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martes, 2 de octubre de 2012

Sr. Juez


Había oído que los suicidas, cuando ya están preparados y listos para su último momento, dejan unas palabras escritas en un sobre cerrado que suelen dirigir al «Sr. Juez» y en el que, imagino, explican los motivos que los han llevado a tomar tan resolutoria decisión. Supongo que, con tal documento, el que a continuación va a quitarse la vida intenta también despejar las dudas acerca de que su desaparición pueda deberse a un posible crimen para, de este modo, dejar sin mácula de sospecha a los familiares y amigos más allegados. He visto yo en películas y series escenarios en los que uno se había, en apariencia, suicidado, pero luego el detective, sagaz y observador encuentra algún indicio en ese escenario gracias al cual descubre que el muerto no ha llegado a ese estado por su propia voluntad, sino por la mano de un tercero, un interesado en que expirase para heredar un bien o cobrar algún dinero, o por otras causas más mundanas, como eliminar el obstáculo que dificulta un posible negocio o la relación entre dos amantes.
Hace ocho años que mi padre se vino a España desde mi país. Nos dejó a mi mamá, a mi hermano Erick y a mí. En aquel momento empezaba yo a tener uso de razón; a ser consciente, quiero decir, de las circunstancias de la vida: unos años antes había fallecido un familiar muy cercano y, bueno, apenas lo lloré porque no sabía exactamente el significado de eso de “morirse”. Pero, poquitos meses antes del viaje de papá, otra pérdida muy próxima sí que me hizo percibir y saborear el vacío que deja alguien cuando se muere de veras: supe que quien se había ido, se había ido, y que no podría volver a verlo nunca más. Fue por esa época cuando empecé a escribir, cuando encontré en la ficción la forma mejor de ausentarme de la realidad dolorosa, y entonces imaginaba algunos cuentos e historias que escribía en la pequeña mesa de picnic que compartía con Erick en mi habitación.
Por eso lloré mucho a papá cuando lo acompañamos al aeropuerto de Quito y lo dejamos internarse hacia unos controles de pasajeros tras los cuales le esperaba un avión que, pensé, tal vez no me lo traería nunca de vuelta a casa. Ya había visto, estudiando Geografía en los ordenadores de mi escuela, lo insignificante que era la larga calle quiteña en la que yo habitaba y que me parecía enorme, comparada con el tamaño de mi pequeño de país, con las grandes distancias que hay en el mundo, con la inmensidad e impracticabilidad del Océano Atlántico que, ahora, nos separaba de mi papá. «Pero voy a un sitio mejor», nos dijo al despedirse, «y pronto podréis venir conmigo». Erick, que tenía en aquel momento la edad que yo tuve cuando la primera muerte familiar que he referido, lloró, como dicen que explotan los cartuchos de dinamita, por simpatía: lloró al vernos llorar a los tres, abrazados ahí, ante el laberíntico pasillo de cinturones de seguridad que abría el paso hacia la zona internacional. Pero Erick, yo creo, no era consciente o no sabía apreciar lo que sería un tiempo largo sin estar con mi padre.
Mi papá no nos mintió y, pronto, cuatro meses después de su partida, ya había reunido el dinero necesario para pagarnos los tres pasajes que nos hacían falta para llegar a Madrid; y, allí, nos recogió con un amigo ecuatoriano en la furgoneta que éste, tras pocos años trabajando en España, había conseguido comprarse. Y nos fuimos a vivir a esta ciudad manchega desde la que ahora escribo, porque aquí había mucho trabajo en la construcción y, además, la vivienda era más barata. Mamá también consiguió un empleo y, felices ya los cuatro y con mis padres y nosotros estabilizados en este país extranjero que tan bien nos acogió, tuvimos a mi hermana Diana, que nació ya en la casa en la que hemos vivido hasta ahora.
Digo “hasta ahora” porque las cosas empezaron a ir mal: los edificios que mi padre había levantado se fueron terminando (el último no, el último se quedó a medias: se ven, desde hace años, acabados pero sin ventanas desde la carretera) y no volvió a ser necesario construir más casas; la tienda de cerámica y azulejos en la que trabajaba mamá cerró, y ellos tuvieron que devolver al banco el piso que le habían comprado a unos señores ancianos. Ahora vivimos en un pisito antiguo y muy pequeño, en un segundo sin ascensor, y la estufa eléctrica apenas la ponemos porque apenas nos llega con el dinero que, no sé de dónde, consiguen sacar mis padres mes a mes. Por suerte, y aunque este año los libros de texto ya no son gratuitos, he conseguido que el instituto me pase algunos del año pasado.
Diana nació con algunos problemitas de salud, y tenemos poco a poco que ir quitándonos de algunas cosas de las que antes no prescindíamos porque las medicinas y el equipamiento que necesita para vivir nos cuesta muy caro. «Pero es mejor así», dice mi padre, «porque igual en Ecuador no tendríamos siquiera dinero para tu hermana». Y mi madre asiente.
Me encanta el fútbol y sigo escribiendo. Hasta el año pasado estuve apuntado a la Escuela de Fútbol del Ayuntamiento, pero ya este año me he quitado porque no es gratis: al revés, las clases son caras y, además, hay que comprarse en una tienda una equipación y un chándal para ir uniformados a los partidos. Jugamos contra otros equipos de la ciudad y, a veces, contra otros equipos de otros pueblos. El año pasado, como mi padre ya había vendido el coche que se compró hace unos años, iba a los pueblos con el padre de algún amigo. Ahora ya llevo dos semanas entrenando a fútbol. Qué bien. Con lo que me apetecía. Pero he tenido la mala fortuna de tropezar y caer mal y partirme la pierna. Juan, el entrenador, me regaló al principio porque creía que mis gritos de dolor eran puro teatro, pero enseguida se acercó, me pidió disculpas muy apurado y me llevó corriendo en su coche al hospital. Me trataron muy bien. Me hicieron una radiografía y me escayolaron. Al salir de urgencias, al día siguiente, en recepción le dieron a mi padre un sobre con la factura de la intervención. Lo abrió en el taxi y mis padres se miraron. Yo, que ahora sí que tengo uso de razón y sí que soy consciente de las circunstancias de la vida, los vi que se miraban como diciendo «No puede ser», u «Otra más», o «¿Qué vamos a hacer?». Luego he vuelto con ellos al traumatólogo del seguro. Me tienen que operar en la rodilla, creo que para reconstruirme o recolocarme los ligamentos. Estoy aún en edad de crecimiento, y parece ser que si no me intervienen se me puede quedar una pierna más corta que otra.
Vi luego la factura del hospital en el cajón de la mesita de noche de mis padres. Y también he visto ahí una fotocopia de un Diario de Castilla-La Mancha en la que mis padres habían señalado a bolígrafo los costes de mi futura operación. Hoy ya es día 15, y parece que han sacado una ley nueva por la que el propietario de la casa puede echarnos si estamos uno o dos días más sin pagarle el alquiler. Mi hermana y yo somos más importantes que la casa, dicen mis padres. Pero ellos tres y Erick, Sr. Juez, son muchos más importantes que mi pierna y que yo. Por eso, señoría, no tenga dudas: no hay ningún dinero que nadie pueda heredar de mí con mi muerte; soy demasiado joven para tener amantes. No se complique, de veras, que no hay enemigo ni familiar que desee mi muerte. Me la quito porque quiero. Y muchas gracias por su confianza.
Atentamente,
            Daniel

miércoles, 11 de julio de 2012

Sobresaliente general y Universidad Pública de Castilla-La Mancha

Hace semanas o meses que veía estupefacto las imágenes de la policía cargando en Grecia contra los manifestantes: a lo que ha llegado hoy un país que fue, hace siglos, la cuna del conocimiento y que, hoy, era una de los países más avanzados del mundo (según leo, hay 198 países en el mundo).

Hoy es aquí, en España, en donde la policía carga contra los que se oponen a los desahucios, contra los mineros, contra los del 15M, contra los estudiantes; pronto será contra cualquier otro colectivo: quizá un día cercano carguen los guardias civiles (son militares y no tienen derecho de huelga ni de manifestación) contra los propios policías, que son personal civil.

En octubre hará 14 años que empecé como ayudante en la Universidad de Castilla-La Mancha, en donde sigo, ahora como profesor titular. Empecé la carrera en esta misma universidad en 1989, y pertenezco a su primera promoción de ingenieros técnicos en Informática. La Escuela, en aquel entonces, bregaba por un espacio propio entre un anexo de la Escuela de ITA, el salón de actos de Magisterio y algún aulario polivalente.  Con el impulso inicial de algunos ayuntamientos (de los que surgió la iniciativa de crear la UCLM),  el tirón del gobierno regional, la colaboración del gobierno central y el esfuerzo de todos los ciudadanos, se creó la UCLM integrando en ella una serie de centros adscritos a otras universidades de Madrid y Murcia. Año a año, se fue evolucionando hacia lo que hemos tenido hasta hace poco: una universidad razonablemente buena, puntera en algunos campos y no tanto en otros, con buenos y malos estudiantes y buenos y malos profesores.

Desde luego, la creación del estado de las autonomías (que tanta multiplicación de funciones y competencias y tanto derroche ha supuesto en muchos casos), fue esencial para la creación de la Universidad Pública de Castilla-La Mancha (me encantaría que se llamase UPCLM, para reforzar siempre ese carácter de pública): si no hubiera habido gobierno regional, probablemente seguiríamos viajando a otras provincias para estudiar carrera.

