron cuenta a los pocos segundos de que no era por ella por quien se preguntaba.
Y al día siguiente, lo mismo:

—Pero ¿por qué Carmen pregunta?
—Por Carmen Díez Macías-Tapiador.
—Ah, no, se ha equivocado, aquí vive Carmen, pero es otra Carmen.

La cosa quedó así. Anoté mentalmente, o acaso en un papel, el nombre de esta mujer anónima o desconocida: Carmen Díez Macías-Tapiador.

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Pasó el fin de semana con tranquilidad. Por rellenar un poco de espacio, diré que resplandecía a la sazón una bella primavera con sus flores rojas y moradas y sus pajarillos trinando y también la puta alergia con sus putas gramíneas, y etcétera, etcétera. El lunes yo estaba en casa y sonó el teléfono:

—Buenos días, ¿está Carmen?
—¿Qué Carmen? ¿Carmen Díez Macías-Tapiador?
—Sí, sí, esa.
—No, se ha equivocado. Esa Carmen no vive aquí.

Y, aunque no siempre era la misma persona la que llamaba, no volvieron a preguntar por ella.

lunes, 14 de marzo de 2011

Cuando no se tiene nada que decir

La otra noche escuché en la radio hablar de John Cage, un músico cuya obra más famosa se llama Four minutes, thirty-three seconds (Cuatro minutos, treinta y tres segundos) debido a que su título da nombre a su duración, y a que su contenido se limita a cuatro minutos y treinta tres segundos de silencio. Al parecer, en su partitura se indica únicamente la palabra «Tacet», que parece ser que en lenguaje musical representa algo así como silencio: el intérprete no debe pulsar la cuerda, el platillo, soplar ni pulsar las teclas de su instrumento. (Confieso que a mí, que aporreo la guitarra de vez en cuando, no se me da mal la ejecución de esta obra, ni siquiera con violonchelo).

Hablaban de este compositor, fallecido en 1992, porque parece ser que sus herederos interpusieron una demanda por plagio contra el grupo The Planets, que en su disco Classical Graffitti incluyen un tema, de un minuto de duración, titulado A one minute silence (Silencio de un minuto o Un minuto de silencio, no sé), que tiene una duración de 59 segundos. Según veo en algún blog, la familia de Cage y The Planets llegaron a un acuerdo extrajudicial, por el que los segundos pagaron a los primeros alguna cantidad, como reconociendo su culpa. Mike Batt, el compositor de ese minuto, aclaró que, no obstante, su pieza era mucho mejor que la de John Cage, pues decía en 59 segundos lo que al otro le requerían 273.

Hace también unas semanas que Sheridan Simove, un escritor británico, ha publicado el libro What every man thinks about apart from sex (En qué piensa cualquier hombre además de en sexo), que se ha convertido en un éxito de ventas. Contiene 200 páginas en blanco, como diciendo, injustamente, que los varones sólo piensan en lo único.

Para esta semana tenía poco que escribir (se puede hablar de política, pero resulta cada día más aburrida: tengo por ahí una frase apuntada de un libro de Herrero de Miñón: cuenta que, siendo él y Tierno Galván diputados, éste le preguntó: «¿Cuándo abandona usted todo esto, Herrero? Quiero decir, ¿qué hace usted con gente como la de su partido?». Herrero se quedó callado y Tierno Galván se volvió y miró a su bancada; entonces, le dijo: «Aunque, con razón, dirá usted que qué hago yo entre esta rehala». Salvo excepciones, la situación no ha cambiado mucho en estos treinta y tantos años) y pensaba decirles a los de El Día que había fallado el correo electrónico y que este texto había sido enviado pero no les había llegado, o haber enviado simplemente un folio en blanco para pedirles que lo ubicaran en el espacio y con las dimensiones que habitualmente se me asignan. Pero no quiero que venga Simove y me demande por plagio.

lunes, 7 de marzo de 2011

Mis traducciones (II)

