Una foto aleatoria

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Una frase aleatoria

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martes, 9 de diciembre de 2008

Los vicios de mi hermano

Les confesaré que, desde siempre, he jugado con mi hermano a transmitirnos mensajes telepáticamente. Empezamos pasándonos números, de una cifra al principio, de dos más tarde, de seis o siete cuando ya tuvimos suficiente entrenamiento. Después fueron palabras completas, y más tarde objetos que no nombrábamos pero en los que sí pensábamos, como el jarrón del salón o cierto libro de la estantería. Cuando le cogimos el truco fuimos capaces de transmitir sensaciones, como el olor de una flor, el tacto rugoso de un cojín de arpillera o el frío de un cubito de hielo. Se transportaba, entonces, no el hecho de lo que uno sintiera, sino el propio aroma de la rosa (que uno sentía como si la tuviera delante de su pituitaria, cosquilleándole la nariz), una sensación rugosa en los dedos o una especie de helada quemazón en la lengua. No eran, entonces, las palabras las que circulaban, sino el hecho consciente de esa percepción.

Con la práctica frecuente, mi hermano realizaba estas operaciones con toda ligereza, sin esfuerzo alguno, sin requerir ya mi concentración ni mi calma, sorprendiéndome a veces con un pinchazo en un dedo, un pequeño tirón de pelo, un ataque repentino de sueño que me impedía estudiar. Por mi parte, lo cierto es que nunca fui capaz de transmitirle nada, sino que era él quien accedía a mi interior para colocarme o recogerme alguna información, o, por algún otro mecanismo, leer de mi cabeza o dejar en ella el número, la palabra, el objeto o la sensación que tuviese, sin antes preguntarme por el posible interés que yo pudiera tener en suministrárselo o en recogérselo. De este modo, quedé expuesto a sus deseos durante los años que compartimos la vida, como un libro abierto en el que uno puede posar la mirada y leer cualquier frase, o en el que puede también dejar, para que se seque y conserve, un pétalo de rosa.

Cuando nos hicimos mayores nuestras vidas divergieron, yendo a él a una ciudad y yo a otra. Nos vemos poco pero hablamos con frecuencia. Hace tiempo le interrumpió la conversación un repentino ataque de tos. «Deberías deja el tabaco», le dije. «Sí», me contestó; pero, desde el sofá de su casa lejana, acercó un cigarrillo a su boca y lo dejó en los labios. Le escuché encenderlo y aspirar, revelando su respiración silenciosa el placer que la nicotina le iba proporcionando mientras sus pulmones se llenaban, y un disfrute aun mayor cuando ya lo habían hecho, porque lo escuchaba cortar repentinamente la ingesta del flujo tóxico para dejarlo permanecer y actuar desde ahí, como dándole una autorización tácita para que se combinara con su sangre y pudiera salir a distribuirse por todo su organismo. Luego lo exhalaba despacio, dejando que el humo le arañara la garganta al abandonarla, y él lo observaba en el contraluz de la ventana, primero a la misma altura a la que lo había expulsado, y luego expandiéndose para inundarlo todo. El olor del tabaco y su propio bienestar parecían llegarme a través del cable, como si la señal telefónica resultase también un vehículo adecuado para que lo más sensorial de mi hermano se desplazase hasta mí y pudiera traspasarme sus mismos efectos, incluso a pesar de la distancia. «Ya lo dejo», me dijo, y lo apagó al rato.

Hoy mi hermano no fuma, pero yo debo hacerlo desde aquel día. Cuando lo echa de menos me llama por teléfono: «Enciéndete un pitillito», me dice, y yo lo hago para que él disfrute. Esta extraña percepción sensorial funciona incluso a través de las ondas del móvil.

«Si te has dejado las llaves dentro del coche y tienes llaves de repuesto en casa, llama a través de tu móvil a alguien que esté en tu casa. Mantén tu teléfono móvil a unos 30 cm. de la puerta de tu vehículo y haz que alguien en casa presione el botón de “abrir” en el mando a distancia, mientras lo sostiene cerca del teléfono en casa. Eso hará que se abran las puertas de tu vehículo». (En Internet).

miércoles, 3 de diciembre de 2008

Nuestros hablares

En los años de estudiante, los amigos teníamos nuestro punto de reunión en los Hermanos Molina, un bar situado enfrente de los Marianistas que ya se ha quitado. Jose nos servía con amabilidad los refrescos, las cervezas o los medios (a 75 pesetas) que cada uno desease, y allí pasábamos las horas de la tarde antes de ir al Torreón o a la zona de la Estrella. «Vamos a los Molina», decíamos, y en otras ocasiones, si estábamos en alguna liguilla y debíamos jugar un partido contra los salesianos, decíamos que jugábamos contra los “Hermanos Gárate”. Los que no hemos estudiado en ese colegio no nos planteábamos la naturaleza del apelativo, y nos imaginábamos que había sido una familia devota, de varios hermanos, los que habían fundado ese colegio y, tal vez, la congregación. Luego, con los años, uno se ha fijado y ha visto que no eran varios, sino uno, y que hermano se le llama así por el sentido religioso.

Como se cree el ladrón que todos son de su condición, uno se piensa que vive, por lo general, en un rango aceptable de neutralidad: me encantaba la serie Guante blanco, que hace poco se estrenó en Televisión Española, y pensaba que media España estaría detrás de las peripecias de la banda de ladrones y del inspector que les perseguía, cuando resulta que la quitaron a las dos semanas por su bajísima audiencia. Con la forma de hablar y expresarse pasa lo mismo: pensamos que la corrección al hablar se encuentra en nuestro entorno, que son los andaluces con sus eses y sus zetas, los vascos con sus erres, los catalanes con sus eles, los que se desvían de las pautas aceptadas, aunque ellos pensarán lo mismo de nosotros. Creemos que no tenemos acento, pero nuestro hablar manchego está plagado de rotacismos cuando, a mediodía, decimos que son “lardós” en lugar de “las dos”, o “envér dé” envér dé “en vez de”.

Tenemos también palabras propias y desconocidas, como “banduendo”, que todo el mundo aquí sabe lo que es y que hasta el procesador de textos me acaba de subrayar en rojo, o “abundante”, ese tío listillo y sabelotodo que de todo ha de opinar y que en todo ha de meterse. Pedro José del Real y Juan Manuel Sánchez recogen éstas y otras muchas palabras en su Diccionario del habla de la provincia de Ciudad Real (Biblioteca de Autores Manchegos, 2006), que comprende un amplio conjunto de palabras nuestras que no deben perderse, muchas de las cuales no aparecen en el Diccionario de la RAE. Tanenbaum, autor de un libro fundamental en Ingeniería Informática, habla de los generadores de contraseñas, que generan palabras sin sentido pero pronunciables y recordables, y cita tres ejemplos que podrían ser nuestros: “churneito”, “parraplas”, “albundi”.