Leo en la hemeroteca de El País que el presupuesto que aportó el gobierno central en 1986 fue de 1000 millones de pesetas: 6 millones de euros. Otra vez con el esfuerzo de todos, se llegó a disponer, si no recuerdo mal, de hasta 238 millones de euros en algún buen momento (quizás 2008). La calidad del profesorado mejoró progresivamente: la gente que se formó aquí como doctora conseguía acceder a plazas de titular y de catedrático en las difíciles pruebas de acreditación y habilitación nacionales, que evalúan de manera independiente y ciega a los candidatos a plazas de profesor. Se hicieron cosas malas y, en algunas partidas, se gastó probablemente más dinero del debido, pero se creó y se montó una universidad de la que, tan sólo 25 años después de su creación, uno podía sentirse bien orgulloso: en mi caso más, que la viví como alumno, como profesor después y, también, en algún cargo directivo efímero: es decir, tratando de poner mi granito de arena para llegar a lo que hemos sido.

La Universidad Pública de Castilla-La Mancha ha formado ya a una generación de ciudadanos y está ahora formando a la segunda, a los hijos de esos primeros. Gracias a esta formación de alto nivel (seguro que mejorable, pero de alto nivel), Castilla-La Mancha no se ha despoblado, la gente con más cualificación no se fue a Madrid para estudiar y, ya que estaba, encontró trabajo allí y se quedó allí a vivir, hay un cierto nivel cultural y se han instalado empresas que no lo habrían hecho sin este caladero de conocimiento.

Ahora, el gobierno regional, que tiene las competencias de educación superior, deja que todo esto se vaya desmoronando no poco a poco, sino de golpe. Y el gobierno central, además, endurece los requisitos para optar a becas de ayudas al estudio y sube los precios de matrícula. Hasta hace unos meses, un joven que estudiase ingeniería con un 5,5 de nota media y sin dinero podía acceder a una beca y estudiar, y hoy no. Hoy, ese joven necesita un 6. Un 6 no es mucho, efectivamente, pero sí podrá estudiar un joven con dinero y un 5.

Pongamos un sobresaliente (9) a todos los alumnos que aprueben la materia, suspenso a los que no, matrícula de honor a los que realmente sobresalgan. Si nos ponen las cosas difíciles a los docentes y a los alumnos, pongámoslas difíciles a los gobernantes.

[Si quieres dar a conocer la propuesta, menéala, creo que pulsando aquí :): http://www.meneame.net/story/sobresaliente-general]

jueves, 5 de julio de 2012

En la psicoanalista (II): la navaja suiza


—Nunca he sido supersticiosa, aunque ahora he leído últimamente que la religión es una forma de superstición, porque una cree en cosas sobrenaturales, en un dios o en lo que sea, y piensa que le puede ir mal en la vida eterna (la vida eterna, hay que ver, otro día si quiere hablamos de la vida eterna, no sé yo si me gustaría vivir para siempre, una debe terminar cansándose)… Le decía de la religión, que nunca he sido supersticiosa aunque sí que he sido religiosa, bastante, he ido a misa los domingos hasta hace poco, pero dejé de ir porque leí que creer en dios o en otras cosas que nunca se han visto, atribuir poderes y omnipotencia a seres así, intangibles, era una forma más de superstición, pero ¿qué le decía?
            —Me hablaba de que le puede ir mal en la vida eterna.
            —Sí, que a una le puede ir mal en la vida eterna si actúa mal en la terrenal; que puede ir al infierno y penar con el fuego para siempre en las calderas de Pedro Botero, qué barbaridad. Bueno, pues ya le digo, que jamás he creído en nada de esto, ni en los horóscopos ni en nada. Tenía una amiga periodista que cuando acabó la carrera empezó a trabajar en un periódico gratuito de barrio, aquí en Madrid, no sé en cuál, pero uno gratuito de estos que se distribuye en los bares, y a ella le encargaban, no sé si más cosas porque no me acuerdo, pero a ella le encargaban escribir el horóscopo y las cartas al director, fíjese —la paciente se rió—, qué engaño, que se lo inventaba todo: el horóscopo pues mire, escribía lo que le parecía, el de su madre siempre bueno aunque su madre no lo leía, pero ahí ella sí que tenía una superstición, que pensaba que si escribía algo malo de ella podía pasarle, y siempre Tauro entonces lo escribía como ideal, ¿me entiende?, y las cartas al director pues inventadas del todo, unas de agradecimiento o de lo que sea y otras de queja, pues yo qué sé, que si pongan un semáforo en un cruce o cosas así, eso es lo que me contaba ella.
           »¿Y de qué le hablaba? Ah, sí, de la superstición, que nunca he sido. ¿Pero y a qué venía esto…? Ah, ya, que nunca he tenido supersticiones, ni del horóscopo, ni lo de pasar por debajo de una escalera, ni del gato negro ni nada; salvo la religión, le decía, que creo ahora, porque lo leí, que es una superstición más, pero qué bien que les funciona, ¿eh?, qué bien les va a la iglesia y a los muyaidinies y a esta gente, no me diga que no. Total, que yo sí que recuerdo que de niña me dijo mi madre que si me regalaban algo cortante tenía que dar dinero, porque si no el propio objeto regalado cortaba la relación. Pues no sé: un cuchillo o unas tijeras. Hay que dar algo, aunque sea una peseta o un céntimo, algo de dinero que lo pague, para que no sea un regalo puro.
»El caso es que, claro, una tiene siempre su precaución y mire, si puede evitar pasar por debajo de una escalera en la calle, pues lo evita. No por la mala suerte, sino por que no le vaya a manchar el pintor con la pintura o a caérsele algo del que esté subido, así que si puedo rodeo la escalera y ya está. Una vez, recuerdo, que pasé por debajo de una simplemente por reforzarme en mi condición, pero cuando la atravesé no me quedé tranquila. No me pasó nada, ya ve, pero recuerdo que seguí caminando y que no me quedé tranquila hasta un rato después, cuando ya se me olvidó.
—Me hablaba de dar dinero si le regalan algo cortante.
—Sí. Tuve una vez un novio que era profesor de instituto. Se fue una vez de excursión a Suiza con sus alumnos y, bueno, me trajo de allí una navaja suiza, de estas multiusos, que todavía la tengo, con abrebotellas, sacacorchos, tijeritas, en fin, lo que tiene una navaja suiza de esas, sabrá cómo son.
—Sí, continúe.
—El caso es que fui a por él a recogerlo al autobús el día que llegaron, y ya en su casa (estuve dos años viviendo con él) deshizo la maleta y me dio el regalito. Me había traído también una blusa preciosa, me la puse a menudo y al final se fue ajando. El caso es que abrí el paquetito, ya ve usted para qué quería yo una navaja suiza, no sé, no es así como un regalo para una novia, creo yo, pero el caso es que me la dio y, bueno, yo lo acepté por supuesto y fingí lo habitual, que qué bien y que qué práctica, pero me quedé como con ese azar, con ese resquemor por lo que me había dicho mi madre cuando yo era niña.
            —Lo vamos a dejar aquí —dijo la doctora anotando algo en el cuaderno de esta paciente—, y seguimos la semana que viene.