Como ya conté una vez, hago a veces traducciones de libros del español a los idiomas que me plazca, y de los idiomas que me plazca al español, porque todo lo que escribo que no es mío me lo invento y la gente no se da cuenta.
A veces también me llaman de los juzgados para que traduzca e interprete a detenidos extranjeros que no hablan nuestro idioma, y yo acudo a prestar ese servicio a la justicia por un precio que es demasiado módico y que yo, aprovechando el desconocimiento de la lengua materna del equipo judicial, a veces negocio con los acusados: cuando son dos los presuntos delincuentes, elijo al que me da mejor impresión y le ofrezco, en su idioma, una coartada que puede salvarle por un precio razonable; el otro, el que tiene peor pinta y al que no he hecho la oferta, se muestra sorprendido, no da crédito a la propuesta y, al momento, entra normalmente en cólera. Aprovechamos esta circunstancia de ira del contrario para que el juez observe en él su carácter violento, propio de un delincuente auténtico, frente al relajo y la bonhomía de mi repentino socio, y se hace así un prejuicio conveniente respecto del juicio posterior de la culpabilidad de uno y la inocencia del otro, y se convence al fin de que, en efecto, mi protegido no estaba el día de autos en el lugar de los hechos, en el momento y el sitio en que se cometió el robo, el atraco o el intento de estafa.
Mis tarifas varían: ante la mesa o el estrado de Su Señoría, a veces negocio un precio fijo (entre 50 y 200 euros, dependiendo de la gravedad del delito), aunque otras veces acordamos un porcentaje respecto del importe del botín. Y no me va mal, oyes.
Pero también tengo mi corazoncito y mi mala leche y, así, ayudo en ocasiones a quien veo que lo necesita y me invento el testimonio para lograr la libertad del reo. Mas, si veo que el inculpado no es trigo limpio, me invento también la declaración pero la agravo, dándole al juez o a la jueza una confesión de autoinculpación del muchacho, en el que incluyo circunstancias de premeditación, alevosía y otros cargos, como algún asalto o atraco cometido en su país de origen, u otro antecedente, y del que el detenido salió impune.
Luego, en el juicio, si hay en la sala algún pariente del acusado, o alguien de quien yo sepa o sospeche que conoce el idioma, puedo no tener más remedio que desdecir la declaración. Alguna de las partes, la defensa o la acusación o el propio juzgador, puede mostrar su sorpresa por el relato tan distinto; yo se lo traduzco, mi defendido me cuenta, y yo luego le doy al tribunal la explicación que me venga en gana.

lunes, 28 de febrero de 2011

El cajón de lo todo

En todas las casas hay un cajón de «lo todo», en el que se va dejando todo aquello que no tiene un lugar natural para ser guardado. En casa de mi amigo Neno era un cajón grande con ruedas que estaba escondido debajo de la cama y se sacaba tirando. En él había pilas a mitad de carga, bolígrafos casi sin tinta, lapiceros sin punta, no sé si alguna factura, garantías ya vencidas de aparatos electrodomésticos, clips sujetapapeles que habían perdido su forma, tubos de pegamento Imedio ya secos e imposibles de abrir y de usar, clicks de Famóbil sin pelo y con los brazos ya sin sujeción que giraban libremente, airgam boys sin manos, manos sueltas de airgam boys y pelucas de clicks, unos cascos en los que sólo funcionaba el auricular derecho, ladrones y adaptadores varios para tipos diversos de enchufes, una calculadora sin pilas que podría funcionar con las pilas a mitad de carga que había a su lado.

En otras casas, el cajón de lo todo está en un mueble del salón o la cocina, o en la terracilla, o son varias las ubicaciones de esos despojos de los que no llega el momento de desprenderse y que, cuando al final llega, uno no sabe el color del contenedor al que debe tirarlos, y entonces decide no hacer el esfuerzo de recogerlos y decide continuar conservándolos hasta que se vea forzado a separarse de ellos por una mudanza o una asfixiante necesidad de espacio. Pero, según se dispone de más espacio, más grande se hace el cajón de lo todo, y la habitación en la que se guardan la bicicleta, la caja de herramientas y, a lo mejor, las mantas del invierno convenientemente embolsadas al vacío y protegidas de las polillas con naftalina, se convierte en un trastero en el que se termina guardando la cuna desmontada del bebé, una lámpara oxidada de tubos fluorescentes que no volveremos a usar nunca, las baldosas que compramos de más cuando hicimos la obra por si alguna vez se nos rompe alguna, una estantería barata de listones de pino que sustituimos por una librería mejor.