También abreviamos y contraemos frases complejas en escasas sílabas, y decimos “lopajque” (con jota de José Bono y de José María Barreda) en lugar de “lo que pasa es que”, o “mepá mí que no” para comernos tres sílabas en “me parece a mí que no”.

«No me jimples, no me jimples mocosina
no t´enfusques, ni me fartes al respeto.
No reguñas, Carnación, ni esparrataques
esos ojos cuando yo te dé un consejo».
(Luis Chamizo, poeta extremeño, en “Consejos del tío Perico”).

martes, 4 de noviembre de 2008

El cambio de hora

Los años posteriores a la Tercera Gran Guerra estuvimos muy ocupados con la reconstrucción del mundo y no teníamos tiempo, ni ganas de dedicar recursos, a lo que podríamos considerar pequeñeces.

Cuando por fin las industrias engranaron de nuevo sus ruedas dentadas y comenzaron otra vez a producir bienes, cuando la población volvió a enfermar de enfermedades corrientes que podían ser atendidas en los hospitales que se iban construyendo y equipando, cuando los cafés y los bares abrían de nuevo sus puertas y los niños y mayores recibían en las escuelas y las universidades la educación que nuevamente nos llevaría al progreso, los dirigentes de los principales países mantuvimos una reunión en La Haya para determinar, consensuadamente, algunos fundamentos económicos y sociales que nos permitieran vislumbrar y construir un futuro de paz. En aquel encuentro, que se prolongó varios días, se establecieron las bases para la creación de una nueva Sociedad de Naciones sin derechos de veto, sin distinción de vencedores ni de vencidos (pues todos estábamos ya en este segundo grupo); se acordó por unanimidad aplicar la intolerancia absoluta contra los absolutamente intolerantes; se fijaron cuantitativamente los parámetros macroeconómicos que permitirían medir sin margen de duda la necesaria existencia de la justicia social; se prohibió la fabricación de armas de calibre superior a una simple escopeta de caza; se obligó a una especie de turnos rotatorios para el gobierno de los diferentes territorios… Habíamos salido escaldados después de muchas generaciones de malas experiencias de guerras y aventuras bélicas, y el deseo de ser mejores nos había embadurnado de una nueva juventud y de un halo de optimismo y de buena voluntad que se reflejó en la carta fundacional y en los estatutos que regirían los destinos del mundo.

Todos los países llevaron a La Haya delegaciones numerosas, con sus mejores expertos en cada una de las áreas de debate: la militar, la del derecho, la sanitaria, la económica, la del medio ambiente. Los gobernantes (al fin y al cabo políticos) encomendamos las negociaciones a nuestros mejores técnicos, y nosotros nos reuníamos tan solo para las fotos de buenas intenciones que dejaríamos a la posteridad; pero en nuestras reuniones, se supone que las del más alto nivel, apenas hablamos de los errores del pasado y casi nos veíamos incapaces de aprender de ellos. Fue un dirigente asiático el que propuso plantearnos los dos cambios de hora, en invierno y en verano, que, como antes de la guerra, permitirían probablemente ahorrar al planeta algo de energía.

Nos pareció muy bien, porque la ciudadanía percibiría que una medida importante había surgido directamente de los más altos dignatarios y, por otro lado, a todos los asistentes nos pareció que, de este modo, nuestra reunión sería realmente productiva al tomar, al menos, una decisión significativa por el bien del planeta. Estuvimos más de una hora realizando los cálculos para no equivocarnos. Los gobernantes procedemos mayoritariamente del mundo de las Leyes, y por ello debe excusarnos el lector.

—El último domingo de octubre —pensé en voz alta con un tono convincente, que supongo que igualmente fue traducido a todas las lenguas por los muchos intérpretes—, querremos que a las siete de la mañana haya la luz que a las ocho. Así pues —continué—, lo que tenemos que hacer es adelantar el reloj.

Esto fue en agosto, y los días anteriores a la fecha que habíamos fijado, los periódicos y las radios informaron del cambio de hora que permitiría a los países el ahorro de unas pocas calorías. El caso es que nadie protestó, ni nos informó del error en una carta al director o en una llamada de teléfono a una tertulia radiofónica; pero cuando el último domingo de octubre me levanté temprano para acudir a mi despacho en la sede del Gobierno, era noche cerrada.

martes, 21 de octubre de 2008

Teoría de nudos

Hace años tuve un coche que ya para ese entonces era viejo. Los cinturones de seguridad no tenían, como los de hoy en día, ese mecanismo retráctil que los hace recogerse y esconderse enrollados en el mismo lugar desde el que salen, sino que consistían en una banda asida en sus dos extremos, de longitud fija, que el ocupante se ajustaba mediante una trabilla, por lo que casi siempre se llevaba holgado, esperando que al menos causase el correspondiente efecto disuasorio en los agentes de tráfico.
En algún momento decidí cambiarlos por otros más modernos, enrollables como los que he descrito, y a partir de ahí observé los curiosos y autónomos deseos de aquellos cinturones de seguridad, que se doblaban helicoidalmente sobre sí mismos sin mediar la intervención de nadie, en el reducido hueco por el que se desliza la hebilla: uno lo estiraba y abrochaba, se desplazaba con el automóvil, lo soltaba y recogía con cuidado y, al sacarlo de nuevo para volver a usarlo, un molesto y estrecho doblez le apretaba el estómago, o le incomodaba el pecho o el hombro, sin que el desplazamiento hacia arriba o hacia debajo de esa irregularidad, o cualquier giro efectuado sobre el propio cinturón, lo hiciese volver a su lisura inicial, quedándose para siempre con esa molestia.
Hoy, cuando llego a trabajar con el ordenador, observo que el cable que lo conecta al ratón tiene un nudo, como si aquél fuese un roedor auténtico, y por la noche se hubiese dedicado a moverse por la mesa buscando comida, enredándose él mismo con su larga cola de cobre y plástico. No ha habido intervención de nadie y, sin embargo, se aprecia un bucle curioso, que ha debido de formarse de manera naturalmente imposible.
Viene esto a estas líneas por Dorian Raymer y Douglas Smith, de la Universidad de California en San Diego, que han obtenido hace unos días el IG Nobel de Física por sus estudios acerca de que todo lo que se puede enredar, se enreda. Los IG Nobel premian, hacia las mismas fechas que los Nobel auténticos, los trabajos de investigación (Medicina, Física, Economía), creación (Literatura) o actuaciones (Paz) más absurdos del año.
El trabajo de estos investigadores, sin embargo, tienen un fundamento matemático sólido, la teoría de nudos, que puede aplicarse a la explicación de otros fenómenos naturales realmente relevantes. Dorian inició el trabajo de investigación siendo estudiante; Mark Thiemens, su decano, afirma que la iniciación de sus estudiantes en las tareas de investigación es uno de los elementos más valorados por los graduados que produce su universidad.
Su trabajo, además, constata un hecho que todos hemos comprobado y por cuyo origen, seguramente, todos nos hemos preguntado alguna vez: «Qué raro», habremos dicho o pensado al menos, al tratar de descomponer un nudo que no existía. No es entonces un trabajo tan irrelevante y grotesco como parece, pues expresa de manera científica los porqués de un inexplicable hecho cotidiano. Ahora solo falta que nos adentremos en sus ecuaciones y axiomas para enterarnos de por qué, esta mañana, ha aparecido esa fea bola de pelos rodando por el suelo de nuestro cuarto de baño.