domingo, 24 de junio de 2012

En la Psicoanalista (I): la carta


—¿Nunca ha leído en el periódico o escuchado en la radio la historia de alguna carta que ha llegado a su destino años después de haberla enviado?
            La psicoanalista no respondía nunca aquellas preguntas de sus pacientes que pudiesen desvelarles el más mínimo detalle de su vida personal. Dedicó un instante a analizar si la cuestión planteada la comprometía algo.
            —Quizás, alguna vez —respondió.
            —Hace unos años, cuando vivía en pareja, me llegó al buzón un sobre que mi entonces mujer me había enviado hacía muchos años. Tenía el matasellos de un lugar de Italia y era de cierto grosor (no era una carta de un folio, quiero decirle) y, por su tacto y su aspecto, se notaba que su contenido ya era viejo.
            »En esa época yo solía llegar primero a casa e iba preparando o recalentando la comida que tuviéramos, para que cuando Marina llegase, un poquito después, ya estuviese todo preparado y pudiéramos empezar a comer. Recuerdo que subí la escalera sonriendo. Vivía, y vivo todavía, en el primer piso, no sé si se lo había dicho ya en alguna otra sesión… El caso es que eso, que subí los escalones de dos en dos, golpeando el sobre contra la otra mano, como con prisa, no sabía si para abrirla y leerla al pasar a casa, o si dejarla cerrada para dársela a Marina cuando llegase y que fuese ella quien me la leyese.
            —Marina era su pareja de entonces, sí; pero, ¿también fue Marina quien le había remitido la carta?
            —Así es.
            —¿Mucho tiempo antes?
            —Quince años antes, fíjese.
            —Ajá. Continúe.
            —Al final decidí dejar la carta como estaba, sin abrir, en la encimera de la cocina, para que ella me la pudiera leer cuando llegase. Sería un poco como en las películas: ¿se ha fijado que, en el cine, cuando alguien recibe una carta, realmente la lee y la reproduce, y el espectador la oye, con la voz del remitente? Pues eso pensé yo: que al dársela a Marina podría vivir, por un momento, una escena de película, con ella leyéndome con su voz el texto (de amor, imaginaba) que me había escrito tantos años antes.
            El paciente, a veces, se sentía un poco ridículo cuando confesaba a la doctora manías o costumbres o gustos así como singulares, o infantiloides, pensamientos extemporáneos, como románticos o peliculeros, ideas anacrónicas. En esos momentos giraba hacia atrás la cabeza, para ver desde el diván si la doctora se reía (de él) o si hacía algún gesto de desaprobación o de entusiasmo. Pero ella siempre lo escuchaba incólume, con el mismo gesto de respetuosa atención con el que, el primer día que acudió a la consulta, lo recibió y le hizo sentarse, para que se introdujeran y conocieran, en el otro lado de la mesa. La doctora lo escuchaba siempre con un bloc de notas flexible, engomadas sus hojas por la parte superior a un trozo de papel de estraza, la hoja de portada de un tacto diferente y de color celeste y, sobre ésta, escritos con un rotulador negro grueso, sus dos apellidos, una coma y su nombre de pila. Día a día, sesión a sesión, semana tras semana, la doctora se había encargado de ir rellenándolo, inutilizando sus páginas con su escritura de esa letra tan fina y personal, tan alargada, algo inclinada, a veces tan temblorosa que parecía escrita en un tren en marcha, ilegible para un tercero. O tal vez lo contrario: tal vez esos trazos delgados, como ropa puesta a secar, no lo inutilizaban sino que le daban valor al papel que, de otro modo, habría permanecido blanco y expectante, esperando algún dibujo, un pintarrajo, una lista de la compra, una nota para dejar pegada con un imán en el frigorífico, alguna noticia o algún relato con el que justificar su existencia, como las palabras con las que ahora y desde hacía un tiempo, durante estas horas de 50 minutos, se iba poblando cada semana, capaz que con las claves de su diagnóstico.
            «¿Diagnóstico de qué?», se había preguntado el propio paciente alguna vez. Se aficionó a este tipo de psicoterapia cuando se quedó solo, después de que Marina se fuera, y lo hizo más por tener una forma adicional de pasar el tiempo que por tener consciencia de sufrir algún problema. Es más: se sentía sano cuando empezó a acudir regularmente a las sesiones de psicoanálisis. Alguno de sus amigos ya le había hablado de las bondades de esta terapia. Alguno, incluso, se había psicoanalizado más de una vez, enganchándose a ellas como el que se aficiona a una droga, empalmando unas terapias con otras sin solución de continuidad y con distintos especialistas, a los que volvían a contar los mismos episodios traumáticos o anodinos de la infancia, las peleas con su madre o con su padre, alguna visión, una escena o un diálogo de una película que escuchó de niño y que ahí se quedó, una conversación telefónica de la que fue testigo accidental, la persiana de un vecino cerrada sólo a medias, un tabique de separación demasiado delgado por el que se oía todo, otro demasiado grueso por el que sólo se oía algo. Le explicaron que estaba bien, que uno se siente mejor al salir de la consulta, como si casi cada día se deshiciese uno de una espina en la garganta o de una china en el zapato. El paciente, cuando empezó, no tenía espinas ni piedras. Había sido, hasta entonces, moderadamente feliz y no está todavía seguro de por qué optó cierto día por pedir cita para esta doctora en lugar de haber buscado tapar ese hueco horario con un gimnasio: él que, durante su juventud, había sido tan deportista.
            —Mientras preparaba la comida y ponía la mesa miraba al sobre con la carta, que había dejado un rato antes ahí, sobre la encimera de la cocina. Al ratito oí los tacones de Marina subir la escalera y aproximarse a la puerta de casa por el descansillo de la escalera. Sacó sus llaves y abrió la puerta. «¡Hola!», le dije yo.
            —Lo vamos a dejar aquí —dijo la doctora haciendo en el cuaderno una última anotación—, y seguimos la semana que viene.

[Publicado también en Hyperbole]

jueves, 26 de abril de 2012

Representación gráfica de PP y PSOE

La diferencia entre la derecha y la izquierda está, teóricamente, en que éstos apoyan más a los más pobres y aquellos más a los más ricos. Durante los años en que éramos ricos, más o menos la política del PSOE y del PP estaban centradas en torno a un punto medio, de manera que no se notaban tendencias claras ni hacia un lado ni hacia el otro.

Ahora, con la pasta volatilizada y en manos de no sé quién, se ve, efectivamente, la madera auténtica de un gobierno de derechas: subida de tasas universitarias, pago de medicamentos por parte de pensionistas, pago del transporte sanitario, subida de las pensiones por debajo del IPC, recortes en sanidad y educación, etc., etc., etc, etc.

El PSOE también hizo política de derechas: congelación de pensiones, subida del IVA (que grava a todos por igual, independientemente de su renta) en vez del IRPF, supresión del impuesto de patrimonio, más otras medidas que favorecen a las empresas más ricas, principalmente bancos (que ya he citado en este blog alguna vez y que no repito por no aburrirme a mí mismo). Algo tuvo de izquierdas, como la Ley de Dependencia.

Así, si pudiéramos representar las ideologías con círculos sobre una línea recta que una la extrema izquierda con la extrema derecha, mi opinión es que los dos grandes partidos, en este momento (y a partir de observaciones empíricas de sus respectivas formas de actuar), quedarían ubicados más o menos como en la figura siguiente: el PP, desde luego, a la derecha del centro político teórico; el PSOE con un trocito a la izquierda, pero con su ideología escorada mayormente hacia la derecha.

sábado, 21 de abril de 2012

Las jerarquías

Ya no pongo la equis en la casilla de la iglesia católica. Hace unos años marcaba las dos, porque entendía que, al fin y al cabo, parte de mis impuestos llegaría, de alguna manera, a las personas tan necesitadas a las que atiende, por ejemplo, Cáritas Diocesana. Luego una vez, en un viaje a Roma, me encontré a Rouco Varela pasando a la sala VIP de la Terminal 4 de Barajas acompañado de un obispo que alguna vez vi en la tele, no sé si uno que lo fue o que lo sigue siendo de Bilbao. Me dio tanto repelús tener ante mí a ese señor obsesionado con el aborto y el sexo y la familia, con la homosexualidad, con el condón; me dio tanta grima verlo pasar a esa sala de espera especial, tanto reparo que viajase en business quizás con mi 0,7%, que creo que en mi siguiente declaración ya dejé sólo la casilla de Otros fines de interés social.
A la iglesia, entonces, le falla la jerarquía, que hace que los indecisos, como puedo ser yo, les retiren de sus arcas el poco dinero que de otra manera les destinarían. Había un chiste viejo (me lo contaron hace mucho en pesetas): «¿Me da doscientas pesetas para la capa del cura?», y el otro le decía:  «Por cien pesetas lo capo yo». Es solamente un chiste: hay miles de curas buenos y cientos de curas menos buenos, como fontaneros, médicos o profesores de universidad.


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Pero fallan también las jerarquías del PP y del PSOE, y no sé si de los otros partidos que, por infortunio, no han tenido la suerte o la desgracia de poder gobernar.
Del PSOE porque hicieron, en los últimos años, una política totalmente de derechas, primando a los más adinerados y subiendo a todos los impuestos más injustos (el IVA, por ejemplo, que grava en la misma cuantía al más pobre y al más rico), dejando que las sociedades de inversión colectiva siguiesen pagando solamente el 1%, votando en el Parlamento en contra de la dación en pago... en fin. No sé: yo, si fuera diputado del PSOE, creo que se me habría caído la cara de vergüenza al llegar por la noche a casa y contarle a mi familia que sí, que soy de izquierdas aunque haya votado a favor de esas mierdas, no sé si con la nariz tapada.
En tiempos de Felipe González, se preguntaba Javier Krahe, en la canción Cuervo Ingenuo de aquel concierto en directo de un disco de Joaquín Sabina con Viceversa, si el PSOE «¿Es socialista, es obrero, o es español solamente? Pues tampoco cien por cien», se respondía el cantante en aquellos tiempos en los que el presidente del Gobierno cambió radicalmente de opinión y, en contra de lo prometido en la campaña electoral del 82, metió a España de lleno en la OTAN, «sí americano también, gringo ser muy absorbente». Hoy, no sé con qué otro país podríamos compartir la nacionalidad o, mejor dicho, a qué otro país podríamos haber cedido toda o parte de nuestra soberanía (¿tal vez Alemania?).
Estoy seguro de que Rubalcaba, ante el estupor de los verdaderos socialistas que pueblan sus bases, también habría aprobado el copago, los recortes de 10.000 millones de euros en Sanidad y Educación y qué sé yo qué más, y se habría justificado diciendo, como hace ahora Rajoy para explicar por qué mintió (como Felipe González), en la última campaña electoral, que «no hay dinero» y, como le dice el ministro Montoro al Gobierno de Catalunya, «es que no hay más dinero. No es tan difícil de entender».

No me gusta escribir palabrotas, pero me tienen ya hasta la coronilla todos estos rompehuevos que mienten, malgobiernan y que, con total sinceridad, creo que no deben de saber mucho ni ser demasiado inteligentes en sentido amplio (tienen sus carreras, muchos sus oposiciones dificilísimas sacadas a la primera, pero eso no garantiza demasiado a nivel emocional. Sí, quizás les falta inteligencia emocional, capacidad para ponerse en el lugar del otro), y que deben de tener poca personalidad (se dejan llevar, creo yo: en los partidos políticos no suelen triunfar los más librepensadores, sino los que, para trepar, se achantan y aceptan lo que les venga impuesto de los que antes fueron también trepas y ahora mandan: ahí están esos diputados socialistas y obreros que votaron en contra de una medida tan meridianamente izquierdosa como la dación en pago).


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Durante años, había observado que, por lo general, los gobiernos de derechas no solían trastocar las políticas más sociales de los gobiernos de izquierdas: la ley del divorcio (que se aprobó con el gobierno de UCD con la oposición -hay que joderse, oponerse a eso- de AP, el antiguo PP, que a la sazón mandaba Manuel Fraga), la ley del aborto (a la que se opuso el PP), la universalización y gratuidad de la Sanidad, la Educación igual y gratuita (qué bonito escribir con mayúscula inicial palabras cono Sanidad, Educación o Libertad), la ley o la modificación de la ley para aceptar el matrimonio homosexual (que el PP tiene recurrida al Tribunal Constitucional), la ley de dependencia...
Ahora, parece que sí, se ve realmente el calado y la ideología reales del gobierno de "centro-derecha" (así han llamado alguna vez a su espectro político) del popular party. Igual habría sido, estoy convencido, con el socialista, tan vendido en los últimos tiempos al capital y a los extremadamenteRicos, que son quienes mandan. Tal vez les ha venido bien, a los dos, la necesidad o la imposición de recortar gastos para desvelar cuál es el auténtico calado de su ideología antisocial.