En cierto modo, las personas tenemos en nuestra cabeza un gran cajón de lo todo, cuya capacidad aumenta, quizá, con el número de vivencias. En nuestro cajón de lo todo almacenamos los recuerdos buenos y malos, nuestras experiencias, y cuantas más tenemos más se incrementa su volumen y más llenamos la memoria con trastos viejos que a veces pueden ser inútiles, pero que están ahí acumulándose, mezclándose de manera confusa; recuerdos que el paso del tiempo, al igual que le hace a la vieja lámpara de tubos fluorescentes, va oxidando y desvirtuando del contexto auténtico en que acontecieron, mezclándolos con otros episodios que no sabemos si sucedieron antes o después, combinando realidades con ficciones e invenciones, generando imágenes falsas de la realidad que sucedió: Javier Cercas, en el libro «Anatomía de un instante», cuenta que mucha gente recuerda que vio en directo en televisión la entrada de Tejero, pistola en mano, al Congreso de los Diputados: bien, pues esas imágenes nunca se transmitieron en directo.

Hace unos años, Carlos Cezón prologó el libro «Echando un cigarro. Pensamientos», del escritor ciudadrealeño Fernando Martínez Valencia. El prologuista escribía que «Un libro de pensamientos es un libro de despojos». El libro, negro y con una pensamiento breve en el centro de cada una de sus páginas, es como un pequeño cajón de lo todo.

lunes, 21 de febrero de 2011

Los días tan largos

El hijo llegó del instituto algo antes de lo habitual.
—Qué prontito llegas —le dijo su padre mientras le daba un beso y le cogía la mochila—. ¿Has salido antes?
—No —contestó él—, a la hora de siempre.
—Qué bien. Es que no llega a ser menos cuarto. ¿Qué tal el examen?
El hijo le habló de los cuatro problemas que le habían caído: determinar la posición de una recta respecto de una circunferencia, encontrar los puntos importantes de una parábola, la distancia de un recta a una hipérbola, y uno más del que no se acordaba.
Terminaron entre todos de poner los vasos, los cubiertos, los platos; partieron el pan y pusieron un pedazo junto a cada plato; dieron el agua; colocaron el salvamanteles en el centro y, sobre él, la fuente con los macarrones recién salidos del horno. La madre terminó de freír los filetes para el segundo plato y, cuando estuvieron, los colocó en una fuente metálica en la que vertió un poco de aceite en el que luego podrían echar sopas empapando pan. El hijo y las hijas se lavaron las manos; la madre atendió una llamada de teléfono. La comida aún humeaba.
Se sentaron a la mesa y el padre encendió el televisor con el mando a distancia, esperando que empezasen en ese momento las noticias de las tres, pero aún estaba la Igartiburu contando noticias del corazón. Empezaron a comer. Observaron un reportaje de gente elegante que había acudido a una boda real en algún país de Europa, conocieron a la última acompañante de un torero o de un futbolista, y el hijo destapó entonces la fuente metálica y se puso dos filetes y un poco de aceite.
Los demás terminaron también el primer plato y se fueron sirviendo. «Qué raro que no empieza», dijo el padre, y se miró la hora. Eran aún menos diez. Miró hacia atrás, al reloj de cocina, y la confirmó. Pulsó el botón de información de la tele en el mando a distancia: las 14,50, ponía. Acabaron la carne un minuto después, pero sin darse prisa, sin atorarse, sin atragantarse. Luego los plátanos para los más cómodos y naranjas dulces y buenas para los que disfrutan la fruta y no tienen pereza. Antes de que diesen y cincuenta y dos ya estaban recogiendo, y a y cincuenta y tres estaba todo fregado y el lavavajillas con su pastilla de detergente y ya conectado.
Esperaron mucho para el telediario, y los locutores despacharon las noticias en un minuto, pero sin acelerarse, vocalizando tan bien como siempre: relatando en segundos la situación tan compleja de los países árabes; conectando con los corresponsales y enviados especiales que tienen dispersos por esos países de oriente y dejándoles que explicasen la situación de las últimas horas, conectando luego con Washington a ver qué opinaba Obama; transmitiendo después lo más notorio de las declaraciones del portavoz del Gobierno tras el Consejo de Ministros de ese viernes; más tarde presentando lo que nos esperaba en la jornada futbolística que empezaba mañana, el rival próximo de Nadal, alguna jugada curiosa de un partido de fútbol habido en un país lejano.
Pero les sobró mucho tiempo y no supieron que hacer, y los locutores se despidieron extrañados y los realizadores de televisión colocaron en la pantalla una carta de ajuste.
Los padres se retiraron a echar la siesta. Los hijos se pusieron a estudiar o a jugar, pero al rato estaban aburridos porque o ya se sabían la lección y habían hecho todos los ejercicios, o bien ya habían pasado mucho rato con algún juego de la consola. El día transcurría despacio y había tiempo para todo. La madre se despertó dispuesta a marcharse al trabajo, pero era aún demasiado temprano para salir de casa. Hizo café, lo tomó despacio, hojeando el periódico, mas le sobraba tiempo y volvió a empezarlo. Se sentó en el salón y lo leyó completo, esquelas y horóscopos y programación incluida, y también la lista de fallecidos con sus edades. Pero aún así era muy pronto y se quedó aburrida haciendo tiempo.
Después, en la oficina, despachó en poco tiempo lo que habitualmente le llevaría horas, y se quedó allí sentada mano sobre mano junto al resto de compañeros, a los que les había sucedido lo mismo.
(¿Continuará? ¿Cómo?)