jueves, 16 de octubre de 2008

La medida del tiempo

Una noche en que nos quedamos estudiando, mi amigo Cobo me explicó la Teoría del Poro (que había ideado, supongo, en ratos de estudio similares a este), según la cual el espacio que conocemos los humanos no es, ni más ni menos, que uno de los poros presentes, por ejemplo, en la barra de pan de un ser de muy superior tamaño. Mi amigo decía que el tiempo transcurre más o menos rápido en función del tamaño del ser: así, los 15 días que vive una mosca se le presentan a ella como nuestros 80 años; con una sencillas operaciones, obtenemos que cada segundo nuestro le han de parecer a ella como 5 días. Regresando a la Teoría del Poro, una vida nuestra puede que represente un segundo para el gigante que, tan gigante es, que no somos capaces de verlo (los árboles no nos dejan ver el bosque), sino solo de imaginarlo o de intuirlo, y además no por todo el mundo, sino por personas ociosas como mi amigo, que se juntaba conmigo a sabiendas, ambos, de que pasaríamos una agradabilísima velada nocturna sin dar palo al agua.


Puesto que los instrumentos de medición que manejamos no nos permiten demostrar la teoría anteriormente expuesta (aunque tampoco refutarla: los límites del Universo permanecen ignotos, hechos de miga de pan para mi amigo Cobo), sí podemos abundar en la velocidad, cada vez mayor, con la que transcurre el tiempo. Los veranos de la infancia son larguísimos, mientras que ahora son cortos y pasan enseguida. Mi cálculo, en este caso, apunta a que la duración de un cierto periodo de tiempo es inversamente proporcional a lo que uno lleva vivido: un año representa 1/25 (un 4%), y así que le cunde tanto, para un joven de 25 años; 1/36 (apenas un 3%) para uno de 36; y un 1,3% para un señor de 78. La curva de duración del tiempo, o de su percepción, es tristemente descendente.


Tengo un amigo que se rebela contra esto: ha mandado hacerse un reloj cuyas horas duran 50 minutos, como una clase de instituto o universitaria. Sus días tienen, entonces, 28,8 horas (realmente los redondea a 28; por eso sus bisiestos y sus febreros van también a otro ritmo), pero él dedica a cada actividad lo mismo que nosotros, las mismas horas, solo que él usa la distinta duración que le ofrece su unidad de medida: si nosotros dedicamos una hora de 60 minutos a cultivar nuestro cuerpo en el gimnasio, él dedica su hora de 50 minutos a lo mismo; nuestras 8 horas de sueño son también 8 horas para él, pero más breves, porque se acuesta más tarde y se levanta antes aunque mantiene la forma.

Con el fin de adaptar el mundo a sus hábitos y no sus hábitos al mundo, este amigo trata de ajustar la duración de las cosas a sus propios parámetros: así, las películas de vídeo las ve y escucha con el botón del avance rápido pulsado; enterarse así de los argumentos les ha requerido, a su mujer y a él, un cierto entrenamiento, pero hoy ya tienen sus sentidos educados para poder manejarse a esa velocidad. «Y cuando haces el amor», le pregunté un día, «¿dedicas también menos tiempo y lo haces más rápido?». «Dedico el mismo tiempo», me dijo sonriendo. Dio un sorbo a su café, y me quedé ignorando si me había mentado mi unidad de medida o la suya propia. Como también sigo ignorando por qué Phileas Fogg ganó un día a sus ochenta por viajar hacia el Oriente: escribo estas líneas volando de Pekín a París, hacia Occidente, al revés que el célebre personaje de Julio Verne, y mi día de hoy durará más horas, llegaré sólo un poco después de haber salido, viviré más, como si hubiera podido estirarle las horas a este día, un 15 o un 20 por ciento, igual que mi amigo, pero yo sin trampas ni trucos ni alteradas maquinarias de relojería, ni botones pulsados de rebobinar o avanzar. Aunque pudiera incluso llegar antes de haber salido (como un viajero del antiguo Concorde, que abandonaba París a las 11,30 y alcanzaba Nueva York a las 8 en punto), habría envejecido lo mismo que dura el viaje, y entonces da la sensación de que la medida del tiempo es puro artificio, y que no es una dimensión tan natural como el largo, el ancho y el alto.

No he visto ninguna de las películas de Spiderman (hablo de las dos superproducciones recientes), pero me contó otro amigo cómo el director del film ilustraba para el espectador la rapidez del superhéroe: una mosca agita sus alas y vuela a cámara lenta; Spiderman acerca su mano y la atrapa a cámara rápida; las dos imágenes de celeridades distintas mezcladas en el mismo plano. Es ingeniosa esta forma de transmitir la percepción del tiempo.

«Ranz, mi padre, me lleva treinta y cinco años, pero nunca ha sido viejo, ni siquiera ahora. Lleva toda una vida aplazando ese estado, dejándolo para más adelante o acaso desentendiéndose de él». (Javier Marías, en «Corazón tan blanco»).

jueves, 9 de octubre de 2008

GEOMETRÍA Y POLÍTICA

«Se inventan para una mujer historias complejas que luego hay que rememorar para siempre en detalle como si se hubieran vivido, a riesgo de delatarse más tarde». (Javier Marías, en «Mañana en la Batalla piensa en mí»).

He estado viendo en Schlezenlurg, la ciudad natal del pintor Dietrich Forrester, una exposición con aquellos de sus cuadros que están en manos privadas, y que sus propietarios han cedido temporalmente para público deleite. La muestra incluye algunos bodegones de frutas mediterráneas, naranjas y limones, cerezas, de cuando estuvo formándose en la escuela florentina, y naturalezas muertas, conejos y perdices y palomas torcaces, de su paso por España. En la exposición, ordenada cronológicamente, se observa cómo los temas de interés del pintor van evolucionando desde esos lugares comunes hasta otras preocupaciones.

Una de las obras más llamativas, del inicio de su madurez, y que destaca por la simpleza de sus trazos, así como por la profundidad de su reflexión, pertenece a la colección del Duque de Resterweirch, que fue diplomático, y se titula “Geometría y Política”. El pintor divide el lienzo en pequeños compartimentos cuadrados, como si el conjunto se tratase de un botellero de madera, y cada compartimento estuviese preparado para albergar una botella. En cada uno, Forrester sitúa un sencillo dibujo, bajo el cual dibuja los trazos de lo que sería un papelito con un breve comentario, al modo de la etiqueta que califica la añada. El primer dibujo es una línea recta horizontal cuyos extremos terminan en puntas de flecha, dando a entender que pueden proseguir, y cuyo centro está señalado con un aspa. En el extremo derecho, Forrester escribe “Hitler”; en el izquierdo, “Stalin”; entre ambos, nombres de políticos diversos, más o menos alejados del centro en función de su ideología o de su partido.