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Fallan las jerarquías de todo y no las bases, o eso creo o quiero creer. ¿Yo o tú, improbable lector, dejaríamos si gobernáramos que nos dieran como y por donde nos están dando?

martes, 17 de abril de 2012

Bribón, con b de Borbón

Procuro escribir sin faltas de ortografía, y creo que me defiendo y controlo bien el tema de las haches, las bes, las uves y las tildes. Dudo a veces acerca de alguna mayúscula, como cuando me refiero al idioma inglés, que no sé si es inglés o Inglés. A fines de 2010, la Real Academia Española modificó algunas normas que me han parecido un poco absurdas, como el hecho de que haya que escribir, ahora, el prefijo "ex" junto a la palabra de la que se quiere decir que "ya no es": así, se debe escribir exministro en lugar de ex ministro, y expreso en lugar de ex preso si nos referimos a alguien que estuvo en la cárcel y que ahora, tal vez, realiza un viaje largo en un tren expreso y pide un café expreso en su vagón-cafetería, que no sé si se escribe o no con guion (y no guión, por cierto, aunque la palabra resulte mucho más sonora y natural con su tilde en la o). Igual que el solo de solamente, que tampoco la requiere casi ya ni en caso de duda. Una vez fui con un amigo a una cafetería; éste estaba jodido del estómago y no quería nada. El camarero debía de ser unos de esos JASP de aquel anuncio del Renault Clio que hubo hace unos años, Jóvenes, Aunque Sobradamente Preparados, que tanto abundan ahora, capaz que con alguna ingeniería, tal vez unos cursos de doctorado y uno o dos idiomas:
—Por favor —pedí al camarero—, un café solo
—¿Y para el señor? —preguntó, mirando a mi amigo.
—Perdón —intervine de nuevo—, un café sólo, quise decir.
—Marchando —contestó.


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Entre esas nuevas normas, y como anticipándose a estos días de hoy, en las que pocas ganas tenemos de poner mayúscula inicial a quien no se lo merece, se aconseja ahora escribir rey con minúscula y no con mayúscula, y también reina y príncipe, del mismo modo en que se escriben otros nombres comunes, como elefante, yerno, cuñado o escopeta.

De la reina, dice Sabina en una canción que «hay que ver lo que manda esa buena mujer en la corte»: igual que su marido se quedó en Botsuana de caza cuando el nieto se disparó en el pie y no fue a verlo, ella se quedó en Grecia con su familia cuando al rey lo ingresaron en el hospital, después de que se partiera la cadera en esa «caída accidental», dedicándole, a su regreso, una visita de apenas diez minutos que acaso (no lo sabremos, igual que no habríamos sabido que este señor estaba de caza si no llega a ser por su accidente) no llegó a producirse: como en otros matrimonios antiguos, y más en este, que no sé si fue de conveniencia o si se produjo de veras por auténtico amor, es posible que los cónyuges apenas se hablen, pero prefieran mantener la apariencia y seguir fingiendo que entre ellos sigue habiendo algo que, quizás, no haya existido nunca.


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Estaba fuera, de viaje, un poco desconectado, cuando alguien vino y me contó que el rey se había caído cazando y lo habían tenido que traer en un vuelo privado para que le operasen la cadera y le pusieran una prótesis. Charlaba de pie, tomando una cerveza en casa de una amiga, cuando este chico me lo contó, y me quedé sonriendo, mirándole, expectante, esperando el chiste que, sin duda, debía venir: acababa alguien de contarme el de Urdangarín y Froilán, que salen corriendo perseguidos por la guardia civil (¿Guardia Civil?), y pensé que este era el inicio de un nuevo relato de coña.


—Que no —me dijo—, que te juro que es cierto. —Y fue entonces cuando miré el Twitter y vi que, en efecto, así era: que de Borbón y Borbón se había caído o había tropezado por una escalera durante un viaje privado (quizás pagado con esa asignación tan "transparente" que le damos todos, quizás invitado por algún tercero) y se había roto la cadera por tres partes. 

Salí entonces y compré el periódico, y venía en El País la fotografía del rey que he escaneado y colocado aquí y que me recordó a Robocop: se dibujan, como en una especie de radiografía, las piezas artificiales de su anatomía y, con círculos, los lugares en los que conocemos que ha sufrido algún tipo de lesión, como el ojo izquierdo, que parece, ataviado como está con ese traje de pingüino y bastón de Antonio Gala, más un monóculo que se le puede caer en cualquier momento. 



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Para mí que el rey debería renunciar ya de una vez al cargo que le hemos permitido entre todos durante todos estos años y dejar el puesto a su hijo Flipe. Éste, entonces, debería tomar de manera inmediata la iniciativa para, sin prisa pero sin pausa (o, mejor, con prisa y sin pausa), abrir el paso hacia un Estado republicano, abandonar con dignidad la Monarquía y permanecer así en el recuerdo y en la Historia como un tipo honesto y coherente, demócrata como dice que es.

domingo, 19 de febrero de 2012

Crónicas uruguayas (VI)

En la esquina de 18 de Julio y Ejido hay una Pasiva con mesas en la calle. Es febrero y el verano anda intenso acá en este hemisferio y, aunque afuera hace calor, el viajero se queda en el exterior para poder fumar.
Se acerca un matrimonio sesentón, gorditos ambos. Él viste americana azul marino, camisa celeste de manga larga (los puños le asoman por los de la chaqueta), pantalón vaquero, zapatillas de deporte, sombrero de cow-boy, corbata negra estampada con flores amarillas y naranjas. Despliega un pequeño atril, coloca unas hojas con partituras y se cuelga la guitarra.
Ella se sienta en una mesa frente a él. El hombre, delante de todos, dice unas palabras y canta América, la canción de Nino Bravo. Cuando termina de cantar, la esposa le dice que está muy lejos del público y que apenas se le oye. Él adelanta el atril apenas medio paso, porque tiene delante una mesa vacía de aluminio con sus cuatro sillas. Cuando ya ha avanzado, adelanta con un pie el paraguas que también lleva: por la mañana ha llovido mucho, un tormentón de verano que ha dejado la tarde abochornada.
Canta un tango, Volver, y la esposa le dice que hay mucho ruido con los ómnibus, los autos y las motocicletas que pasan constantemente por la avenida, que está a sus espaldas, y que apenas la música alcanzará más allá de donde está ella.


Mientras te llegue a vos... le dice él, y canta otra cosa.

Nos interpreta parte de su repertorio y en un ratito termina. No estamos obligados a darle nada, informa, y hace un breve recorrido por las mesas para recoger voluntades. Después, se sienta frente a su amada, que toma una Fanta.


Minutos después viene una niña de no más de ocho años y deja un cromito infantil encima de las mesas en las que hay alguien sentado. Cuando ha hecho la ronda, reinicia el camino y nos pide a los clientes alguna moneda.
¿Te vas a portar bien? le pregunta el músico. Y saca del bolsillo grande de su americana y le entrega los mismos 20 pesos que yo le había dado.

¿Y por qué no devalúan?

Cuando teníamos la bendita peseta, con frecuencia salíamos de las crisis con devaluaciones.
Devaluar no es más que darle a la manivela de la máquina de hacer dinero e imprimir billetes.
Comento un poco la situación en Castilla-La Mancha, el caso más cercano que conozco, y luego más abajo explico por qué creo que es necesario devaluar ya.

  1. El Gobierno adeuda una cantidad escandalosa a la Universidad (pública) de Castilla-La Mancha. No sé si 100 millones de euros.
  2. Debe cientos de millones a las farmacias (que han tenido que pedir préstamos de cientos de miles de euros cada una para adelantar el coste de los medicamentos que entregan a los beneficiarios y que el gobierno regional no les paga). 
  3. De acuerdo con un post de un trabajador social del gobierno regional, "no podemos tramitar ni una sola ayuda de emergencia social ni Ingreso Mínimo de Solidaridad desde el pasado 1 de enero, y no sólo eso, sino que las que quedaron pendientes de abono de 2011, al no aprobarse los presupuestos de la JCCM no se puede tramitar ni una sola ayuda. ESTAMOS DERIVANDO A LAS FAMILIAS A CARITAS, CRUZ ROJA, ONG´S, que muchas de ellas se quejan de que tampoco tienen más recursos en especie, porque por otro lado, la Junta de Comunidades no les abona las subvenciones o convenios pendientes de 2011 [...] El Servicio de Ayuda a Domicilio para personas no dependientes, se ha visto reducido en un 47 % de horas, de forma que todos aquellos que eran dependientes de hecho, aún no de derecho, o familias numerosas, o simplemente personas con un grado I, o con ligeras necesidades de apoyo doméstico, se ha visto, bien reducida su atención a la mínima expresión, o bien se les ha tenido que dar de baja en el servicio".
  4. No pagan a proveedores.
En la Comunidad Valenciana la cosa creo que es parecida; en Madrid, hace unos meses se grabó a su presidenta diciendo que no tenían "ni un puto duro"; si salimos a Grecia, en fin... Y el PIB alemán ya cayó un poquito el trimestre pasado.

