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miércoles, 26 de mayo de 2010

Cartas

La Electrónica y la Informática y la telefonía móvil con sus mensajes cortos y la posibilidad de estar localizados permanentemente, han casi eliminado de nuestras vidas las cartas personales en papel, que a veces llegaban a nuestros buzones perfumadas con las gotas de alguna esencia, depositadas con cuidado por nuestro amante entre sus letras manuscritas para que imagináramos, en la distancia, el aroma con el que nos recibiría cuando nos abra la puerta en el próximo encuentro nocturno.
A mi buzón no llegan ya cartas así y, sin embargo, cuando rasgo el sobre que contiene el recibo de alguna Visa o el extracto de los últimos movimientos del banco, o el que me informa de la próxima revisión semestral del tipo de interés de la hipoteca, cuando extraigo el pedazo de papel, lo acerco a mi nariz y olfateo, por si a la entidad se le hubiera ocurrido demostrarme su amor de alguna manera. Luego, cuando la leo, me doy cuenta otra vez de que me han enviado una carta tipo, «Muy Sr(es) nuestro(s)», sin rastro alguno de cariño o afecto.
Uno reconoce y diferencia enseguida el tipo de envío, un extracto o un recibo, de otra carta del mismo banco con un panfleto publicitario o un aviso de la próxima caducidad de una tarjeta, porque los sobres son distintos aunque vengan en su remite con el mismo logotipo. El tacto y la textura también los distinguen, y al doblarlos o manipularlos, incluso cerrados, se notan diferentes, y uno ya adivina la naturaleza de lo que contienen dentro.
La carta que me llegó ayer de mi banco de siempre era diferente a todas las anteriores: el sobre de un color ligeramente distinto, como de papel reciclado; la ventanilla transparente que mostraba mi dirección y que permitió al cartero llevarla hasta mi domicilio tenía unas dimensiones diferentes de las habituales, e incluso el tipo de letra con el que ponían mi nombre era una fuente Courier poco habitual, como de máquina de escribir antigua. Así que la dejé en la encimera de la cocina con cierta aprensión sin llegar a abrirla, y cada vez que durante ayer pasé por delante de ella la he mirado de reojo y con reparo, tratando de imaginar el tipo de noticia que mi banquero quería comunicarme. Ya por fin esta mañana, mientras salía el café, me he sentado en un taburete a esperar y me he decidido a abrirla: la otra noche, cuando entré al cajero automático del que habitualmente extraigo dinero, entré con un cigarrillo y realicé, con él encendido, a veces en la boca y a veces en la mano, toda la operación financiera. Al revisar, de manera rutinaria, las cámaras de seguridad, tomaron nota de mi pequeño delito. Cruzaron la hora de la grabación con la de mi retirada de efectivo y han decidido denunciarme por incumplimiento de la Ley 28/2005, de 26 de diciembre.