En el segundo dibujo, Forrester transforma la recta y acerca los extremos, convirtiendo lo que era un segmento rectilíneo en una circunferencia. El centro político queda en el lado inferior; justo encima, a un diámetro de distancia en vertical, se encuentran los dos dictadores antes mencionados, y añade ahora en sus cercanías fragmentos de fotografías de campos de exterminio fascistas y comunistas, como dando a entender que los métodos de la extrema derecha y de la extrema izquierda son los mismos, razón por la cual lo que era una recta debe curvarse para que sus extremos coincidan.

El tercer dibujo es como el segundo, pero el autor, en un alarde de la representación de las tres dimensiones, le añade otra circunferencia perpendicular a la primera, dándole el aspecto de lo que sería una esfera, y pasando esta segunda curva también por el centro político. Uno de sus lados está etiquetado con “Nacionalismo”; el otro, con “Centralismo”, y también los dos se juntan en el punto superior, coincidiendo en ese lugar todos los extremismos, que Forrester anota con los nombres de grupos terroristas y de gobernantes que han querido mantener a sangre y fuego la unidad de su país o conseguir su independencia. Entre medias, siglas de partidos políticos más o menos partidarios de conceder más o menos capacidad de gobierno autónomo a las diversas regiones.

En los dibujos sucesivos, Forrester añade más líneas que representan otros tantos pilares básicos del pensamiento de cada uno: hay una línea para inmigración, otra para defensa, otra para libertades, también para economía, etcétera.
En todos los dibujos aparecen dos puntos gruesos que representan a dos individuos cualesquiera. En la etiqueta que acompaña cada dibujo hay un texto que muestra la distancia política entre uno y otro: en el primer dibujo, el de la simple recta, es de 8 cms., pues ambos están situados sobre ella y su separación se mide fácilmente con una regla; en el segundo, al haberse curvado sus extremos, la diferencia es otra; en el tercero, al haber introducido Forrester una dimensión nueva (Nacionalismo/Centralismo), el pintor deja una fórmula que ya depende en gran medida de su geometría, cuya superficie o volumen representa el espectro político completo, y que yo no sé interpretar.

La amplitud de este espectro, concluye el pintor en el último recuadro, que no está ocupado por ningún dibujo, sino por un texto de trazos muy finos, como escrito a plumín, depende del número de dimensiones que se consideren y de cómo se pinten: recta, circunferencia, esfera o figuras de más dimensiones e imposibles de pintar (pero que, sin embargo, Forrester dibuja con maestría). Cada individuo puede ubicarse en dicho espectro con unas coordenadas que lo sitúan en el espacio político, y la distancia a cualquier otro punto puede calcularse con raíces cuadradas, potencias y sumas. Aunque apenas he entendido algo de su disertación, me llama la atención el hecho de que los extremos siempre se tocan.

Roque

«El mayor número de denuncias se produjo en los primeros meses después de acabar la guerra, debido en gran parte al deseo contenido de venganza. A medida que pasaba el tiempo fueron reduciéndose. La gente prefería ir olvidando los horribles recuerdos de la guerra». (Francisco Alía Miranda, en “La Guerra Civil en Retaguardia, Ciudad Real (1936-1939)”, Biblioteca de Autores Manchegos, Ciudad Real, 1994).

En el documentadísimo libro que cito arriba, el profesor de la UCLM Francisco Alía Miranda realiza una concienzuda exposición de los acontecimientos sucedidos antes, durante y después de la guerra civil, salpicando el rigor de su relato con no pocas anécdotas, algunas de ellas obtenidas en conversaciones con testigos o protagonistas. El Fiscal Instructor de la Causa en Ciudad Real, citado por el historiador, cifra en 2.265 el número de “víctimas de la represión republicana” durante la guerra; en el capítulo 11, dedicado a los primeros tiempos de la posguerra, el número de ejecutados en nuestra provincia asciende, según otras fuentes, a 2.263. Se trata, como se observa, de un tristísimo empate técnico entre ambos bandos, dos muertos arriba, dos muertos abajo, pero que vuelve ahora a venir a colación por la solicitud que el juez Garzón ha realizado a diversas instituciones, con el fin de recabar información que le permita determinar si es o no competente para investigar el paradero de varios miles de desaparecidos y, tal vez, abrir una causa por genocidio.

En un telediario nocturno que acabo de ver han contado la sencilla historia de Matías, un señor de 81 años cuyo padre fue fusilado en las tapias del cementerio de su pueblo de Aragón, creo que ante él mismo. Contaba Matías que él mismo era consolado por Roque, el alguacil, que le decía “No llores más, que no te han quitao tanto”. Si pregunto a un conocido, me cuenta la historia casi cabal, pero en la que los bandos del verdugo y de la víctima aparecen intercambiados.

Hace dos años, cuando se produjo el fenómeno de la “guerra de las esquelas”, el relato que se contaba también era el mismo, pero cambiaban los desgraciados protagonistas, que eran hordas o sublevados dependiendo del diario que publicase la esquela; alguno de los textos era tan exhaustivo que casi daba el nombre y domicilio de los descendientes actuales de quien chivó el paradero de algún ajusticiado, como en una incitación para ir y lincharlo.

Reaparece y vuelve el fantasma de las dos españas, buenos y malos, resentimientos, sucesos repetidos de lesa humanidad, atisbos del odio que la mayoría no hemos conocido y que la mayor parte de los más mayores habían conseguido dejar, como un proceso informático secundario, ahí apartado en modo background. Desde el punto de vista del sentido más práctico, tiene poca razón el reabrir las tumbas, porque supone reabrir las cicatrices, cuyo color ya casi se confundía, setenta años después, con el color de la piel del campo. Es legítimo, sin embargo, que uno considere que no las tiene cerradas, y conocer, para quien así lo quiera, la ubicación de los restos de su hermano, de su padre, de su madre. El Estado actual, como institución atemporal, como cuerpo burocrático de funcionarios que se jubilan y se van renovando sin solución de continuidad y mande quien mande, es el heredero del que gestionó la República y después las dos zonas y más tarde la Una-Grande-y-Libre. Es una institución continua, fija, responsable de sus actos; como el estado alemán, que ha pedido perdón y que está compensando a las víctimas del nazismo; o el vaticano, que ha reconocido garrafales errores humanos que se pensaron divinos. El Estado español, supeditado a la sazón a las leyes marciales dictadas por autoridades enemigas y contrarias, una legítima y otra golpista, debe colaborar con quien desee dar una digna sepultura a sus muertos.