Por qué devaluar
Si se devalúa y se fabrica dinero y se entrega a la Administración Pública para que haga frente a sus deudas, ese dinero se pone rápidamente en circulación y llega a la población. Devaluar tiene por lo menos dos problemas importantes: la subida grande de los precios y la pérdida de valor de la moneda respecto de otras divisas. El petróleo, por ejemplo, que se paga en dólares, se encarecería y, a través de este encarecimiento, como en cadena, subirían los precios de otros muchos bienes (la energía, el transporte y todo aquello que se transporte).


Los precios también suben por el aumento de liquidez: si tengo 1000 euros en vez de 500, gasto más; si todo el mundo tiene 1000 euros en vez de 500, gasta más, y el vendedor, que ve la situación, sube sus precios.

Pero el gobierno (central, en este caso; o quizás la Unión Europea, que es quien manda en el euro que sería devaluado; decían, además, en la campaña electoral a las elecciones europeas, que el 80% de las decisiones importantes viene de Bruselas) puede impulsar medidas de contención de los precios que, de alguna manera, frenen el efecto inflacionista: estimular fiscalmente el ahorro, por ejemplo; o, mejor, estimular fiscalmente la inversión en algo productivo, como las energías renovables (excelente un post de otro amigo de facebook sobre este asunto), que podrían convertirse en el "nuevo ladrillo".

Al reaflorar la liquidez, por otro lado, podrían bajarse algunos impuestos, como el "especial sobre hidrocarburos", que en España es, si no me equivoco, de en torno al 33% (también se grava con un 18% de IVA), lo que tal vez permitiría disminuir el efecto de la subida del petróleo en la inflación.


domingo, 12 de febrero de 2012

Las fosas comunes y la economía


Acabo de ver el vídeo estremecedor que ha producido, según leo, Pedro Almodóvar, en apoyo a la investigación sobre los crímenes, asesinatos, abusos, vejaciones, desapariciones, violaciones, encarcelamientos, etcétera cometidos bajo la autoridad del régimen dictatorial franquista.
Sin quererlo, me ha venido a la cabeza el extracto que leí hace unos meses sobre un programa de la CNN en el que intervino Paul Krugman, Premio Nobel de Economía en 2008.
En ese programa (el resumen aparece aquí: http://bit.ly/om0jzf), el Profesor "apeló a una invasión alienígena en EEUU para solucionar la crisis y reactivar la economía. [...] teorías según las cuales si no hay suficiente consumo la economía se ralentiza [...], por lo que hay que aumentar el consumo como sea". Krugman "se apuntó entusiasmado a la tesis de Keynes de que el gasto público en una recesión ayuda, aunque se emplee en cavar y tapar agujeros".
En lugar de cavar y tapar sin más, sin objetivo concreto (como dice Javier Marías que debe ser el transcurrir del tiempo verano: "En verano se trata de perder el tiempo más que de ninguna otra cosa; si no, no se tiene la sensación de estar en esa estación, que ha de ser larga y sin objetivo"), busquemos a esos muertos que llevan ya escondidos 3/4 de siglo. Dejen que sus hijos y nietos los encuentren y sientan que, por fin, sus muertos descansan.

jueves, 9 de febrero de 2012

El poder de cómo llamarse

Dicen que la cara es el espejo del alma y que un grano no hace granero, aunque ayude al compañero. También dicen que el nombre que uno tenga lo marca a uno y le deja una impronta seria en su personalidad, y que no es lo mismo llamarse Manuel en España, Mohamed en Marruecos o John en los Estates que, no sé, Macario por ejemplo, en cualquiera de los tres países.
Por ver lo que pasaba, llamé a mis hijos Judas y Caín. Menudos cabrones se han vuelto.

martes, 7 de febrero de 2012

Mi vida en las antípodas


Hacía tiempo que había leído el cuento de los antípodas. Cada persona tiene un antípoda que, en cada momento, se encuentra exactamente, sobre el globo terráqueo, en el punto opuesto al de uno mismo, moviéndose con él consensuadamente, hacia el este si uno avanza hacia el oeste, hacia el norte si uno va al sur, de modo que los dos se mantienen siempre unidos por una línea imaginaria que pasa por el centro de la Tierra, resultando imposible que los dos se encuentren en ningún momento, porque el uno se aleja cuando el otro se acerca, como en una persecución absurda e infinita.
            Leí aquel cuento, que me entretuvo, y años después he recordado el momento en que, metido en la cama, terminé su lectura y cerré el librito que lo contenía, lo dejé en la mesita de noche y apagué la luz y pasé unos minutos (lo que tardé en dormirme) ilusionado con el pensamiento de que ojalá pudiera ser cierto que yo tuviera por ahí, en el lugar más alejado, un reflejo, otro hombrecillo que estaría en este momento sentado en su sillón escribiendo en un cuaderno negro, como yo ahora; pero, claro, él en sus noches velaría mis días, y mis noches de sueño lo obligarían a dormir también durante sus horas de luz porque, según el cuento, el antípoda repite los pasos y las pausas de su álter ego, se viste a la misma hora, camina y se sienta a la vez; pero la Tierra no es simétrica, el hemisferio sur no es una imagen especular del hemisferio norte, ni España es igual en forma que Nueva Zelanda, no hay en aquellas tierras correspondencia con el Finisterre de aquí, que equivale en aquella latitud a un punto incierto y profundo del Océano Pacífico, y yo estuve en ese lugar gallego hace apenas un mes, dos días además, y dudo que ese tipo se mantuviera anclado o navegando por esa zona durante aquel mismo periodo. Así que no existe el antípoda, pero el relato me resultó agradable y deseable, me distrajo aquel rato, y me dormí esa noche imaginando la dificultad de disponer de un planeta simétrico, porque sería una simetría no de España arriba y añapsE directamente debajo, a la misma distancia del ecuador, encuadrados ambos países entre los dos mismos meridianos, el de Greenwich que pasa por Tarragona, y el que está más a la izquierda, hacia poniente, que cruza Galicia y deja precisamente Finisterre aún más allá en occidente, o en oriente en ese espejo imposible, sino en el lado contrario, en el punto diametralmente opuesto que correspondiera, entre los 170º y los 180º, veinte grados al sur del Trópico de Capricornio.
            Por mi trabajo viajo mucho. Escribo papers que voy mandando a congresos y que me van aceptando. Si el progreso de la ciencia dependiera de mí, iríamos dados, viviríamos todavía en la Edad de Piedra, pero el caso es que los voy presentando unas veces por aquí y otras veces acullá, allende los mares. Con este pretexto he viajado por Europa, por Asia y América, por el sur de África, pero nunca había estado en Oceanía, el quinto continente según la enumeración que aprendí de pequeño y que todavía recuerdo. Pero bueno, me aceptaron en una conferencia de Auckland un refrito de un trabajo que me habían rechazado en algún otro lugar, y allá que me fui, a explicar a unos asistentes medio dormidos, y dudo que interesados, la propuesta que yo hacía sobre un algoritmo para el reconocimiento de rostros. Incluso de perfil, mi programa es capaz de identificar a un individuo del que sólo conociera su imagen frontal. No explicaré aquí cómo lo hago, sería tedioso e impropio, pero sí les comentaré que se basa en la comparación de doscientos puntos del rostro, que en cada persona se encuentran distribuidos de forma diferente. Si la imagen conocida es frontal y se le presenta, para reconocer, una de perfil, el algoritmo realiza unos cálculos a partir de los puntos de referencia, hace unas traslaciones y giros y etcétera, etcétera, ya les he dicho que no se lo voy a contar.
            Si se lo contara, además, podrían reconocerme, cuando uno de los requisitos de este certamen es el mantenimiento del anonimato, así que los miembros del jurado podrían saber que yo soy ese profesor viajero que investiga en temas de reconocimiento de rostros. Me faltaría poner el grant, con el código del proyecto cicyt que me subvenciona, desde hace casi tres años, estos viajes y trabajos.
            Fui a Nueva Zelanda, en efecto, y me encontré en el hotel del congreso a unos tipos que me reconocieron. «Píter», me dijeron, «¿no estabas en España?». «Ai am not Píter», les contesté, y les dije a continuación que Ai am mi nombre, que no reproduzco aquí por el tema de la salvaguarda de mi identidad. Como continuaban incrédulos, les mostré mi pasaporte español con mi filiación completa, mis sellos de los visados de entrada y salida a países diversos, una foto de cartera con mi mujer y mis hijos, les señalé mi nombre impreso en los proceedings, mi tarjeta ¿inteligente? de esta universidad y no de otra, y me juraron y perjuraron que yo era exactamente igual que esotro hombre que debía de andar deambulando por la Bienal de Física, que se ha celebrado ahora en mi mismo campus.
            Aunque mi inglés técnico es el robótico y no el físico ni el anatómico, entendí que mi otro yo se encontraba en Ciudad Real, contando sus avances sobre el mejor conocimiento del origen del mundo y su Big Bang, obtenidos o deducidos o inducidos gracias a la Teoría de la Sístole y la Diástole, otro cuento que yo también conocía y que afirma que, en efecto, el universo está en continua expansión y contracción, como un corazón, sólo que a otro ritmo, y que al contraerse y llegar nuevamente la materia a estar concentrada en un punto más pequeño que un camello, digo, que el ojo de una guja, vuelve nuevamente a producirse la gran explosión, y vuelven otra vez los átomos y las partículas a separarse exactamente de la misma forma que en el anterior origen de los tiempos, de manera que todo es previsible y todo se repite, y todo el mundo puede bañarse, y de hecho se baña, tras un ciclo sistodiastólico completo, dos veces en la misma agua, a pesar de lo que dijera Heráclito de Éfeso, de suerte que estos laaaargos periodos de estirar la materia hasta que no da más de sí y llega a sus límites elásticos, para retrocederla y regresarla de nuevo a la misma bolita diminuta de infinita densidad, son ya un relato repetido de la ida y la vuelta, una película que avanzamos con el FF y que rebobinamos con el REV, como un Charlot manipulando la cadena de montaje marcha “alante” y marcha atrás en los Tiempos Modernos, un Harold Lloyd escalando primero y descendiendo después, agarrado a la aguja del reloj de la torre, tan rudimentarios pero tan eficientes los trucos del cine mudo de principios de siglo, del siglo pasado, tan rudimentarios los trucos de la naturaleza o de la física, que nos hacen repetir, a saber desde cuándo, los mismos movimientos, las mismas historias, a enamorarnos una y otra vez de las mismas personas, condenándonos, aunque conozcamos la Historia, a repetir una y otra vez los errores del pasado, que también son los del futuro, algo parecido a las aventuras de un personaje de cuento que se imaginaron y se escribieron una vez, pero que son reproducidas cada vez que un lector improbable abre el libro y las relee.
            Cuando regresé a España, mis amigos del trabajo me habían visto allí, o aquí, durante mi ausencia, a un hombre igual que yo que hablaba un inglés perfecto con un fuerte acento, un neozelandés que les mostró sus documentos y una foto incluso de su familia, un clon, un antípoda, y que salió nuevamente hacia su país el día que yo regresaba al mío.
            De modo que hay un hombre por ahí que se mueve cuando yo y que trabaja en temas que guardan una semejanza cierta con los asuntos que me han llevado a saber de su existencia, y a él de la mía, o así al menos lo entiendo yo: el ir y venir continuos, la imposibilidad de encontrarse, si yo voy él viene, si esto se agranda luego se achica.
            A la misma vez y desde los extremos de nuestro diámetro, nuestra idéntica curiosidad nos llevó a escribirnos un correo electrónico en el que dábamos cuenta de nuestros sucesos idénticos, y que recibimos nada más enviar el nuestro respectivo. Los dos sonreímos, o así lo supongo porque yo sí lo hice, y empezamos a escribir los mensajes de respuesta, elaborando con nuestros dedos rápidos melodías complementarias de sonidos de teclado, clac-clac-clac. «Puedo viajar a tu país e ir a verte», le dije en uno; «I can go to your country to meet you», me escribió él. Como el inicio de nuestros actos, su transcurrir y sus momentos de fin siempre coincidían con una simultaneidad enojosa, tratábamos los dos de parar al otro, de anticiparnos a mi/su escritura, de adelantarnos, de pensar antes que el contrario y tomar la iniciativa del encuentro forzando al antípoda a que aguardara, o a que viajara, pero los dos procedíamos exactamente en el mismo instante, más temprano o más tardío, sin posibilidad por tanto de actuar de forma asincrónica. Tras unos intentos infructuosos de descoordinarnos dejamos el asunto por imposible: lo sé porque nos informamos de ello en el mismo momento. Le hablé de esto a mi mujer, y él a la suya, y unos meses más tarde aproveché una baja laboral causada por una afonía (grito demasiado en clase, hablo fuerte y descuidadamente, no hice aquel curso sobre el uso de la voz en el aula), y me fui a su país a darle la sorpresa. Recorrí las calles de su ciudad en orden inverso, doblando a la derecha cuando en la mía giraba a la izquierda, y entonces llamé a la puerta de su casa y besé a su mujer, que me había abierto con cara de sorpresa, haciéndome en España (no a mí, sino a mi reflejo, que había salido a buscarme), mientras él, sin duda, besaba a la mía, que lo recibió, igualmente, imposibilitado para el habla durante unos días.