martes, 11 de mayo de 2010

La farsa monea


En una película ambientada en la Segunda Guerra Mundial y que, según recuerdo, está basada en hechos reales, un grupo de judíos internados en un campo de concentración alemán se dedican, bajo la vigilancia estricta de las SS, a tratar de reproducir, con la mayor precisión posible, billetes de libras esterlinas. El objetivo del Gobierno alemán es introducir en Gran Bretaña moneda falsa de manera masiva y, de este modo, hundir su economía.
Las devaluaciones de moneda consisten más o menos en eso: para conseguir que la moneda de uno valga menos y, de este modo, los extranjeros se gasten más en el país, se reparten billetes a diestro y siniestro y, al disponer todos de más cantidad de dinero, el valor real de la moneda disminuye.
Como ni España ni Grecia tienen ya el control sobre las inexistentes peseta y dracma, tomar una medida de este tipo les resulta imposible. Cualquiera de los dos gobiernos, que tienen las rotativas de fabricar billetes por ahí en algún sótano, podría dedicarse a emitir billetes de euro y a dejarlos caer desde un avión sin decir nada a sus socios europeos; cualquiera de los dos países, no obstante, quedaría muy mal si esta medida desesperada llegara a descubrirse.
Por otro lado, la falsificación de moneda que pueda hacer un individuo desde su propia casa no afecta demasiado al conjunto de la economía y, sin embargo, sí que puede resolver sus asuntos domésticos más urgentes. Desde que empezó la crisis, hacia el 20 o 22 de cada mes me pongo en marcha y hago mis propias fotocopias de billetes de 10 y 20 euros para las pequeñas compras. El proceso es sencillo: se coloca el billete en el cristal de la fotocopiadora; después, con la misma precisión con la que el dependiente de la papelería nos hace una fotocopia del DNI, introduciendo dos veces el mismo folio por la boca de alimentación y dándole la vuelta al documento para que ambas caras coincidan, uno también recoloca el billete para que su anverso y su reverso concuerden. Finalmente se arruga el folio para darle un aspecto de billete usado, se recorta con cuidado y se sale a la calle para hacer uso de él.
Todo esto me funcionó hasta el otro día: los rodillos de mi impresora multifunción, que imprime, fotocopia y escanea comenzaban ya a dar la lata: el papel se atascaba con frecuencia, los folios se descolocaban al meterse y entraban en diagonal… así que fui a la tienda y, usando las últimas fotocopias que me había hecho, compré un aparato nuevo y deposité el antiguo en el punto limpio. Lo instalé con ilusión en el ordenador, imprimí esa primera página de prueba que sirve para comprobar la corrección de la instalación e inicié el proceso que he descrito arriba. Pulsé por fin el botón de fotocopiar, a ver qué tal salía, y observé desconcertado que la nueva impresora detectaba mis insanas intenciones y me devolvía medio billete de 20 euros en lugar del completo. Además, me invitaba a visitar una página web: www.rulesforuse.org, en donde el Grupo de Bancos Centrales de Disuasión de las Falsificaciones (Central Bank Counterfeit Deterrence Group) describe las normas para poder reproducir billetes: «Como la farsa monea, que de mano en mano va / Y ninguno se la que’a».

martes, 4 de mayo de 2010

La independencia de los jueces

La presidenta del Tribunal Constitucional pidió el otro día respeto para el tribunal que preside ya que “ciertos sectores políticos y mediáticos” han emprendido una “desproporcionada e intolerable campaña de desprestigio”.

Hace un tiempo, un grupo de alumnos me dieron unos trabajos que debían entregarme, porque la nota que obtengan en éste cuenta para la nota final de la asignatura; lo cierto es que se me traspapelaron tres de ellos y califiqué todos menos éstos. Ya en clase y con las notas ya colgadas en el tablón de anuncios, me aseguraron, tras ver sus respectivos ceros en la columna correspondiente, que los trabajos me los habían entregado y que debía de tenerlos por ahí. Busqué y, en efecto, por cualquier motivo se me había pasado corregirlos y asumí que no los habían entregado. «No os preocupéis», les dije, «que yo os los corrijo y os actualizo la nota». Esto fue en octubre, y resulta que esos alumnos vienen con frecuencia a preguntarme por sus notas y yo les digo que «ya va, ya va», que lo que yo necesito para mi trabajo es, como dijeron los presidentes del Consejo General del Poder Judicial y del Tribunal Supremo respecto del Constitucional, «mesura» y «sosiego». Ellos desean una calificación justa para su trabajo, así que también repetí las palabras de uno de los vicepresidentes de estos órganos jurisdiccionales: «Dejadme tranquilo y sosegado, porque “es con tranquilidad y con sosiego con lo que mejor se puede hacer justicia”». Luego me han criticado, emprendiendo también una “desproporcionada e intolerable campaña de desprestigio”, como si yo no hiciera bien mi trabajo, o como si no lo hiciera en tiempo. Comprendo perfectamente a los magistrados del Alto Tribunal, me siento asimilado a ellos, a su propia piel, con el asunto éste del Estatuto de Cataluña, para el que no encuentran la paz espiritual que se necesita, cuatro años después de que arrancara el asunto.