A ver si, en breve, Franco y Azaña nos suenen igual que Carlomagno y Pelayo, así de lejanos, así de olvidados.

Las reglas del juego

Según la página web del Comité Olímpico Español, “el Olimpismo es una filosofía de vida, que combina las cualidades del cuerpo, la voluntad y el espíritu, con el objetivo de poner siempre el deporte al servicio del desarrollo armónico del hombre y la sociedad. Son valores esenciales del mismo el esfuerzo, la función educativa del deporte y el respeto por los principios éticos fundamentales”. Esta definición resume, básicamente, el denominado “espíritu olímpico”, que tan frágil y amenazado parece, a tenor de las prohibiciones un tanto absurdas que, como la de mantener silencio en cuanto a política o religión, se imponen a los atletas que han concurrido a los Juegos de China.

La libertad de expresión, sin embargo, es un derecho fundamental de todos los países socialmente avanzados, como el nuestro, que lo recoge en el artículo 20 de la Constitución, y que no puede, al menos en nuestro caso, ser restringido: una comunidad autónoma, un ayuntamiento o una asociación de vecinos no pueden dictar una norma que la prohíba. Así pues, los mencionados “principios éticos fundamentales” (en cuya defensa irían las opiniones que se han querido evitar), valor esencial del espíritu olímpico, quedan como agua de borrajas al impedir a los deportistas, que antes que esto son ciudadanos, poder expresar su opinión de lo que les plazca. A nuestro Gobierno, sin embargo, esta prohibición no le pareció mal, y le otorgó su beneplácito por boca de su vicepresidenta, que sugirió a los deportistas el respeto a “las normas de la familia olímpica”. Quizá puede pensarse que la Constitución, a la cual Fernández de la Vega prometió fidelidad cuando tomó posesión de su cargo, deja de tener efecto más allá del territorio de España (existe en Derecho el “Principio de Territorialidad”, que no sé si es aplicable en este caso); sin embargo, la libertad de expresión es también el 19º derecho de la Declaración Universal de Derechos Humanos, aprobada por la ONU en 1948.

La ONU es otro organismo de reglas extrañas, como esa del derecho de veto, reservado en su Consejo de Seguridad a Estados Unidos, Rusia, China, Francia y Reino Unido, que, victoriosos y recrecidos tras la 2ª Guerra Mundial, se reunieron y, con la sonrisa inevitable del poderoso, se arrogaron la capacidad de partir el bacalao de esta manera, atribuyéndose el poder de echar por tierra cualquier resolución, aunque resulte justa. Su breve historia está llena de resoluciones unánimemente aprobadas y nunca cumplidas, y de otras vetadas por razones que nada tienen que ver con el propio texto de la resolución.

Algo parecido ocurre año tras año en nuestro Parlamento cuando algún grupo minoritario, normalmente nacionalista, bloquea la aprobación de una ley que nada tiene que ver con la economía, a menos que el Estado conceda más dinero a su autonomía o región o nación; o cuando la oposición, sea del signo que sea y gobierne quien gobierne, se opone a ley de Presupuestos sin haber tenido tiempo para echarles un vistazo.

Como decía Groucho Marx, uno no debería ingresar en un club que lo admita como socio. Aunque, a estas alturas, uno es un hombre muy difícil de sorprender. ¡Ups, un coche azul! (Homer Simpson).

martes, 2 de septiembre de 2008

Ha muerto mi biógrafo

Cuando estuve con mi larga enfermedad, mi biógrafo acudió a mi lecho hospitalario y me mostró el texto que había compuesto para la necrológica que publicaría en el periódico. Los médicos no me daban más que unas pocas semanas, pero como yo siempre había perseverado en la idea de que uno puedo prolongar cuanto quiera el momento de su muerte sin más que desear que no se agote la vida (es decir, sin pensar ni pronunciar el “ya” definitivo, sin dejar que el agotamiento nos cierre los ojos con el convencimiento de que no volveremos a abrirlos), me mantuve durante meses en el último trance, más para allá que para acá, pero con un pie aquí, consiguiendo que se extinguiese, por su propia naturaleza finita, la enfermedad que me acechaba. Así, un día me encontré totalmente recuperado y sin la necesidad de recibir en mi vena la medicación que me había ayudado a mantenerme consciente, y me desenchufé la vía del goteo y me puse de pie.

—Doctor —le dije a mi médico—, me marcho a casa.

Pasados los años, conservo en mi archivo el papel ya amarillento con aquel texto al que di el visto bueno, y que estuvo varios días, acechando a que yo expirase, a la espera de ser engullido por la rotativa del periódico. Mi biógrafo, cincuenta años más joven que yo, relataba mis correrías (que yo había inventado para él cuando, al poco de de dejar su adolescencia, se acercó a la Plaza del Pilar para preguntarnos con curiosidad a unos cuantos jubilados, últimos testigos del pasado reciente que a él le interesaba, y que allí entreteníamos las mañanas) en la retaguardia y en la resistencia, mis labores de espionaje, mi posterior captura, las dos condenas a muerte que se me impusieron en juicio sumario, mi ingreso en un campo de concentración y mi posterior fuga, el regreso a mi país mucho tiempo después y el reconocimiento que se me dio como intelectual exiliado. Me convertí para él, de este modo, en un personaje novelable, destacable, mencionable, pequeño héroe local. En sus últimas líneas, el texto da una descripción de mis días finales en ese hospital, con una zona pendiente de ser rellenada con la fecha de mi muerte que no llegaba.

Con mi afán de vivir, su vida ha quedado circunscrita a unos paréntesis que se abren y se cierran dentro de la mía, que la ha acotado por arriba y por abajo, pero también a la de sus hijos y a la de sus nietos, a los que he sobrevivido. Tan anciano soy, que mi cuerpo y mis neuronas no sabían ya cómo continuar envejeciendo, y mi pelo ha vuelto a ser negro y a crecer fuerte, mi tez ha recuperado el brillo y el lustre; mi rostro, el vello moreno, y tengo ahora una novia joven a la que contento.

Hace tanto tiempo que murió ese chico que ya nadie recuerda los hechos históricos que acontecieron en su época, por lo que puedo tergiversarlos y decir que gobernaba tal hombre cuando lo que hubo fue anarquía, o que cayó tal muro cuando lo que pasó es que se levantó este otro. He mandado al periódico el texto que él confeccionó para mi memoria relatando mis mentiras, pero lo he adaptado a él, colocando su nombre y sus dos apellidos, y en él destaco las anécdotas y virtudes que él me atribuyó sin corresponderme. Está fuera de fecha, pero lo he escrito como una esquela de recuerdo, y al final ruego una oración por su alma en su centésimo aniversario.

Palabras que nos transportan

Nuestro idioma, como todos, tiene una serie de palabras que pueden retrotraernos a momentos remotos de nuestra existencia, bien por la lejanía del tiempo que evocan, bien por lo escondido del pensamiento que nos recuerdan. Son palabras plásticas, muchas de ellas esdrújulas, que nombran por lo general elementos intangibles, sin los que puede vivirse, y que por ello han debido de ser sin duda creadas en momentos de bonanza.