lunes, 6 de febrero de 2012

Difícil que ocurra

¿Lo prefieres en cómic?


Cuando destruyó por fin a la humanidad, labor en la que empleó tres horas, porque fue dando navajazos y entonces se retrasó un poco, el Doctor Peterson marchó andando hasta la isla desierta, por encima de los cientos de millones de cadáveres que flotaban en las aguas del océano.
Niveló sobre el suelo la camilla que había llevado con él, poniéndole la rótula de un varón de seis meses bajo una pata, para evitar que quedase coja.
Antes de abrirse, se pinchó en un dedo con una aguja oxidada que siempre llevaba y, apretándose, depositó sus cinco litros de sangre en una urna transparente, como las que se usan en las heladerías para elaborar limón y naranja granizados. Las aspas del ingenio daban vueltas, enchufado éste como estaba a la palmera que daba sombra, y se impedía así que se coagulase el rojo líquido.
El Doctor Peterson estaba ahora pálido, palidísimo, y se subió a la camilla para tenderse en ella. Se quitó la camisa y sacó un bisturí que guardaba en una gran herida abierta que conservaba sin cicatrizar desde su juventud. Comprobó sobre sus venas vacías de la muñeca que estaba afilado, y procedió entonces a partirse en dos mitades, una por encima y otra por debajo del ombligo. Se tuvo que ayudar de una maza y un cortafríos para romperse una vértebra de la columna que molestaba, porque ofrecía mucha resistencia a la delgada hoja del bisturí.
Tras seccionarse, se cortó un trozo de hígado que, con el despiste, le había quedado solo y separado en la mitad inferior. Lo cogió con dos dedos y se lo colocó en el lugar que le correspondía, asegurándose de que no se caería con unas gotas de pegamento que encontró en la arena de aquella isla que nunca nadie había pisado antes.
Colocó su tronco, apoyándose en los nudillos de las manos, entre sus piernas, y despojó a esta mitad de los pantalones y de la ropa interior. Al tirar de ellos cayó al suelo, y la base seccionada de su tronco se rebozó en arena y pajitas. Dio un coletazo con el estómago y volvió a la posición que ocupaba sobre la camilla.
Empezó entonces a maniobrar en su mitad inferior y consiguió, en seis segundos, la cantidad de semen que consideró suficiente: habría bastante con medio litro. Puso unas gotas sobre una mano y depositó el resto en una botella que pintó en la tierra, y la guardó en un frigorífico que por allí había.
Luego apartó un poco los intestinos delgado y grueso, escupió unos óvulos que llevaba en la boca y que arrancó al cadáver de una mujer que encontró en el camino y se los depositó en su interior. Los empapó bien con el semen de la mano y, tras secarse los restos de líquido en su cabellera de hombre algo excéntrico, comenzó a moverse para encajar sus dos mitades y quedar como antes. Se rodeó la cintura, a la altura de la inmensa raja sin fin que se había hecho, con papel celo que, previsoramente, había llevado con él. Por si acaso no tenía resistencia suficiente, colocó ocho grapas a su alrededor, poniendo cada una a cuarenta y cinco grados de la anterior.
Después sorbió su sangre con el canuto de un boli que llevaba en la bata. Estaba fresquita por la acción refrigerante del aparato. Dio un golpe al cocotero y propinó una serie de patadas a las hojas de la piña tropical que cayó de él, que se estiraron y tomaron forma de canoa, con lo que el Doctor Peterson pudo regresar al continente, porque las pirañas y los camarones habían acabado con los cadáveres y no había manera de regresar andando.
Dos meses después de aquello, y merced a un procedimiento acelerador que sólo el Doctor Peterson conocía (y que consistía en tomarse una bolita de mierda de oveja antes de cada comida, y ayudarla a bajar con un vaso grande lleno de gasolina sin plomo, porque la otra perjudica al riñón) el científico dio a luz a todo un joven con la mili hecha, y ya ingeniero.
En varias ocasiones regresó a la isla a repetir el experimento, pero como no siempre deseaba partirse por el mismo sitio, a veces se seccionaba verticalmente en mitad izquierda y mitad derecha, otras veces oblicuamente, y una vez hasta en cuatro trozos, para experimentar la sensación de hacerse cosquillas en los pies con un brazo suelto y ver con una mitad de la cabeza cómo se reía la otra. Gracias a su inteligente método de autoinseminación continuó la existencia de la especie humana unos años más.

