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lunes, 11 de septiembre de 2017

Vivir sin letras

(Primer premio del concurso de relatos CreaCIC de la UCLM).

Nací para puta o payaso, escogí lo difícil, y por eso dejé el convoy de carromatos en el que nací y en el que se supone que debía de haber crecido, conservando la vida errante y vagabunda de mis vecinos, de mis amigos, de mi familia, de mis ancestros.
Recorríamos los caminos, nos establecíamos unos días a las afueras de alguna ciudad o pueblo y, entonces, rondábamos sus calles y plazas pregonando de viva voz, con una trompetilla que nos amplificaba el volumen como si fuéramos pregoneros, nuestro espectáculo más o menos circense. Con una imprenta modesta, de tipos manuales, confeccionábamos unos carteles que pegábamos por las paredes. Faltaba la E; se había perdido hacía muchos años en un municipio que no la tenía y en el que no la echamos de menos. Recuerdo bien que desapareció a finales de agosto, después de la Virgen, cuando ya se notan las noches más cortas y la atmósfera más revuelta, cuando refresca: ni en enero, ni en febrero, ni en noviembre, ni en ningún mes que tuviera esa letra. En Faramontanos no nos hizo falta, ni tampoco en Tábara, el pueblo al que fuimos después. Mi padre se enfadó mucho cuando el impresor le dijo que no podríamos escribir Escober, que era el siguiente destino, ni septiembre, que sería cuando actuáramos. Llegó al carromato nervioso, oliendo a vino y a orujo, a sudor como siempre, enfadado (en esa ocasión) por la E que no aparecía. Mi hermano pequeño lloraba en el moisés, deseaba su ración de leche materna; mi padre le chilló para que se callara; a mí me pegó; a mi madre le impidió alimentarlo. La cogió allí mismo, delante de mí, la puso de espaldas contra la mesa y la forzó en un polvo impúdico y rápido, carente por supuesto del más mínimo aprecio, como tantos otros a los que mi madre estaba acostumbrada. El borracho se tranquilizó, se echó en la butaca, se quedó dormido. Como tantas veces, lo odié. Mi hermano se calmó, ansioso, cuando sintió sus labios alrededor del pezón de mi madre.
En las afueras de los pueblos montábamos unas gradas de madera: en forma de hexágono si el pueblo era grande, en cuadrado si pequeño. En el centro extendíamos una tela grande y circular, sucia y costrosa por los excrementos de los animales que se habían exhibido en ella desde hacía ya tanto tiempo. Si amenazaba lluvia, poníamos un poste largo en el centro de la pista y cubríamos el recinto con una lona extendida por la que se colaba el agua.
Nací para puta o payaso, decía, y elegí lo difícil. El impresor que extravió la E, que era además taquillero y portero, equilibrista y ventrílocuo, cuidaba también de un grupo de lobos a los que, los días de circo, soltaba en una jaula oxidada para hacerlos correr en redondo, sentarse en taburetes, ponerse de pie, pasar agachados bajo unos semicírculos de alambre, aullar al unísono como si estuviese brillando la luna llena. Salían hambrientos y obedientes a la pista, sabedores de que si hacían las gracietas para las que los había entrenado irían recibiendo pequeños premios comestibles, de que si no las hacían recibirían un latigazo. Igual que hacía conmigo, mi padre abría la puerta de la jaula en mitad del espectáculo y depositaba a mi hermano en los brazos del domador, que a su vez lo colocaba, protegido tan solo por el pedazo de tela que lo envolvía, en el centro de la pista. Los animales venteaban las aletas de la nariz con el olor a la carne tierna, a calostro agrio, a ese sudorcillo que se les acumula a los bebés en los pliegues del cuello y, erguidos y con las cuatro patas juntas en el taburete al que se habían encaramado, sacaban la lengua nerviosos y se lamían el hocico, gruñían, hacían respingos, se sacudían, amagaban con bajar, y el auditorio se entusiasmaba y aplaudía no sé si la maestría del domador o la dudosa valentía de mi padre, que yo creo que esperaba que alguna de las bestias saltase sobre el niño para, así, tener él una boca menos que alimentar.
Al término de la función el público se marchaba pero, si era la última del día y ya había caído el sol, muchos hombres se quedaban en los mostradores en los que, fuera del recinto, las mujeres del convoy les ofrecíamos aguardiente y vino. Nos dejábamos tocar el escote, la cintura, las nalgas y, si ofrecían la suma que se solicitase, nos íbamos con ellos al carromato reservado. Mi primera vez fue con doce años. El hombre ni siquiera se desnudó. Tan solo se desamarró el pantalón y me frotó su miembro que olía a orines por mi cara y mi cuerpo. Me empujó a la cama y me abrió las piernas.
La E perdida la suplían con una F a la que añadían, con un dedo entintado, un palito abajo. Un día de fines de septiembre robé la letra C. Ya no se podría escribir ni circo ni octubre, próximo a llegar. Tampoco Cercedilla, el pueblo al que íbamos. El episodio violento se repitió. Aunque en verdad daba igual por lo que fuese, porque la violencia llegaba todas las noches a casa, con o sin C, con o sin E. Más tarde, boca arriba en la cama, tracé todo el abecedario en el aire. Sonreí al dibujar la virgulilla de la eñe, el palito de la cu. Imaginé también las palabras que necesitaban de esas dos letras extraviadas para poder escribirse: cesar, hacer, cerro, cocear, cercenar, cuerda, escapar. «Cesar, hacer, cercenar, cuerda, escapar», repetí. Mi libertad, mi niñez, mi adolescencia, mi cuerpo —que tampoco podría escribirse— cercenados. «Cesar el sufrimiento, cercenarle la vida, hacer algo», me dije. «Hacer algo y escapar», continué. «La cuerda de atar a los caballos», pensé, y fui a por ella.

Mi padre dormía profundamente, como siempre que bebía tanto: como siempre. La enlacé con cuidado alrededor de su cuello y la ceñí despacio. Despertó sin saber qué sucedía, las venas ya inflamadas por la presión que le cortaban la respiración y el flujo sanguíneo. Se estremeció, como los lobos cuando me miraban en la pista, como miraban a mi hermano. Nací para puta o payaso y escogí lo difícil.

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