Una de ellas es “remoto”, que se acaba de nombrar, y que nos lleva, cuando la encontramos en un libro, a otros sitios y momentos, distintos del lugar o el instante descrito en el pasaje en el que se encuentra impresa. “Recóndito” y “exótico” no aparecen como sinónimos en los diccionarios, pero despiertan en nosotros el recuerdo imposible del viaje a ese sitio que no ha tenido lugar, o la imagen de una película en un lugar “romántico”.

Hay otras palabras que representan palabras, como “sinónimo”, que tiene a “antónimo” como antónimo; “apócope”, imposible de acortar; “palíndromo”, que es una frase o palabra que se lee igual de izquierda a derecha que de derecha a izquierda, como “Ana” o “Anilina”, y que no tiene en sus posiciones dos letras que coincidan respecto a su centro, siendo un claro contraejemplo de lo que ella misma es; como “anagrama”, que es una palabra cuyas letras, colocadas en otro orden, dan lugar a otra palabra, como “amor”, que da lugar a “Roma” y a la viceversa, siendo palíndromo el “Amor a Roma”.

También hay palabras innaturales, como “innatural”, que pensé que me había inventado pero que sin embargo existe, o “cederrón”, que entró en el diccionario con existencia efímera por no escribir “CD-ROM”: habría que poner hoy “pen-drive”, “uesebé”, “pincho” o “bellota” (también se las llama así a esas pequeñas memorias que hoy tiene todo el mundo), y palabras capadas, que nos alejan de ellas mismas, como “Yaz”, versión castellana del “Jazz” de Duke Ellington, que por la misma causa habría de ser de Diuk Élinton.

“Alevosía”, la toma de precauciones para no ser descubierto en la comisión de un delito, y con la que todos habremos actuado en más de una ocasión, siempre necesaria para no dar con los huesos en la cárcel, la media en la cara para no ser reconocido, la mano de la estantería al bolsillo cuando la cámara no mira, la condena luego aumentada por este agravante, por haberse curado el delincuente en salud. “Ideal”, como ese café que había entre el Pilar y General Aguilera; “desnuda”, esa mujer morena cuya piel se confunde con la arena del desierto en la que descansa; “frescura” cuando ella se sumerge en el oasis con palmeras y la observa un beduino desde la jiba de su dromedario, sujetando un fusil antiguo, con una recámara de una sola bala.

“Esdrújula”, paradigmático ejemplo de sí misma, como “grave” o “llana”, no así como “aguda”, fina palabra grave sin gravedad alguna. “Polilla”, para llenar los jerséis con naftalina y despedir el invierno; “despedida”, para cerrar esta columna y recordar algún otro adiós con dolor o con alivio.

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Mi larga experiencia

En una novela que leí en mi juventud aparecía un personaje viajero, que había recorrido los cinco continentes y los siete mares, rondando siempre de acá para allá, codeándose con personalidades importantes y con los más humildes, y que había yacido en muchos lugares con mujeres de todas las razas. Acodados en la barra de un local, que desde el recuerdo imagino que debía de ser un café de intelectuales o quizás una taberna mísera, le contaba este resumen de su vida a otro personaje de la misma historia, y terminaba diciéndole que un catedrático amigo suyo le había sacado, a partir de esta biografía, quinientos años de experiencia. Yo, probablemente, acumulo mucha más.

Se trata de mis noches. Por la mañana despierto agotado, como si me hubieran dado una gran paliza, porque ocurre que cada vez que me acuesto y concilio el sueño y comienzo a soñar, paso las ocho horas viviendo e imaginando una vida completa, desde el nacimiento hasta la muerte, y suelen coincidir los pitidos de mi despertador con el momento en que expiro, a veces solo en una isla desierta en la que he pasado veinte años como un Robinsón Crusoe, a veces observado por una viuda y unos hijos que me han adorado durante cuarenta años.

Así, ocho horas me equivalen a una media de setenta años, con lo que cada hora que paso dormido me cunde como nueve años. El tiempo ordinario y consciente, durante la luz del día, me pasa entonces muy lento, y me aburre la vida, porque los expedientes que resuelvo en una sola jornada en el negociado en el que tengo mi plaza los tramito por las noches, cuando la casualidad me otorga el mismo trabajo, en cuestión de segundos.

En mis sueños suelo ser una persona corriente, un ciudadano normal, con una vida tan anodina y tan gris como la que desempeño de manera auténtica, pero he sido marino y aviador, centurión romano y gran estadista. A veces intento prolongar el sueño algunos minutos más, para ver a mi cadáver descomponerse, identificar en el velorio a los que me lloran, determinar qué personas acuden a mi entierro y qué otras no lo hacen, pero lo único que consigo es alargar el momento mismo de la muerte, con el sufrimiento que conlleva, el paseo por el túnel con la luz blanca al fondo y las paredes estampadas con las imágenes de la vida. Las retengo todas y las voy anotando, y también tengo almacenadas en cintas magnetofónicas las descripciones de tantos amigos y enemigos como he tenido, de los lugares que he visitado. En ocasiones me ocurre, en mi vida real, que me cruzo por la calle con algún hombre que se parece a otro al que he conocido durante las noches, y lo saludo con entusiasmo, e incluso le pregunto que qué tal lo suyo, que cómo resultó aquel asunto en el que me contó que se hallaba inmerso. La línea que separa la verdad de la mentira es, por tanto, delgada y difusa, y ya no estoy seguro de si la vida es sueño.

En alguna ocasión soñé también otra vida durante otro sueño: al dormirme soñé que nacía y crecía y, siendo ya maduro, me vi dormirme y comenzar a soñar otra vida completa. Sé que desperté de alguno de esos dos sueños, pero no sé si del más profundo o de aquel en el que me sumí desde la vida, y entonces ahora no sé si esto que escribo lo hago sobre un papel tangible, o sobre otro que desaparecerá cuando despierte.

«Contándole a un catedrático historiador el camino que llevo andado desde los valles a la ciudad, en esta misma taberna, ante testigos, me sacó quinientos años de experiencia». (Luis Landero, en Juegos de la Edad Tardía).