El presidente del CGPJ, Carlos Dívar, también hizo referencia al “cuestionamiento injustificado de la independencia judicial”, cuando resulta que a cuatro los nombra el Congreso de Diputados, a cuatro el Senado, a dos el Gobierno y a dos el CGPJ: doce en total, diez propuestos todos por políticos y dos por jueces. Pero a 20 de los 21 miembros del CGPJ los elige también el Parlamento: a 8 directamente; a los otros 12, también el Parlamento, a propuesta de los propios jueces de entre 36 candidatos. De estos 36, a 18 los proponen los jueces asociados a alguna asociación profesional, y a los otros 18 los proponen los jueces no asociados a ninguna. En su composición actual, en el CGPJ hay al menos cuatro miembros que han sido políticos: Fernando de Rosa (fue consejero del gobierno de Francisco Camps, del PP); Ramón Camp i Batalla (militante de Convergencia Democrática de Cataluña); Margarita Robles (fue Secretaria de Estado con Felipe González); Margarita Uria (abogada, fue diputada por el PNV de 1996 a 2008). Uno de los pilares de la democracia es la separación de poderes; a saber: legislativo, ejecutivo y judicial. Resulta que al ejecutivo lo elige el legislativo, y a los órganos del poder judicial los eligen tanto el legislativo como el ejecutivo. Por la propiedad transitiva, si A depende de B y B depende de C, entonces A depende de C.

Es normal, entonces, que los ciudadanos se cuestionen y duden de la independencia de los tres poderes, sobre todo del judicial, que sí que debería disponer, en efecto, del sosiego necesario para discernir sobre sus asuntos, como ese del Estatut que se nos hace tan laaaaargo. Pero, para conseguir ese sosiego, deberían ser realmente independientes y no deber sus cargos a ningún político: para ello es necesario reformar su forma de elección, empezando por el artículo 122 de la Constitución, que obliga a que sean el Congreso y el Senado los que elijan a ocho de ellos.

También es normal que los ciudadanos, y también los sectores mediáticos y políticos de los que se quejan, cuestionen el prestigio de los miembros del Tribunal: primero, por su tardanza enorme en decidir sobre el Estatuto; segundo, porque llama la atención que la prensa agrupe a los propios miembros del TC en dos bloques, “progresistas” y “conservadores”, y que, en muchas ocasiones, consideren que algo es o no constitucional en función de su pertenencia a uno de los bloques. Las cosas o son constitucionales o no lo son: la Justicia está abierta a la interpretación y no es matemática; pero no es normal que estos doce señores de tanto prestigio, tan cultos, tan leídos, tan sabios, intérpretes supremos de la Ley de Leyes, se lleven cuatro años para decidir sobre un asunto de tanta enjundia, igual que no es normal que yo tenga estos meses a esos tres alumnos pendientes de un hilo para saber si aprobarán o no. Más sosiego, por favor, que si no, no rindo.

En algún momento habrá que cambiar la Constitución, entre otras cosas para cambiar el orden de sucesión para acceder al trono (supongo que en un resquicio intolerablemente machista, o tal vez por otros motivos desconocidos, prevalece el varón sobre la mujer, lo que permitirá que sea Felipe y no la infanta Elena quien reine en un futuro). Bueno, pues aprovéchese ese momento para cambiar también la forma de elección de los jueces, y para cambiar también aquellos aspectos que influyen en la Ley Electoral (como eso de que la circunscripción electoral sea la provincia: así ocurre que partidos como IU o UPyD tengan menos diputados que el PNV o CiU a pesar de tener más votos). Y habrá también por ahí alguna otra cosilla perfectible, seguro; la Constitución es un producto humano y, como tal, no exento de errores; también envejece, también se queda anticuada y se hace necesario modificarla. Así que hale, en cuanto pase la crisis que se pongan a ello.