—¿Nunca ha leído en el periódico o escuchado en la radio la
historia de alguna carta que ha llegado a su destino años después de haberla
enviado?
La
psicoanalista no respondía nunca aquellas preguntas de sus pacientes que
pudiesen desvelarles el más mínimo detalle de su vida personal. Dedicó un
instante a analizar si la cuestión planteada la comprometía algo.
—Quizás,
alguna vez —respondió.
—Hace unos
años, cuando vivía en pareja, me llegó al buzón un sobre que mi entonces mujer
me había enviado hacía muchos años. Tenía el matasellos de un lugar de Italia y
era de cierto grosor (no era una carta de un folio, quiero decirle) y, por su
tacto y su aspecto, se notaba que su contenido ya era viejo.
»En esa
época yo solía llegar primero a casa e iba preparando o recalentando la comida
que tuviéramos, para que cuando Marina llegase, un poquito después, ya
estuviese todo preparado y pudiéramos empezar a comer. Recuerdo que subí la
escalera sonriendo. Vivía, y vivo todavía, en el primer piso, no sé si se lo había
dicho ya en alguna otra sesión… El caso es que eso, que subí los escalones de
dos en dos, golpeando el sobre contra la otra mano, como con prisa, no sabía si
para abrirla y leerla al pasar a casa, o si dejarla cerrada para dársela a
Marina cuando llegase y que fuese ella quien me la leyese.
—Marina era
su pareja de entonces, sí; pero, ¿también fue Marina quien le había remitido la
carta?
—Así es.
—¿Mucho
tiempo antes?
—Quince
años antes, fíjese.
—Ajá.
Continúe.
—Al final
decidí dejar la carta como estaba, sin abrir, en la encimera de la cocina, para
que ella me la pudiera leer cuando llegase. Sería un poco como en las
películas: ¿se ha fijado que, en el cine, cuando alguien recibe una carta,
realmente la lee y la reproduce, y el espectador la oye, con la voz del
remitente? Pues eso pensé yo: que al dársela a Marina podría vivir, por un
momento, una escena de película, con ella leyéndome con su voz el texto (de
amor, imaginaba) que me había escrito tantos años antes.
El
paciente, a veces, se sentía un poco ridículo cuando confesaba a la doctora
manías o costumbres o gustos así como singulares, o infantiloides, pensamientos
extemporáneos, como románticos o peliculeros, ideas anacrónicas. En esos
momentos giraba hacia atrás la cabeza, para ver desde el diván si la doctora se
reía (de él) o si hacía algún gesto de desaprobación o de entusiasmo. Pero ella
siempre lo escuchaba incólume, con el mismo gesto de respetuosa atención con el
que, el primer día que acudió a la consulta, lo recibió y le hizo sentarse,
para que se introdujeran y conocieran, en el otro lado de la mesa. La doctora
lo escuchaba siempre con un bloc de notas flexible, engomadas sus hojas por la
parte superior a un trozo de papel de estraza, la hoja de portada de un tacto
diferente y de color celeste y, sobre ésta, escritos con un rotulador negro
grueso, sus dos apellidos, una coma y su nombre de pila. Día a día, sesión a
sesión, semana tras semana, la doctora se había encargado de ir rellenándolo,
inutilizando sus páginas con su escritura de esa letra tan fina y personal, tan
alargada, algo inclinada, a veces tan temblorosa que parecía escrita en un tren
en marcha, ilegible para un tercero. O tal vez lo contrario: tal vez esos
trazos delgados, como ropa puesta a secar, no lo inutilizaban sino que le daban
valor al papel que, de otro modo, habría permanecido blanco y expectante,
esperando algún dibujo, un pintarrajo, una lista de la compra, una nota para
dejar pegada con un imán en el frigorífico, alguna noticia o algún relato con
el que justificar su existencia, como las palabras con las que ahora y desde
hacía un tiempo, durante estas horas de 50 minutos, se iba poblando cada
semana, capaz que con las claves de su diagnóstico.
«¿Diagnóstico
de qué?», se había preguntado el propio paciente alguna vez. Se aficionó a este
tipo de psicoterapia cuando se quedó solo, después de que Marina se fuera, y lo
hizo más por tener una forma adicional de pasar el tiempo que por tener
consciencia de sufrir algún problema. Es más: se sentía sano cuando empezó a
acudir regularmente a las sesiones de psicoanálisis. Alguno de sus amigos ya le
había hablado de las bondades de esta terapia. Alguno, incluso, se había
psicoanalizado más de una vez, enganchándose a ellas como el que se aficiona a
una droga, empalmando unas terapias con otras sin solución de continuidad y con
distintos especialistas, a los que volvían a contar los mismos episodios
traumáticos o anodinos de la infancia, las peleas con su madre o con su padre,
alguna visión, una escena o un diálogo de una película que escuchó de niño y
que ahí se quedó, una conversación telefónica de la que fue testigo accidental,
la persiana de un vecino cerrada sólo a medias, un tabique de separación
demasiado delgado por el que se oía todo, otro demasiado grueso por el que sólo
se oía algo. Le explicaron que estaba bien, que uno se siente mejor al salir de
la consulta, como si casi cada día se deshiciese uno de una espina en la
garganta o de una china en el zapato. El paciente, cuando empezó, no tenía
espinas ni piedras. Había sido, hasta entonces, moderadamente feliz y no está
todavía seguro de por qué optó cierto día por pedir cita para esta doctora en
lugar de haber buscado tapar ese hueco horario con un gimnasio: él que, durante
su juventud, había sido tan deportista.
—Mientras
preparaba la comida y ponía la mesa miraba al sobre con la carta, que había
dejado un rato antes ahí, sobre la encimera de la cocina. Al ratito oí los
tacones de Marina subir la escalera y aproximarse a la puerta de casa por el
descansillo de la escalera. Sacó sus llaves y abrió la puerta. «¡Hola!», le
dije yo.
—Lo vamos a
dejar aquí —dijo la doctora haciendo en el cuaderno una última anotación—, y
seguimos la semana que viene.
[Publicado también en Hyperbole]
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