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INDUCCIÓN, GLOBALIZACIÓN Y ECONOMÍA

He adquirido recientemente un libro antiguo de rudimentos de matemáticas que perteneció al célebre filósofo Dietrich Forrester. Entre las páginas del capítulo dedicado a la demostración por inducción, el filósofo dejó una hoja de papel manuscrita en la que trata de demostrar que, para que algunos ciudadanos gocen de bienestar, es preciso que otros se encuentren más ahogados. Según veo en el libro, la inducción es una herramienta de uso muy frecuente en la matemática. Sus demostraciones tienen tres partes: el caso base, en el que debe probarse que lo que se quiere demostrar es cierto para el mínimo número de elementos; un caso genérico, en el que se formula la hipótesis de inducción para un número arbitrario (digamos n) de elementos; y un caso general, en el que se demuestra la hipótesis para n+1 elementos.
En su disertación, Forrester toma como caso base el de una población cerrada (es decir, sin comunicación con el exterior) de 2 individuos, en los cuales uno es rico y goza de bienestar, y el otro no. Por la propia naturaleza instintiva y de supervivencia del animal humano, el rico no querrá dejar de serlo; si, por algún azar, el pobre obtiene más riqueza e iguala su renta a la del rico, ninguno de los dos será realmente “rico”, pues para que uno lo sea ha de tener algún elemento, servicio u objeto que lo distinga (una casa de lujo, mucho dinero, etcétera). En la hipótesis de inducción, Forrester supone una población también cerrada de n individuos, algunos de los cuales son ricos y los otros no. El filósofo afirma que cada vez que uno de los individuos pobres ve incrementada su renta, disminuye la diferencia con los ricos, con lo que éstos diminuyen en cierto grado su riqueza. Forrester da esto por cierto, pues es la hipótesis; yo, como carezco de conocimientos matemáticos, me fío de su palabra y también lo asumo como auténtico. Para el caso general, Forrester añade un individuo rico a la población y, por una serie de razonamientos que sería prolijo describir, concluye que, en efecto, es necesario que haya pobres para que existan los ricos.
No tengo argumentos para aceptar o refutar las conclusiones del reputado pensador, pero relaciono su pensamiento con el bienestar que hemos tenido hasta hace poco y con las peores condiciones a las que empezamos a enfrentarnos. La población cerrada de la que habla Forrester bien puede ser la de nuestro planeta, los 6.500 millones de personas globalizados que la habitamos y sobrecargamos. El bienestar de Occidente y del Hemisferio Norte tenía como contrapartida la escasez de recursos y la pobreza de los más alejados, léase latinoamericanos, africanos y asiáticos. Cuando estos individuos, en la región pobre de la población de Forrester, comienzan a demandar recursos para obtener la riqueza a la que tienen derecho, la diferencia de nuestra renta con respecto a la suya decae, provocando que nos veamos más iguales a ellos, que tengamos que pagar más por comprar unos productos por los que ellos compiten ahora, subiendo así nuestros precios y perdiendo nuestro empleo para que ellos lo obtengan. Estos cambios son ajustes naturales de la economía, contra los que apenas podemos luchar si, realmente, es nuestro deseo dejar de contribuir algún día con las ONG porque su función haya dejado de ser necesaria. La Matemática, la Naturaleza y el Hombre vamos construyendo nuestro propio destino.

«[…] la Actualidad, capítulo de la Historia que siempre está por escribir». (José Saramago, en “El hombre duplicado”).

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jueves, 24 de julio de 2008

Incoherencias

De acuerdo con datos recientes del Banco Mundial (www.worldbank.org), España es el octavo país del mundo por Producto Interior Bruto, solo superado por Estados Unidos, Japón, Alemania, China, Reino Unido, Francia e Italia. Muchos países dedican parte de sus presupuestos a ayuda al desarrollo en otras naciones, las más necesitadas, africanas y latinoamericanas fundamentalmente, y contribuyen al sostenimiento de organismos internacionales, como la ONU.

Si este organismo, por ejemplo, dedicase sus valiosos recursos en proporción a las contribuciones realizadas por los países miembros, resultaría que Estados Unidos, que aporta el 22% del presupuesto de la ONU, recibiría la mayor parte de los fondos de UNICEF, ACNUR o la FAO, que se supone han de ir destinados a otros con más necesidad.

El modelo de financiación estatal propuesto por algunas comunidades autónomas, basado en determinar las balanzas fiscales y repartir más o menos de forma proporcional a la contribución de cada una, para que al final les llegue lo mismo que dejaron salir, resulta tan chocante como el ejemplo anterior: el hecho de que Madrid sea la región más rica de España no debe significar que España dedique más recursos per cápita a la Comunidad de Madrid. Salvo la excepción del trasvase Tajo-Segura, esta forma de reparto de la riqueza se aplica en nuestro país a la distribución del agua: los que más tienen no quieren darla, y además consiguen el compromiso del Gobierno de que no la darán.

Entre las autonomías más ricas, gobernadas por partidos diversos, hay una cierta unanimidad en cuanto a que la redistribución se base en las balanzas fiscales. En particular, llama la atención que gobernantes de presunta izquierda, sabedores de que quien contribuye no es su Comunidad, sino cada uno de los ciudadanos que la componen, opten por un sistema de financiación que fomenta que la riqueza se quede en donde se produce, y no que vaya a los lugares en los que más falta hace.

Ocurre también que la idea de izquierda y derecha tiende con los años a difuminarse, en el entorno global y de libre mercado en el que nos movemos, donde el margen de decisión es escaso y muchas veces, como en el caso del establecimiento de los tipos de interés, viene impuesto desde fuera. Hasta hace poco, uno pensaba que la supresión, por ejemplo, del Impuesto de Patrimonio, que penaliza a los que más tienen, era una medida más conservadora que progresista, pero el PSOE la llevaba en su último programa electoral. Del mismo modo, el Impuesto de Sucesiones y Donaciones, adecuadamente ponderado, ayuda a igualar las oportunidades de todos, de tal manera que nadie sea mucho más que otro por el hecho de haber nacido en una u otra familia. En este caso uno también está confundido y no sabía que eliminarlo también es de izquierdas. Cuando gobernó el PP («¡Que viene la derecha!», gritaba Alfonso Guerra para asustarnos) se suprimió el Servicio Militar Obligatorio.

Uno ya no sabe de qué es, o si es que es de una ideología inventada y propia, o de una extinguida y que no tiene ya representación ni en el Parlamento ni en el espectro político. Hace unos años, en el Pasaje de San Isidro, había una pintada que decía: «Si votas no te quejes, jódete». Pues no sé si quejarme o no votar.

jueves, 10 de julio de 2008

Señor Picazo

Hace años dejé mi país, Chile, para tomar un vuelo transoceánico que me trajera a España. Estaba invitado para participar, dando una charla, en uno de los congresos más importantes de mi especialidad. Por la mañana, antes del viaje, me encontraba terminando algunas gestiones en mi universidad, a toda prisa, porque iba a estar quince días en esta orilla y quería dejarles todo atado y bien atado a los miembros de mi equipo de investigación. Con tanto correr, esa mañana preferí utilizar las escaleras en lugar de los ascensores, a los que hay esperar, y mi pie patinó al bajar un peldaño y me torcí un tobillo. El pie se me puso como una bota y anduve cojeando a partir de ese momento; por unos minutos me planteé anular mi viaje y quedarme en Santiago. Pero como la vida apenas te repite la posibilidad de viajar lejos y de ser bien recibido, y como el vuelo salía tres horas después, preferí venir a España, en donde ya habría tiempo de acudir a un hospital en el que se me pudiera poner una escayola o un poco de venda.