lunes, 14 de febrero de 2011

Resiliencia

En las últimas semanas ha habido unos días en que me he acostado especialmente temprano. Como dice el refrán que «Nunca te acostarás sin saber una cosa más», en cuanto aprendo algo nuevo me acuesto: desde hace algún tiempo tengo la superstición de que, si no lo hago así, mis neuronas pueden empezar a desconectarse para olvidar el nuevo conocimiento recién adquirido y, como en una cadena, la pérdida de esa nueva sabiduría podría arrastrar consigo a otras más antiguas. Me contaron de un hombre que aprendió una cosa y no se acostó y, a partir del día siguiente, comenzó a olvidarlo absolutamente todo.

Así que nada, el mismo lunes, mientras aguardaba en el coche a que un semáforo se pusiera verde camino del trabajo, alguien dijo en la radio que el destino es “ineluctable”. Al llegar a la oficina busqué la palabra en el diccionario y aprendí que algo ineluctable es “algo contra lo cual no puede lucharse”. Por esa creencia en el mal agüero, me inventé ante mi jefe un malestar repentino y me volví a casa a meterme en la cama y me dormí hasta el día siguiente.

Lo cierto es que hacía ya tres o cuatro días que debía haber terminado de ordenar unos cuantos cientos de expedientes, labor que me resulta sumamente aburrida y que iba posponiendo, postergando, retrasando, aplazando y otros sinónimos, con trabajos menos importantes pero cuya realización yo veía, en los momentos en que miraba el mazo enorme de carpetas desordenadas, ineluctable y urgente.

Al día siguiente, cuando llegué otra vez a la oficina, el jefe se interesó cortésmente por mi estado de salud. «Mejor», le dije. «Bueno, me alegro. ¿Y los expedientes, cómo los llevas?», me preguntó de nuevo. Mentí y le contesté que llevaba más o menos la mitad de todo.
—Mira —me dijo—, tienes que dejarte eso ya terminado, no puedes seguir procrastinándolo sine die.

La nueva palabra me golpeó de lleno y la anoté mentalmente: “procrastinándolo”. Cuando el jefe se volvió a su despacho, busqué el teclado del ordenador entre los papeles de la mesa. Conecté a la página de la Real Academia y escribí la palabra en el buscador del diccionario: “procrastinar”. Antes de decidirme me quedé unos segundos observando la pantalla: necesitaba, por un lado, conocer el significado de esa nueva palabra; por otro, si pulsaba el Enter para terminar sabiendo que “procrastinar” significa posponer, postergar, retrasar, aplazar y otros sinónimos, tendría que aducir un empeoramiento repentino de mi salud y tendría que volverme a la cama. No pude contenerme y le di a la tecla y, abrumado, me marché a casa unos minutos después sin decírselo a nadie, confiando en que nadie advirtiera mi ausencia y no se me echara de menos.

Pero, como el resto de compañeros, el jefe también había observado a mitad de mañana que yo ya no estaba. Al día siguiente me llamó a su despacho y cerró la puerta:
—Esto no puede seguir así —me dijo—: el 31 de enero ya tenía que estar terminado el tema de los expedientes. No sé si tienes algún problema; tal vez deberías ir a un psicólogo, no sé, porque tu actitud viene cambiando mucho en los últimos meses. Voy a darte una última oportunidad: termina hoy el tema de los expedientes. Quédate el tiempo que sea necesario, aunque se te haga de noche.

