Una foto aleatoria

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Una frase aleatoria

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sábado, 21 de agosto de 2010

Un cuento incompleto

El año anterior había comido mucho arroz blanco con tomate y huevo, porque es un plato que se me daba bien y a mis compañeros del piso de estudiantes les gustaba la forma en que lo cocinaba, con bastante ajito. Como para este año, sin embargo, uno había terminado la carrera y el otro estaba de Erasmus, a principio de curso me pasé por el tablón de anuncios que hay junto a la máquina de café y estuve mirando los carteles que cuelga la gente para buscar compañeros de piso: «Se necesita compañero para compartir piso, cerca de la Ronda, próximo a Magisterio, cercano al campus y en zona lluviosa. Tres habitaciones, dos cuartos de baño, salón amplio, todo exterior, cocina totalmente equipada». Venía un teléfono repetido muchas veces en multitud de tiras verticales en el borde inferior del folio, que habían colgado apaisado, así que recorté una y llamé desde el teléfono público que hay en el vestíbulo. Me cité para la tarde-noche con el sujeto en el piso, cercano también a mi Escuela, y subí en el ascensor cuando la noche caía. No me hizo mención acerca de esa característica “lluviosa” de esa zona de Ciudad Real, y yo tampoco quise preguntarle, pues él debía de asumir que, si la vivienda me interesaba para pasar ese curso, era tanto por su número de dormitorios, por la amplitud de su salón o la cocina con microondas y lavavajillas, como por el agua que inusualmente parecía derramarse desde el cielo en el tejado del edificio. El chico hizo de cicerone y me llevó por un recorrido por la casa. Realmente, me urgía en cierto modo encontrar un lugar donde quedarme aquel año; como, además, no estaba mal de precio, le dije que sí, que me quedaba, y que ya vendría al día siguiente con mi equipaje.

—¿Nos tomamos algo para celebrarlo? —me dijo.

—Vale —le contesté.

A requerimiento suyo me senté en el sofá del salón y esperé a que trajera dos vasos de un whisky bueno que me dijo que había comprado. Le oí abrir los cajones del congelador, siempre semipegados a la estructura del frigorífico por el hielo que se va formando incluso en los modelos no frost, y luego agitar o golpear la bolsa de hielo en la encimera de la cocina, y los cubitos caer hacia el fondo del vaso.

—No tenía hielo suficiente —me dijo cuando regresó al salón con los vasos en la mano, alargando un brazo para ofrecerme el mío—, así que te he puesto unas empanadillas y unos guisantes congelados. Espero que no te importe.

—No, claro —le dije, observando con envidia que su vaso tintineaba con los cubitos.

[Lo continuará Mateo Kyezitri].

lunes, 2 de agosto de 2010

El negro Viñas (y II)

Un día, sin embargo, la maestra alzó su mirada para mirar el cielo. El día había lucido de manera radiante durante la mañana, pero la ciudad se oscureció en un instante por alguna nube que se cruzó en el camino entre el sol y la escuela. Cuando ella retornaba hacia abajo sus ojos, los ojos de los dos se cruzaron y se aguantaron serios durante un momento. El Negro Viñas le sonrió enseguida y le hizo así con la mano. Ella, en lugar de devolverle el saludo, se volvió hacia el interior de la clase. Los niños se pusieron de pie y comenzaron a recoger, y la maestra cerró las contraventanas para oscurecer el aula hasta el día siguiente. Antes de que el hueco amplio se convirtiese en una pequeña rendija, la maestra alzó nuevamente su vista y le lanzó una sonrisa.

A la mañana siguiente, después del recuento y del desayuno y del rato en el patio, el Negro Viñas se asomó con impaciencia nuevamente a la ventana. La maestra había buscado encontrarse con los ojos del preso, esos ojos tan negros y dulces que, sin embargo, apenas conseguía distinguir con nitidez. Al Negro ya no le interesaba el tráfico rodado, ni los transeúntes (se hubiesen o no implicado en la revolución), ni la sucursal del Banco de la República con sus clientes entrando y saliendo, ni la frutería, ni tampoco el zapatero que montaba y desmontaba su puesto todos los días. Ya no se asomaba por la ventana de Coronel Mora, sólo a la de 18, porque allí esperaba encontrarse con la mujer que, de noche, lo hacía tumbarse boca arriba en la cama con las manos en la nuca y dormirse tarde, pensando en una vida improbable con ella. Por fin apareció; por fin apareció por el cristal y miró directamente hacia arriba, y sonrió de inmediato al cruzarse con él y le hizo así con la mano, como él había hecho el día antes, y se quedaron un rato mirando. La maestra desaparecía a veces, pero regresaba tan pronto como los niños la dejaban, y ninguno podía evitar la mueca de felicidad y nostalgia que les deparaba ese rato.

Un día el Negro le enseñó desde la celda un papel y un bolígrafo, y le hizo un gesto de escribir y de arrojar el papel a la calle. Ella comprendió, y cuando avisaron con el timbre de que la jornada escolar había terminado, salió impaciente con los niños sin oscurecer el aula, como el Negro Viñas había visto que ella hacía desde que ingresó en la cárcel.

El Negro la vio salir por la puerta de la escuela; la vio cruzar hacia su acera en lugar de girar a la derecha, como siempre hacía; mirar hacia arriba para tratar de encontrar la mirada del prisionero en sentido casi cenital, y la halló enseguida, y observó que un brazo salía de entre las rejas con un papel en la mano que fue arrojado a la calle, y que al desplegarlo tenía palabras bonitas que le explicaban que llevaba semanas mirándola, que las tardes y los domingos sin ella eran pequeños suplicios, que había gozado de los ratos en que ella se asomaba sin mirarlo a él, y que los de ahora eran la mejor recompensa y el mejor premio que podía obtener en la cárcel.

Todos lo días se miraban; todos los días hasta la amnistía él le arrojaba una nota; todos los días ella se lamentaba de no poder corresponderle con otro papel, con su voz propia, con su mano en su cuello o sus labios en los de él. La maestra lo esperó todo el día cuando el gobierno nuevo concedió la libertad a todos los presos políticos. Con los ahorros de ella compraron la frutería de la esquina que tantas veces habían observado. No se casaron porque creían en ellos y no en los papeles, aunque Viñas tenía aún pendiente la revolución. Algunos amigos habían desaparecido, tirados desde aviones sobre el Río de la Plata; a otros la cárcel les había escarmentado y removido el deseo de cambiar el mundo.

Cuando Viñas comprendió la realidad nueva en la que se encontraba perdió toda ilusión y se dedicó a morirse. El último día, tomando a la maestra de la mano, le dijo al médico que certificó su muerte: «Esta es mi mujer, doctor», y así de este modo decidió quedarse ahí y cerrar los ojos para siempre.