sábado, 4 de febrero de 2012

Bruno y su hermano, de Si yo soy yo


Mi hermano fue siempre más atrevido y más bravo, más soñador, más creativo, con más inquietud por saber y por ir, por conocer, por escuchar, y era más inconformista, en el sentido de que la vida rutinaria y cómoda, de la cual podíamos disfrutar en nuestro buen hogar, nunca fue de su agrado, y siempre tuvo los ojos y el espíritu en un más allá de tiempo o espacio, con una sana rebeldía envidiable que le hacía exprimir al máximo cada gota del jugo de la vida.
Estas diferencias en nuestros caracteres eran palpables y evidentes, a pesar de que mis padres nos habían dado a los dos dosis de amor y atención de exactamente la misma intensidad.
Mi padre era catedrático de Filosofía en un instituto de un pueblo cercano, al que iba y venía diariamente desde antes que yo tuviera uso de de razón. El carácter de mi padre era también más alocado que el de mi madre, una mujer más cauta y medida, más centrada, que le servía de contrapunto y que lo equilibraba. Yo creo que se querían mucho. Mi padre nos enseñaba saberes extraños y ya caducos, como fórmulas alquímicas que poníamos en práctica en nuestro garaje, o nos enseñaba grabados y mapas antiguos, como los de una isla llamada Bermeja, en el Golfo de México, cuya existencia se ha documentado en los siglos XVI a XIX y que podría modificar las fronteras marítimas entre México y los Estados Unidos, pero que, hoy, ni cartógrafos ni geógrafos son capaces de localizar. A los dos nos entrenó en el manejo de la mente: nos hacía cerrar los ojos e imaginar algún objeto, una vasija de barro o una pecera de cristal con dos peces naranjas dentro, que, después, al abrirlos de nuevo tras una orden suya, aparecían ante nosotros sólidos y tangibles, alcanzables si acercábamos la mano; pero su visión o su espectro se iban difuminando poco a poco, ante nuestro asombro y la risa de mi padre, que contemplaba divertido nuestras muecas atónitas. En otra ocasión nos condujo al interior del templo de Éfeso, que Eróstrato incendió en el sigo IV a.C. por el simple deseo de pasar a la historia (y dando lugar, de este modo, a la creación del término castellano “erostratismo”, que es la manía de cometer actos delictivos por afán de notoriedad), y que era, por tanto, ya imposible de visitar; sin embargo, señalando sobre el papel, nos conducía por sus claustros como un cicerone, explicándonos lo que podíamos ver en nuestro paseo. Un día, agazapados entre las columnas de uno de sus patios vimos a Eróstrato con una tea en la mano. «¡Salid, salid!», nos advirtió mi padre, y volvimos a la realidad de nuestro siglo sudorosos y asustados, huyendo de las llamas que, pronto, empezarían a propagarse.
Mi padre comenzó a formarnos en transmisión telepática. Nos decía que él, de niño, había hecho telepatía con nuestro abuelo, y que conseguían el intercambio de datos pequeños, como números de dos o tres cifras. Nos sentaba en el salón, uno en cada sillón, y nos pedía silencio y concentración y nada de risas; extendía sus brazos hacia nosotros, poniéndose en una suerte de trance, y como a través de sus venas nos llegaban los colores, los objetos o los números en los que estaba pensando. Cuando Bruno o yo recibíamos la señal que nos había enviado, anotábamos en un papel el nombre del elemento pensado y nos recostábamos en el sillón, a la espera de que el otro finalizase el proceso. Normalmente era Bruno quien lo adivinaba antes y quien debía esperar, porque yo tenía más dificultades para recibir e interpretar los impulsos eléctricos o magnéticos (no sé) que se me transmitían, y, a veces, la señal me llegaba cambiada, un 511 en lugar de un 115, una flores en lugar del jarrón que las contenía, como si se hubieran intercambiado los polos positivo y negativo por los que debía viajar esa clase de energía, o como si un elemento extraño afectase al orden en que, como en una red de ordenadores, acuden a su destino los diversos paquetes de información.
Pero la práctica nos permitió mejorar progresivamente la técnica, y empezamos a pasarnos más información y en menos tiempo, y con menos errores. Ensayábamos Bruno y yo, a veces supervisados por mi padre, pero otras sin él. Se me daba mejor el papel de receptor que el de emisor. Yo emitía muy mal, y pocas veces era capaz de concentrar la energía necesaria para que de entre mis cejas irradiaran las tres cifras de un número, una detrás de otra, y que se alejaran de mí el metro o metro y medio que me separaba de mi hermano.
—Imposible —me decía Bruno al rato—. No veo nada.
A la inversa, sin embargo, sí funcionaba. Bruno enseguida era capaz de hacerme ver el objeto que él imaginaba, el número que había pensado y, poco a poco, elementos y sensaciones de mayor complejidad, como un paisaje con una cascada; un barco trasatlántico con tres chimeneas de vapor pintadas con dos franjas de distintos colores, alejándose del puerto y haciendo bú-bú en un toque de despedida; y, un día, me hizo sentir en la mano el tacto áspero del cojín de arpillera que él estaba acariciando.
Yo entendía que mi mente, en este sentido, era más débil que la suya, pues yo recibía con nitidez, como el receptor de radio o el televisor que se tienen inmóviles encima de un mueble, la información que su gran capacidad intelectual construía, codificaba y me transmitía, actuando él como el repetidor que se sitúa en lo alto de un cerro. Mis intentos de conseguir en él los mismos resultados que él sobre mí fueron siempre fallidos, y a partir de cierto momento ni siquiera volví a intentar transmitirle ni el triste contenido de un bit.
A mi padre no le satisfacía esa diferencia de capacidad entre uno y otro. Durante algún tiempo, me estuvo llevando a un aparte para que ensayásemos él y yo, a solas, las técnicas de transmisión telepáticas; pero no tuvimos éxito y, en algún momento, decidió abandonar y explorar otra vía. Entonces, nos juntó a Bruno y a mí, y le enseñó a mi hermano a leer lo que yo había pensado y que yo intentaba, en vano, alejar de mi corteza. Cuando alcanzó esta capacidad, los mensajes fluyeron por fin desde mí hacia mi hermano, y tuve la ilusión de ser un telépata, aunque lo que realmente ocurría no era que yo enviase información, sino que, de forma involuntaria, dejaba que Bruno leyera la mía. La capacidad de teletransmisión aparentaba ser, para un observador externo, recíproca, pero era realmente una forma de lectura en un solo sentido, sin emisión por mi parte, pues yo dependía totalmente de las dotes de Bruno y no de las mías. Mi hermano, ya sin necesidad de concentración ni preparación previas, entraba de vez en cuando en mi cabeza sin avisarme, y o bien me leía el pensamiento que yo pudiera ofrecerle, o bien me colocaba alguna cosa que me distraía o me desconcentraba.
Yo sentía con precisión el momento exacto en que Bruno accedía a mi cabeza a leer la información que le había puesto disponible, con la misma claridad con que la mano de la cajera accede al compartimento de billetes de su caja para tomar uno y devolver el cambio. De este modo, sentía físicamente el momento en que Bruno llegaba y leía; la operación, unas veces, duraba un instante, mientras que otras mi hermano se demoraba por allí, como dando un paseo entre los surcos y las circunvoluciones cerebrales para buscar alguna otra cosa, algún despojo, y poder sacarlo de su cubículo igual que un indigente tantea por el fondo de una papelera para encontrar algún desperdicio aprovechable.
A veces tenía que pedirle que saliera ya, porque lo sentía hurgar en exceso por mis recovecos. En ocasiones lo veía sonreírse, como si me hubiera descubierto alguno de esos secretos sonrojantes que uno tiene y que prefiere guardarse para sí.
—Si quieres —me dijo un día— podemos hacerlo al revés. Puedo subirte y te vienes conmigo, y ves qué se siente.
Accedí. Bruno llegó a mí y se me llevó como un trozo, y sentí que esa parte de mí que se había ido con él se instalaba en algún lugar de su cabeza, en una dimensión extraordinaria, cerca de la longitud y la latitud en que nos encontrábamos, pero en un lugar imposible de ubicar y señalar con el dedo.
—Te tengo —me dijo Bruno cuando me encajé en él.
—Sí —confirmé—. Lo estoy notando.
—No te muevas de aquí. Voy a dar un paseo. Quiero saber si puedes seguir conmigo o si el hechizo se rompe en algún momento o con alguna distancia.
Por primera vez me sentí simultáneamente en dos lugares distintos; pero no era solo una sensación, sino una realidad: estaba, por un lado, sentado en la cama de mi habitación, en donde Bruno me había dejado sin un trozo de mi mente (o con un fragmento de la mía ocupada por un implante de la suya); por otro, estaba saliendo a la calle como abducido por él, integrado en su cuerpo. No veía, ni escuchaba, ni olía lo que el sí podía oler, escuchar y ver, pero sentía sensaciones semejantes a éstas en un órgano no explotado en el que nos reside un sentido adicional que tenemos y que no aprovechamos: sin que se me erizara la piel, sentí el mismo frío que él cuando dejó la casa y salió a la calle; me ruboricé sin que la sangre afluyera a mi rostro cuando Bruno se cruzó en la acera con esa chica tan atractiva a la que estuvo mirando mientras le dio para hacerlo el rabillo del ojo; sentí cierta confusión cuando Bruno sintió un picor en su brazo que no tenía correspondencia en el mío.
—¿Qué tal? —me preguntó al regresar.
Acababa de entrar en casa y subió directamente a mi habitación. Yo continuaba sentado en mi cama y giré mi cabeza hacia la puerta cuando él la abrió. Entró con prisa, excitado, y sentí una especie de “clac” cuando Bruno me liberó, como si el trozo de mí que se había ido con él hubiese aparecido de nuevo y se hubiese colocado bruscamente en su posición original.
—Demasiado, Bruno —le contesté—. Es una… es una sensación rarísima. Creo que he sentido lo mismo que tú pero de otra manera, en lugares mentales distintos, en sitios que no localizo, como si estuvieran alejados pero a la vez aquí. He ido contigo sin moverme, te lo aseguro.
—Yo sabía que venías conmigo. No podía decirte nada, pero sí sabía, sin embargo, que estabas ahí, como si me estuvieras vigilando o cuidando, como si yo estuviera impregnado de tu silueta. Algo ambiguo y extraño. He sentido el rebote de lo que tú has sentido: sé que has sentido extrañeza cuando me he rascado el brazo, que la chica también te ha parecido guapa, aunque también sé que no sabes cómo es su rostro. Ha sido como… no sé, como haber compartido o intercambiado las alucinaciones de una pastilla de ácido.