Decidí sincerarme con él y le confesé que esa tarea tan voluminosa me superaba y no me veía capaz de enfrentarme a ella:
—Venga, enfréntalo con valentía —me animó—. Ten resiliencia.

Ineluctablemente, no pude procrastinar ni un minuto la búsqueda de esa nueva palabra. Ahora me marcho, que tengo que salir a ponerme en la cola del servicio de empleo.

lunes, 7 de febrero de 2011

Escribir ¿para qué?

En algunos comercios hay un cartel en la pared en el que pone: «Hoy no se fía. Mañana, sí». En el irlandés de la calle Alcántara se anuncia: «Free beer tomorrow» (Mañana, cerveza gratis). En muchos bares hay un cartel en el que dice: «Si bebes para olvidar, paga antes de empezar». El otro día leí en un blog una anécdota atribuida a Kant, que aparece recogida en el libro La Extraña, de Sándor Marai: parece ser que Kant despidió a su criado Lampe, por quien sentía un gran aprecio, porque lo pilló robando; como no conseguía quitárselo de la cabeza escribió en una pizarra: «Debo olvidar a Lampe», y todos los días pasaba una hora enfrente del encerado leyendo esa frase.

Un día, un alumno preguntó a su profesor de italiano que cómo se dice y escribe «arroba»:

Chiocciola, pero es una palabra que no vas a escribir nunca. Escribirás siempre “@” en vez “arroba” —le dijo en voz alta. El alumno, no obstante, le pidió que se la deletreara y la copió en su cuaderno.

Al día siguiente, un compañero preguntó lo mismo: «¿Cómo dijisteis que se decía “@”, digo “arroba”?». El profesor le pidió al alumno de la víspera que respondiera:

—No recuerdo —contestó.

—Eso es porque escribes para olvidar —le dijo el profesor—. Chiocciola —repitió en voz alta—. Puede escribirse para olvidar y también para recordar.


Quien dice “escribir” dice pintar, filmar, componer o escupir (perdón, esculpir): se escriben libros de texto para recordar las Matemáticas y la Historia y evolucionar el mundo y no repetir errores (aunque luego muchas veces pasemos de ello y los repitamos: quizá porque no los leemos); se pintan Los fusilamientos en la montaña del Príncipe Pío o La rendición de Breda para tener testimonio de esos dos hechos históricos de los que, de otro modo, sólo tendríamos constancia por lo escrito en los… libros. Decimos «la niña Omayra» e, inmediatamente, nos viene a la memoria la agonía en directo de esa niña atrapada a la que no pudo salvarse; se compone y se escribe y se graba la música para reescuchar en cualquier momento el saxo de John Coltrane; escupimos en el suelo para dejar nuestro rastro en las esquinas y advertir al siguiente transeúnte de que por ahí hemos pasado, igual que los perros dejan su orín en los árboles.

Y escribir para olvidar también se hace: un diario personal que contiene las experiencias de uno y que no vuelve a ser leído, la palabra chiocciola, la demostración de un teorema de Álgebra o Cálculo en primero de carrera, la Batalla del Ebro, las circunstancias sociales en que se originó el fascismo.

lunes, 31 de enero de 2011

Metáforas

Me cuenta un amigo escritor que lo habitual es que, cuando él escribe, describa primero la situación y luego le añada la metáfora. Dice, por ejemplo, que a un personaje suyo le venía rondando una idea en la cabeza durante muchos años, sin que nunca terminase de decidirse a ponerla en práctica, no sé si por vergüenza o por miedo; mi amigo necesitaba un pretexto para que el personaje, finalmente, optase por arrancar y llevar a cabo ese proyecto, así que hizo que el propio personaje comparase las viejas ideas con los vinos, que mejoran con los años; ese proyecto concreto con una botella sin empezar; y, su cabeza, con una bodega “oscura y fresca”. En otra ocasión, me dice, comparó en un texto la dureza de la piel de un muerto, momificado y semiconservado por el efecto del aire acondicionado que enfriaba la habitación en la que había fallecido, con el cartón y con una corteza frita de cerdo, y su rigor mortis con la rigidez de los miembros del maniquí que nos observa desde un escaparate.

