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domingo, 24 de junio de 2012

En la Psicoanalista (I): la carta


—¿Nunca ha leído en el periódico o escuchado en la radio la historia de alguna carta que ha llegado a su destino años después de haberla enviado?
            La psicoanalista no respondía nunca aquellas preguntas de sus pacientes que pudiesen desvelarles el más mínimo detalle de su vida personal. Dedicó un instante a analizar si la cuestión planteada la comprometía algo.
            —Quizás, alguna vez —respondió.
            —Hace unos años, cuando vivía en pareja, me llegó al buzón un sobre que mi entonces mujer me había enviado hacía muchos años. Tenía el matasellos de un lugar de Italia y era de cierto grosor (no era una carta de un folio, quiero decirle) y, por su tacto y su aspecto, se notaba que su contenido ya era viejo.
            »En esa época yo solía llegar primero a casa e iba preparando o recalentando la comida que tuviéramos, para que cuando Marina llegase, un poquito después, ya estuviese todo preparado y pudiéramos empezar a comer. Recuerdo que subí la escalera sonriendo. Vivía, y vivo todavía, en el primer piso, no sé si se lo había dicho ya en alguna otra sesión… El caso es que eso, que subí los escalones de dos en dos, golpeando el sobre contra la otra mano, como con prisa, no sabía si para abrirla y leerla al pasar a casa, o si dejarla cerrada para dársela a Marina cuando llegase y que fuese ella quien me la leyese.
            —Marina era su pareja de entonces, sí; pero, ¿también fue Marina quien le había remitido la carta?
            —Así es.
            —¿Mucho tiempo antes?
            —Quince años antes, fíjese.
            —Ajá. Continúe.
            —Al final decidí dejar la carta como estaba, sin abrir, en la encimera de la cocina, para que ella me la pudiera leer cuando llegase. Sería un poco como en las películas: ¿se ha fijado que, en el cine, cuando alguien recibe una carta, realmente la lee y la reproduce, y el espectador la oye, con la voz del remitente? Pues eso pensé yo: que al dársela a Marina podría vivir, por un momento, una escena de película, con ella leyéndome con su voz el texto (de amor, imaginaba) que me había escrito tantos años antes.
            El paciente, a veces, se sentía un poco ridículo cuando confesaba a la doctora manías o costumbres o gustos así como singulares, o infantiloides, pensamientos extemporáneos, como románticos o peliculeros, ideas anacrónicas. En esos momentos giraba hacia atrás la cabeza, para ver desde el diván si la doctora se reía (de él) o si hacía algún gesto de desaprobación o de entusiasmo. Pero ella siempre lo escuchaba incólume, con el mismo gesto de respetuosa atención con el que, el primer día que acudió a la consulta, lo recibió y le hizo sentarse, para que se introdujeran y conocieran, en el otro lado de la mesa. La doctora lo escuchaba siempre con un bloc de notas flexible, engomadas sus hojas por la parte superior a un trozo de papel de estraza, la hoja de portada de un tacto diferente y de color celeste y, sobre ésta, escritos con un rotulador negro grueso, sus dos apellidos, una coma y su nombre de pila. Día a día, sesión a sesión, semana tras semana, la doctora se había encargado de ir rellenándolo, inutilizando sus páginas con su escritura de esa letra tan fina y personal, tan alargada, algo inclinada, a veces tan temblorosa que parecía escrita en un tren en marcha, ilegible para un tercero. O tal vez lo contrario: tal vez esos trazos delgados, como ropa puesta a secar, no lo inutilizaban sino que le daban valor al papel que, de otro modo, habría permanecido blanco y expectante, esperando algún dibujo, un pintarrajo, una lista de la compra, una nota para dejar pegada con un imán en el frigorífico, alguna noticia o algún relato con el que justificar su existencia, como las palabras con las que ahora y desde hacía un tiempo, durante estas horas de 50 minutos, se iba poblando cada semana, capaz que con las claves de su diagnóstico.
            «¿Diagnóstico de qué?», se había preguntado el propio paciente alguna vez. Se aficionó a este tipo de psicoterapia cuando se quedó solo, después de que Marina se fuera, y lo hizo más por tener una forma adicional de pasar el tiempo que por tener consciencia de sufrir algún problema. Es más: se sentía sano cuando empezó a acudir regularmente a las sesiones de psicoanálisis. Alguno de sus amigos ya le había hablado de las bondades de esta terapia. Alguno, incluso, se había psicoanalizado más de una vez, enganchándose a ellas como el que se aficiona a una droga, empalmando unas terapias con otras sin solución de continuidad y con distintos especialistas, a los que volvían a contar los mismos episodios traumáticos o anodinos de la infancia, las peleas con su madre o con su padre, alguna visión, una escena o un diálogo de una película que escuchó de niño y que ahí se quedó, una conversación telefónica de la que fue testigo accidental, la persiana de un vecino cerrada sólo a medias, un tabique de separación demasiado delgado por el que se oía todo, otro demasiado grueso por el que sólo se oía algo. Le explicaron que estaba bien, que uno se siente mejor al salir de la consulta, como si casi cada día se deshiciese uno de una espina en la garganta o de una china en el zapato. El paciente, cuando empezó, no tenía espinas ni piedras. Había sido, hasta entonces, moderadamente feliz y no está todavía seguro de por qué optó cierto día por pedir cita para esta doctora en lugar de haber buscado tapar ese hueco horario con un gimnasio: él que, durante su juventud, había sido tan deportista.
            —Mientras preparaba la comida y ponía la mesa miraba al sobre con la carta, que había dejado un rato antes ahí, sobre la encimera de la cocina. Al ratito oí los tacones de Marina subir la escalera y aproximarse a la puerta de casa por el descansillo de la escalera. Sacó sus llaves y abrió la puerta. «¡Hola!», le dije yo.
            —Lo vamos a dejar aquí —dijo la doctora haciendo en el cuaderno una última anotación—, y seguimos la semana que viene.

[Publicado también en Hyperbole]