Por lo demás, nuestras vidas transcurrían como las de dos hermanos cualesquiera. En muchos aspectos, en casi todos, yo le fui siempre a la zaga, entablando la conversación con la chica que él no había elegido, dejando voluntariamente de acompañarle a esos largos viajes de Interraíl en cuya participación yo siempre andaba dudando, y que finalmente lo llevaban a él solo hacia el extranjero, o dejando a medias los libros clásicos o fantásticos o actuales que me recomendaba y que, pese a mi esfuerzo por hallarles lo ameno, terminaban por aburrirme soberanamente.
Un año me llevó con él de viaje; me llevó parcialmente, metafóricamente, porque lo único que de mí lo acompañó fue una porción de mi mente instalada en la suya. Los días de convivencia incorpórea nos resultaron agotadores, y no pudimos deshacer la cadena intangible que nos mantenía unidos y descansar de su peso hasta que él regresó y, uno ya por fin en presencia del otro, pudimos por fin sentir la liberación de ser nuevamente seres aislados, únicos e íntegros; cada uno, uno solo, y no esa suerte de divinidad, de trinidad santísima formada por solo dos miembros, de ser uno y trino, uno y doble en este caso.
Con la lección aprendida, el resto de veranos permanecimos separados física y mentalmente. Cuando volvía a casa después de sus periplos estivales me inundaba la mesa de fotos, me explicaba las maravillas que había visitado y me hablaba de los lunares secretos y de otros detalles escondidos de las chicas bellísimas a las que había conocido y con las que, para entenderse, no era necesario compartir el idioma. Como un torbellino, me arrastraba después hacia la calle, a probar un sabor nuevo en la heladería próxima a casa y por la que yo pasaba habitualmente sin aventurarme por algo distinto de la fresa o el chocolate, o a tomar cervezas en un bar de viejos con los que podías jugarte unos botellines a las carambolas de un billar. Por las noches, Bruno sacaba sus camisas más sedosas, se ladeaba los cuellos y se acercaba simpático a las mejores chicas. Tras elegirla, le iba dando coba a la mejor del grupo, que nunca lo despreciaba, y conseguía extraerla de la conversación principal y hacerla reír sin perder él jamás la compostura. Entrada la madrugada, en algún momento me volvía a buscarlo, pero los dos se habían despistado del grupo y no volvíamos a verlos. Ya en la oscuridad de mi habitación, me quedaba despierto esperando el ruido de la cancela de casa, y cuando la oía me asomaba discretamente por la ventana que daba a la calle, para verlo llegar, igual de erguido y radiante que cuando habíamos salido. Lo oía desvestirse para meterse en la cama, el sonido de su correa arrastrando en el suelo al quitarse el pantalón, segunda vez quizás que se lo quitaba en la noche.
Crecimos felices los dos, siendo él mi punto de referencia, como un modelo a seguir, si bien nuestras personalidades eran distintas y su osadía y su afán, que tanto envidiaba, no llegaban a adaptarse a mi forma de ser.
Como correspondía a un hombre de semejantes miras, ninguna de las opciones que le presentaba el bachillerato le fue suficiente, y no optó ni por ciencias ni por letras ni por una mezcla de ellas, alternativas todas en las que irremediablemente algo habría que dejar de aprender, porque él quería saber de todo y saberlo todo, tal era su ansia por aprovechar la oportunidad única que nos entrega la vida.
Un día me habló de la trascendencia del número Pi, que tiene infinitos decimales que no se repiten. «Si a cada par de dígitos le asocias una letra», me dijo, «en algún lugar de Pi puedes encontrar escrito el origen del mundo, y también su fin, y cualquier pensamiento intermedio que se te haya ocurrido, o cualquier libro ya escrito o por escribirse». El cálculo inmenso se me fue de las manos, pero asumía con la certeza con la que un católico acepta el dogma de la asunción a los Cielos del cuerpo de la Virgen, que si Bruno lo decía es porque así era. Otras veces, como un catálogo de efemérides, me contaba episodios históricos de escasa relevancia pero sin cuya ocurrencia el discurrir de los hechos no habría sido este. Me hablaba de personajes griegos, de Diógenes de Sinope, de Pericles, o me explicaba que hay estrellas de superficie pulida en las cuales rebota la luz que les llega, y que con la tecnología necesaria podría construirse un telescopio con las que mirarlas, y que observaríamos lo que ocurría en la Tierra hace un millón de años.
Le escuchaba con la atención con que se sigue desde el callejón una buena faena, y él me contaba las maravillas últimas que había aprendido, intuido o imaginado. Comprobaba que él me correspondía con el mismo sentimiento, impresionado también conmigo, pero en sentido contrario, como atónito o resignado por pensar que su hermano, nacido un año después, con la misma educación recibida en el mismo colegio, sus dormitorios dispuestos pared con pared de forma simétrica y con la misma orientación, y con padres que nos concedían un idéntico cariño, pudiera tener la cabeza tan vacía de los prodigios de que rebosaba el mundo.
Por su espíritu inquieto y ultramarino, mis padres lo dejaron marchar, acabado el instituto, a vivir a Madrid, para seguir en una academia unos estudios no oficiales de mundología, en los que tenían cabida el arte y la matemática, la filosofía, la literatura, la historia, la música, y en donde se daban también clases de las formas diferentes de creación artística. Las salidas profesionales podrían ser pocas, pero la vida de Bruno se llenaría de prurito y afán. Se ganaría la vida con un empleo accesorio y por cuenta ajena: camarero en un bar o fotógrafo, repartidor de pizzas, dependiente de ferretería u otro oficio sin preocupaciones y que le hiciera feliz sin llevarse trabajo a casa, en donde podría dedicar su tiempo a lo que realmente importa: a leer, a escribir, a pintar o a pensar, o a juntar y clasificar de diversas formas libros y música, o cine, o a disfrutar de otros placeres, como el paladeo de una copa de algún licor de graduación alta y sabor intenso, algún tabaco especial, o de alguna mujer escultural y culta, con la que intercalaría largas sesiones de amor, cuyos clímax coincidirían en el tiempo con las notas conocidas de Así hablaba Zaratustra a alto volumen, y tranquilas discusiones sobre la obra homónima de Nietzsche.
En los primeros meses que pasó en Madrid añoré su presencia, y cuando pasaba ante la puerta de su cuarto vacío me habría gustado encontrármelo concentrado en su lectura, o tomando notas, e interrumpirlo para que se volviera hacía mí marcando la página con un dedo o poniendo el capuchón al bolígrafo, con su sonrisa agradable y ahora pienso que quizá paternalista, y que me dedicara unos minutos de su conversación cultamente seductora pero que él me hacía inteligible; también los paseos por la ciudad para descubrirme detalles arquitectónicos de edificios antiguos que me habían pasado inadvertidos, como un reloj de sol en la esquina de alguna casona, un escudo de armas, o una imagen del yugo y las flechas que se marcó con un gran tampón en la torre empedrada de una iglesia durante o después de la guerra, y que allí permanece después de tantos años. Al principio venía un fin de semana de cada tres o cuatro, pero luego fue estirando estos periodos y comenzó a visitarnos con menos frecuencia, y hacia la primavera cambiaron las tornas, y ya éramos nosotros quienes íbamos a verlo. Pero apenas estábamos con él, porque debía asistir a la inauguración de una exposición de pintura de algún amigo, porque le habían invitado al estreno de una obra de teatro, o porque tenía un compromiso cultural de algún otro tipo. Mencionar a Bruno o pensar en él era como referirse a un mundo ajeno y nebuloso de erudición, distinto de éste terrenal y práctico en el que yo tenía los pies: un mundo impreciso del que, perdida la referencia, me fui olvidando y que empecé a desdeñar, y del que en algún momento me sentí liberado. Y así, poco a poco, y al estar en mi último año preuniversitario, los fines de semana en que mis padres se marchaban a verlo me quedaba en casa con la excusa de poder estudiar y, si entre semana Bruno telefoneaba, yo evitaba descolgar porque conocía las horas y los días en que solía hacerlo, y si por ventura cambiaba sus hábitos y me sorprendía al otro lado del auricular, no le preguntaba por su vida, tan distinta a la mía, y le pasaba enseguida el aparato a mis padres, tras darme por enterado de que le seguía yendo bien.
Al año siguiente yo, más mundano, preferí estudiar Derecho en mi misma ciudad, una carrera polivalente que me sirviera tanto para opositar a algún cuerpo de funcionarios de la Administración Pública, como para empezar de pasante en algún bufete.
Y, con estas circunstancias, mi relación con mi hermano se fue enfriando, porque apenas ya venía ni siquiera en verano, pues la agenda cultural de Madrid es todo el año apretada y él debía hacerse un hueco, y si descansaba unos días en agosto se marchaba de viaje con Justine, Marilín o Jimena, o con la muchacha de nombre evocador que tocase en esa ocasión. Mis padres le daban su aquiescencia y le reían las gracias, «qué chico», y le mandaban mensualmente el dinero que para sus quehaceres les fuera requiriendo.
Yo, al fin y al cabo, me encontraba en una situación nueva y cómoda, sin ese referente de conocimiento amplísimo que ahora consideraba que me había hecho sombra, percibiendo un protagonismo que antes no había tenido, y sentí mi intelectualidad al ras agradable de la normalidad. Si alguna rara vez él venía, yo lo esquivaba e intentaba rehuirlo, encerrándome en la habitación con algún grueso tratado de Derecho Romano, Tributario o Penal, aduciendo que debía estudiármelo para un próximo examen. De este modo, el punto impreciso que se fue señalando con la marcha de Bruno, y hasta el cual nuestras vidas habían avanzado paralelas y a pequeña distancia, comenzaba ya a quedar lejos, divergiendo y avanzando cada una en el mismo sentido pero con ángulos complementarios, +x una de ellas y –x la otra, dirigiéndose hacia un lugar del infinito en el que podrían no volver a encontrarse.
Pero el tiempo y el espacio también se curvan, según me había explicado Bruno un día con unas metáforas sobre la Relatividad que no llegué a entender, y lo hacen a veces bruscamente, como en un agujero negro que absorbe incluso la luz y, con este mismo color, me llegó un domingo de julio la noticia de la muerte de mis padres en un accidente, cuando venían de pasar con mi hermano un fin de semana en Madrid. Hacía seis meses que no nos veíamos, y estuvimos conviviendo durante los primeros días del duelo, para recibir las visitas de los amigos y conocidos que vinieron a expresarnos su pésame, y para arreglar los asuntos prácticos que todos los muertos dejan a los vivos.