Pero otras veces, la metáfora le surge primero y la situación después, y encuentra a veces la comparación en algún acontecer de la vida real, y la apunta en un papel o la graba en su teléfono para usarla más tarde, en una situación que él fuerza en su texto para poder hacer uso de ella. El tema surgió tomando café en un café (o cerveza en una cervecería, ya no recuerdo): secándose las manos en el secador automático del cuarto de baño, se observó en el espejo reflejado con un hilo de saliva que le colgaba y le oscilaba, un suceso inesperado que, por fortuna, le sucedió en el lugar más íntimo de ese establecimiento público, sin nadie a su lado. Cuando llegó a la mesa sacó su libreta y lo apuntó y entonces le pregunté acerca de la naturaleza de su anotación. Me dijo que acababa de anotar una metáfora y que «Ya saldrá la idea». «¿Y alguna metáfora que, como ésa, hayas apuntado, pero de la que ya hayas hecho uso en algún escrito?».

Mi amigo es informático, y me contó entonces que uno de los primeros errores que los informáticos encuentran enseguida, casi de forma invariable, en cualquier programa que escriben, es la “excepción de puntero nulo”, una situación en la que se intenta hacer uso de una zona de memoria del ordenador de la que no se dispone. Por lo general la solución es fácil y se puede resolver de inmediato.

Enviar algo a null, me explicó, es como ese exceso de corriente que desvía un electrodoméstico hacia la toma de tierra, o como la defensa que, de un edificio, hace un pararrayos al conducir al subsuelo el rayo que cae por ese cable tan grueso de acero trenzado que baja desde el tejado adosado a la pared. Me contó que la ha utilizado un personaje suyo en unas cartas y unos mensajes de amor que ha enviado sin recibir respuesta. «Es», continuó, «como el silencio administrativo, esa respuesta tan antipática que da el Estado cuando se le hace una petición: el ciudadano puede considerar que se le ha denegado si, pasados tres meses, no se le contesta».

lunes, 24 de enero de 2011

Mis traducciones

Igual que hizo ese rey del cuento, que se disfrazó de plebeyo y salió a las calles de su reino para comprobar in situ cómo vivía su pueblo, el tercer fin de semana de cada mes cojo el coche y me voy a una ciudad costera, me disfrazo de mendigo y pido por las calles. Alguna vez, cuando todavía teníamos vuelos baratos de Ciudad Real a Mallorca y Lanzarote, marchaba a Palma o a Arrecife de viernes a domingo. Como en esas ciudades suele haber ratos de buen tiempo todos los días del año, siempre hay algunos turistas en las terrazas de los bares, y yo paso entonces con el acordeón tocando algún tango o algún pasodoble y luego paso la gorra y recojo unas monedas.

Otras veces, traduzco alguna canción de Bob Dylan o de Van Morrison, la imprimo en medias cuartillas a las que añado con el ordenador un fondo de flores o una estampa de otro tipo, las reparto por las mesas y, haciéndome el mudo, recojo al final con una sonrisa de agradecimiento y una leve reverencia las voluntades de los transeúntes, que así me compensan por ese poema que firmo como si fuera mío.

Traduzco bien a español desde el inglés y el francés y desde algunos idiomas del este, entre ellos polaco y húngaro, además de suahili (acompañé una vez a los reyes en una visita al país en que se hable este idioma). Por eso, colaboro con algunas editoriales en la traducción de libros de relativo éxito. Un día me pidieron con prisas que tradujese en pocos días una novela corta de un escritor de Varsovia que estaba vendiendo mucho. Como sucede que también soy un escritor frustrado, con varias novelas inéditas en los cajones de casa y en el disco duro del ordenador que nadie quiere leer, sustituí esa novela de ese autor desconocido en esta latitud por una de las mías que tenía guardadas. Respeté, eso sí, su capítulo primero, que empalmé con el primero mío usando un texto intermedio de adaptación que tuve que pensar y escribir, como el fontanero que utiliza una junta de estopa o de goma para empalmar dos trozos de tubo.

