(Primer premio del concurso de relatos CreaCIC de la UCLM).
Nací para puta o
payaso, escogí lo difícil, y por eso dejé el convoy de carromatos en el que
nací y en el que se supone que debía de haber crecido, conservando la vida
errante y vagabunda de mis vecinos, de mis amigos, de mi familia, de mis
ancestros.
Recorríamos los
caminos, nos establecíamos unos días a las afueras de alguna ciudad o pueblo y,
entonces, rondábamos sus calles y plazas pregonando de viva voz, con una
trompetilla que nos amplificaba el volumen como si fuéramos pregoneros, nuestro
espectáculo más o menos circense. Con una imprenta modesta, de tipos manuales,
confeccionábamos unos carteles que pegábamos por las paredes. Faltaba la E; se
había perdido hacía muchos años en un municipio que no la tenía y en el que no la
echamos de menos. Recuerdo bien que desapareció a finales de agosto, después de
la Virgen, cuando ya se notan las noches más cortas y la atmósfera más revuelta,
cuando refresca: ni en enero, ni en febrero, ni en noviembre, ni en ningún mes
que tuviera esa letra. En Faramontanos no nos hizo falta, ni tampoco en Tábara,
el pueblo al que fuimos después. Mi padre se enfadó mucho cuando el impresor le
dijo que no podríamos escribir Escober, que era el siguiente destino, ni
septiembre, que sería cuando actuáramos. Llegó al carromato nervioso, oliendo a
vino y a orujo, a sudor como siempre, enfadado (en esa ocasión) por la E que no
aparecía. Mi hermano pequeño lloraba en el moisés, deseaba su ración de leche
materna; mi padre le chilló para que se callara; a mí me pegó; a mi madre le
impidió alimentarlo. La cogió allí mismo, delante de mí, la puso de espaldas
contra la mesa y la forzó en un polvo impúdico y rápido, carente por supuesto
del más mínimo aprecio, como tantos otros a los que mi madre estaba
acostumbrada. El borracho se tranquilizó, se echó en la butaca, se quedó
dormido. Como tantas veces, lo odié. Mi hermano se calmó, ansioso, cuando
sintió sus labios alrededor del pezón de mi madre.
En las afueras de
los pueblos montábamos unas gradas de madera: en forma de hexágono si el pueblo
era grande, en cuadrado si pequeño. En el centro extendíamos una tela grande y
circular, sucia y costrosa por los excrementos de los animales que se habían
exhibido en ella desde hacía ya tanto tiempo. Si amenazaba lluvia, poníamos un
poste largo en el centro de la pista y cubríamos el recinto con una lona extendida
por la que se colaba el agua.
Nací para puta o
payaso, decía, y elegí lo difícil. El impresor que extravió la E, que era además
taquillero y portero, equilibrista y ventrílocuo, cuidaba también de un grupo
de lobos a los que, los días de circo, soltaba en una jaula oxidada para
hacerlos correr en redondo, sentarse en taburetes, ponerse de pie, pasar
agachados bajo unos semicírculos de alambre, aullar al unísono como si
estuviese brillando la luna llena. Salían hambrientos y obedientes a la pista,
sabedores de que si hacían las gracietas para las que los había entrenado irían
recibiendo pequeños premios comestibles, de que si no las hacían recibirían un
latigazo. Igual que hacía conmigo, mi padre abría la puerta de la jaula en
mitad del espectáculo y depositaba a mi hermano en los brazos del domador, que
a su vez lo colocaba, protegido tan solo por el pedazo de tela que lo envolvía,
en el centro de la pista. Los animales venteaban las aletas de la nariz con el
olor a la carne tierna, a calostro agrio, a ese sudorcillo que se les acumula a
los bebés en los pliegues del cuello y, erguidos y con las cuatro patas juntas
en el taburete al que se habían encaramado, sacaban la lengua nerviosos y se
lamían el hocico, gruñían, hacían respingos, se sacudían, amagaban con bajar, y
el auditorio se entusiasmaba y aplaudía no sé si la maestría del domador o la dudosa
valentía de mi padre, que yo creo que esperaba que alguna de las bestias saltase
sobre el niño para, así, tener él una boca menos que alimentar.
Al término de la función
el público se marchaba pero, si era la última del día y ya había caído el sol,
muchos hombres se quedaban en los mostradores en los que, fuera del recinto, las
mujeres del convoy les ofrecíamos aguardiente y vino. Nos dejábamos tocar el
escote, la cintura, las nalgas y, si ofrecían la suma que se solicitase, nos
íbamos con ellos al carromato reservado. Mi primera vez fue con doce años. El
hombre ni siquiera se desnudó. Tan solo se desamarró el pantalón y me frotó su
miembro que olía a orines por mi cara y mi cuerpo. Me empujó a la cama y me
abrió las piernas.
La E perdida la
suplían con una F a la que añadían, con un dedo entintado, un palito abajo. Un
día de fines de septiembre robé la letra C. Ya no se podría escribir ni circo
ni octubre, próximo a llegar. Tampoco Cercedilla, el pueblo al que íbamos. El
episodio violento se repitió. Aunque en verdad daba igual por lo que fuese,
porque la violencia llegaba todas las noches a casa, con o sin C, con o sin E. Más
tarde, boca arriba en la cama, tracé todo el abecedario en el aire. Sonreí al
dibujar la virgulilla de la eñe, el palito de la cu. Imaginé también las
palabras que necesitaban de esas dos letras extraviadas para poder escribirse: cesar,
hacer, cerro, cocear, cercenar, cuerda, escapar. «Cesar, hacer, cercenar,
cuerda, escapar», repetí. Mi libertad, mi niñez, mi adolescencia, mi cuerpo —que tampoco podría escribirse— cercenados. «Cesar el sufrimiento, cercenarle
la vida, hacer algo», me dije. «Hacer algo y escapar», continué. «La cuerda
de atar a los caballos», pensé, y fui a por ella.
Mi padre dormía
profundamente, como siempre que bebía tanto: como siempre. La enlacé con cuidado alrededor de su cuello y la ceñí despacio. Despertó sin
saber qué sucedía, las venas ya
inflamadas por la presión que le cortaban la respiración y el flujo sanguíneo. Se
estremeció, como los lobos cuando me
miraban en la pista, como miraban a mi hermano. Nací para puta o payaso y
escogí lo difícil.