Y, oye, el caso es que la novela salió reseñada en algunas revistas literarias y suplementos culturales de diarios importantes y obtuvo buenas críticas. La pequeña editorial que me había hecho el encargo disponía de los derechos exclusivos de publicación en España, y mi trabajo la ayudó a consolidarse, a aumentar sus ventas y a crear dos colecciones específicas de este escritor ya fallecido: una en cartoné que es muy adecuada para regalar y otra en rústica para llevar de viaje.

Hoy, bueno, los cinco libros que mantenía escritos desde hace años han visto por fin la luz, publicados con ese nombre polaco que resulta ser mi pseudónimo. Ocurre que los honorarios del traductor son menores que los del autor, así que es la viuda de ese álter ego la que percibe los royalties que me corresponderían.

Y como el sueldo es escaso y no da para más, hoy sábado 22 de enero, cuando escribo este texto que se publicará el lunes, me encuentro sentado en una terraza de Cádiz. Ahora, cuando cierre el cuaderno y dé estas líneas por terminadas, tomaré los papeles que tengo aquí a la derecha y repartiré a esta gente que me rodea unas pocas copias de Like a rolling stone.

lunes, 17 de enero de 2011

Ombligos y pezones

A través de meneame.net llego al sitio loquaciouslizzy.tumblr.com, en el que encuentro un post titulado One simple detail («Un simple detalle»), que resalta con un círculo rojo los ombligos imposibles de Adán y Eva, quienes fueron creados, como es bien conocido, de la nada (bueno, Eva a partir de una costilla de Adán: es sabido que por eso las mujeres tienen 24 y los varones 23). Como en ese sitio web no aparece el pintor que pintó ese cuadro, busco imágenes de Eva y Adán en Internet y descubro que el autor de este óleo sobre tabla es Albrecht Dürer, y que lo pintó en 1507.

Aparecen en la búsqueda otras muchas reproducciones de estos primeros seres humanos y se observa que la mayoría de los artistas (si no todos) han olvidado que tanto Adán como Eva debían carecer de ese vínculo característico con la madre que los parió: Lucas Cranach el Viejo, Rubens, Tiziano, Jan Gossaert e incluso el mismísimo Miguel Ángel, dibujan el circulito en el vientre de estos dos personajes. Es posible que, al terminar el cuadro, alguno de ellos observase el detalle y se lamentase del error (yo, desde luego, me lo callaría), o que alguien les advirtiese de su presencia (yo, desde luego, le pediría al descubridor que me mantuviese el secreto). Qué pereza corregirlo: ponte a quitar el óleo con algún disolvente y pinta luego encima.

A veces he visto otras erratas concienzudas, como la de esos operarios que, con sus plantillas y sus pinturas, escriben un gran SOTP en la calzada para advertir a los conductores de que deben detener sus vehículos en ese cruce, y tatuajes en los que también se ha burlado el orden de alguna letra.

Volviendo a los ombligos, también a través de meneame llego a un artículo publicado en la revista Journal of Medical Hypotheses, de la editorial Elsevier (una editorial muy seria en el campo científico) titulado The nature of navel bluff («La naturaleza de la pelusa del ombligo»), cuyo autor (Georg Steinhauser, de la Universidad de Tecnología de Viena) realiza un estudio empírico sobre 503 pelusas extraídas durante varios años de su propio ombligo, dando algunos datos como su masa media (1,82 miligramos), las causas de su formación y curiosas observaciones como que, por ejemplo, la pelusa tiende a desplazarse hacia arriba en lugar de hacia abajo.

En el resumen del artículo, Steinhauser hace referencia al libro Why do men have nipples – hundreds of questions you’d only ask a doctor after your third Martini («¿Por qué los hombres tienen pezones? Cientos de preguntas que sólo preguntarías al médico después del tercer Martini»), de M. Leyner y B. Goldberg (Editorial Three Rivers Press, 2005). Será una tontería pero, oyes, es cierto: ¿qué pintan esos dos puntos ahí en mitad de nuestro pecho?

lunes, 10 de enero de 2011

Prólogos

El prólogo es esa parte de los libros que está al principio y que apenas se lee. Algunos prologuistas, incluso, confiesan saberse ignorados de antemano en las primeras líneas de sus prólogos. Lo sé no porque lo haya leído, claro (no leo prólogos), sino porque me lo ha contado gente que dice leerlos, aunque me temo que mienten.

El otro día me encontré a Agustín Muñoz, un amigo y profesor de la Facultad de Letras y que, durante varios años, ha impartido la asignatura “Introducción a la lectura de grandes obras de la Literatura universal” en la Escuela Informática de la UCLM: una asignatura de libre configuración, impartida a informáticos por un hombre de letras, y que ha tenido mucho éxito de matrícula durante sus años de vida. La asignatura ahora desaparece y Agustín me esbozó sus planes nuevos para el próximo curso: reunirse y charlar de alguna obra o de algún autor, poner al asistente en contexto y recomendar una lectura relacionada: creo que era esto, o capaz que no lo era y era otra cosa y yo estoy equivocado.

Una actividad de ese tipo es, al fin y al cabo, de pronunciar un prólogo sin haberlo escrito, de introducir al lector al mundo de ficción que se le presenta o que se le propone. Es algo parecido al “material extra” que viene en las películas de DVD, al “cómo se hizo”, a los finales que se grabaron pero por los que finalmente el equipo de producción no se decantó: como los prólogos, constituyen material audiovisual que apenas se ve.

Hay tantas historias bellas escritas o por escribirse, tantos lugares que visitar, tanto cuadros que contemplar, tantas músicas por escuchar, tanta gente a la que conocer o que merecería la pena haber conocido, que quizá necesitemos de más prologuistas que nos resuman y nos expliquen todo aquello que merece ser conocido y que no cabe en nuestra corta vida.

Como no podemos vivir más y vivimos solamente en un canal (no tenemos paralelismo, apenas podemos hacer dos cosas a la vez: los varones al menos, es bien sabido) que avanza hacia delante sin que pueda, aunque a veces lo lamentemos, retrocederse, precisamos quizás de resúmenes que nos expliquen lo bonito de las cosas: fotografías o vídeos de los lugares a los que no nos dará a tiempo a ir y de los cuadros o esculturas que nunca veremos, biografías de personajes que murieron pero a los que deberíamos haber conocido, buenas sinopsis de los libros que no podremos leer, discos que nos recopilen las mejores arias de ópera o las mejores canciones de pop, buenos amigos que nos descubran las cosas que los hacen felices.

Tenemos una sola vida, pero quizás con los prólogos podamos jugar a que tenemos muchas, a exprimir un poco más esa sola que se nos concede.

sábado, 8 de enero de 2011

Ítaca

Dependiendo del día o de la circunstancia, uno puede encontrar consuelo en cosas u objetos muy distintos, o en muy diversas experiencias o situaciones, textos, películas, conversaciones.
Por lo hermoso que es y por lo bien que viene a veces, copio y pego el poema Ítaca, del poeta griego Konstantínos Kaváfis. Tiene muchas lecturas; yo hoy le he dado la que me interesa:


Cuando emprendas tu viaje hacia Ítaca debes rogar que el viaje sea largo, 
lleno de peripecias, lleno de experiencias.

No has de temer ni a los lestrigones ni a los cíclopes, ni la cólera del airado Poseidón. 
Nunca tales monstruos hallarás en tu ruta si tu pensamiento es elevado,
si una exquisita emoción penetra en tu alma y en tu cuerpo. 
Los lestrigones y los cíclopes y el feroz Poseidón no podrán encontrarte si tú no los llevas ya dentro, 
en tu alma, si tu alma no los conjura ante ti.

Debes rogar que el viaje sea largo, que sean muchos los días de verano; 
que te vean arribar con gozo, alegremente, a puertos que tú antes ignorabas. 
Que puedas detenerte en los mercados de Fenicia, y comprar unas bellas mercancías: 
madreperlas, coral, ébano, y ámbar, y perfumes placenteros de mil clases. 
Acude a muchas ciudades del Egipto para aprender, y aprender de quienes saben.

Conserva siempre en tu alma la idea de Ítaca: llegar allí, he aquí tu destino. 
Mas no hagas con prisas tu camino; mejor será que dure muchos años, 
y que llegues, ya viejo, a la pequeña isla, rico de cuanto habrás ganado en el camino.

No has de esperar que Ítaca te enriquezca: Ítaca te ha concedido ya un hermoso viaje. 
Sin ella, jamás habrías partido; mas no tiene otra cosa que ofrecerte. 
Y si la encuentras pobre, Ítaca no te ha engañado. 
Y siendo ya tan viejo, con tanta experiencia, sin duda sabrás ya qué significan las Ítacas.