Sentado ya en el avión, coincidí con el Dr. Picazo, a quien no conocía. Los dos habíamos pedido el asiento que hay junto a la salida de emergencia, porque hay más espacio para estirar las piernas. «Es que esta mañana me he hecho un esguince y me duele muchísimo», le dije, «y no quería forzarme a llevar las piernas encogidas y pegadas al asiento delantero». «Pues yo puedo quitarle el dolor en treinta segundos», me dijo. El Dr. Picazo tomó un bolígrafo y operó con él sobre la primera falange de mi dedo corazón. El dolor desapareció del todo, esto es cierto, aunque la hinchazón se mantuvo. «La lesión sigue existiendo, tenga cuidado», me advirtió. Picazo me dio una tarjeta de su clínica de medicina natural en Buenos Aires: «Voy a España a montar otra en Madrid», explicó, «y tal vez más adelante instale otra en Barcelona».

Un rato después la tripulación solicitó un médico para algún pasajero de primera clase, que estaría sentado y maltrecho más allá de las cortinillas que nos ocultan, a los de turista, los placeres y las bacanales que se viven en business. El Dr. Picazo se fue para allá, a atender al paciente, olvidándose en su plaza su billetero con su pasaporte, su tarjeta de embarque y, pegada a ésta, la pegatina que identifica su equipaje con un código de barras. Picazo no había vuelto cuando el avión aterrizó en Madrid. Estuve tentado de advertirlo a algún tripulante, pero la aeronave ya se encontraba detenida y los pasajeros se arremolinaban por los pasillos buscando en los compartimentos portaequipajes sus objetos personales. Tomé su documentación con la intención de entregársela en la zona de recogida de maletas. Él había descendido antes que yo, y lo vi junto a la cinta transportadora, rebuscándose sin fruto en los bolsillos de su pantalón. Lo llamé por su nombre, pero mi grito se confundió con los avisos bilingües de la megafonía, y no me oyó. Picazo preguntó a un policía, que supongo le indicaría un camino para regresar al avión a recoger sus cosas. En ese momento advertí que también yo había olvidado mis papeles en mi asiento, incluyendo el texto de mi conferencia, que llevé con la intención de repasar durante el vuelo, y, pensando de nuevo que la vida te ofrece esta oportunidad solamente una vez, rebusqué por la cinta la maleta de Picazo y salí con ella.

Atravesé sin problemas el control policial: el agente se daría por satisfecho al comprobar que tanto Picazo como yo teníamos bigote, él en la foto del pasaporte y yo en la realidad en aquella época. Al salir al pasillo de Llegadas, un hombre me esperaba portando un cartel con mi nombre: «Señor Polo». Cerca de él, otro esperaba a mi álter ego: «Señor Picazo». Me fui con éste.
De estoe acuerdo tácito hace ya quince años. Escribo desde el despacho que tengo en la clínica que he abierto en Bilbao. A Picazo lo contrataron en la universidad a la que yo viene a impartir una charla. A veces nos escribimos correos electrónicos. Los dos seguimos bien. Creo que él ahora escribe una columna a la semana en un diario local.

EL PROBLEMA DE LA PARADA

El Problema de la parada es un problema muy célebre de la Computación, que es el área donde la Informática se acerca a la Matemática y, en algunos lugares, convergen. Básicamente, consiste en decidir si un programa que está ejecutando un ordenador llega o no a parar encontrando una solución. Así, por ejemplo, es sencillo escribir un programa que encuentre todos los divisores de 100, y es fácil demostrar que ese programa para (es decir, se detiene) cuando los ha encontrado todos. Un ejemplo simple de un programa que no para es el de encontrar el mayor número par. El programa que escribamos encuentra el 2, el 4, el 6, el 8… y de este modo va aumentando un contador y comprobando si cada uno de los números es o no par: si lo es, lo anota como el mayor y, siempre, pasa a comprobar el siguiente.


Más próximo a la realidad, el Problema de la parada consiste en escribir un programa que determine si otro programa llega o no a parar. Continuando con el ejemplo, consistiría en escribir un programa que observe al que busca el mayor número par, y diga si éste para o no para.
Un ejemplo más visual pasa por poner a personas en el lugar de los programas: en este nuevo contexto, el Problema consiste en que Fulano determine si Mengano realiza o no una determinada acción. Si Mengano la realiza, Fulano saltará y dirá “ha parado”; si no, Fulano nunca podrá determinar si Mengano realiza o no esa acción. El Problema, entonces, puede resolverse solamente a veces.


La acción podría ser, por ejemplo, observar si Mengano sale de algún sitio: de una cárcel, o de un Centro de Internamiento de Extranjeros, que es el nombre que reciben esos lugares en los que se encierra a los extranjeros que llegan sin papeles a la Gran Unión Europea, reserva moral de Occidente, maestra en el respeto a los Derechos Humanos, Grandilocuente Sociedad del Bienestar. Ahora se les podrá tener como presos durante año y medio, y no a la espera de juicio (pues el que ha llegado no ha cometido ni delito ni falta: es solamente que no tiene nada), sino a la espera de que la lenta maquinaria de la administración localice el país de origen de cada uno y, fletado un vuelo, lo devuelvan allá, si es que lo admiten. Si no, ocurrirá como ahora: pasado el periodo legal (hoy, en España, cuarenta días), dejarán libre al extranjero en una calle de cualquier ciudad.


Podemos imaginar que lanzamos nuestros papeles a un río y nos quedamos sin dinero, que pasamos las horas al sol para adquirir en la tez el color de los de otro continente, y que nos presentamos en una playa de Cádiz sin hablar castellano, sino chapurreando el idioma que apenas hablemos, o haciéndonos los mudos, para no revelarle al Estado que nos detiene nuestra identidad verdadera; pasaríamos 18 meses en un CIE sin haber cometido delito alguno, enclaustrados entre sus paredes y patios, con diana a las ocho y apagado de luces a las veintidós, ducha a las nueve, recuento a las catorce, ping-pong por la tarde. Un amigo nuestro podría jugar con nosotros al Problema de la parada para determinar si salimos o no. Pero 18 meses es mucho tiempo (cuántas cosas han pasado desde enero de 2007), y nuestro amigo se aburriría y dejaría que fuese el Estado quien determinase si salimos o no.


Pues así están las cosas. Salvo pocas excepciones, nuestros representantes socialdemócratas y democratacristianos (¿dónde lo social, socialistas?, ¿dónde lo cristiano, populares?) han votado mayoritariamente a favor de esta medida. Ya estamos más cerca de Guantánamo. ¿Les vamos a dar también un mono naranja?


«”¿Cuándo abandona usted todo esto, Herrero? […] ¿Qué hace usted con gente como la de su partido?”. Al ver mi asombro, miró tristemente hacia los escaños socialistas y comentó, escéptico: “Claro que, con razón, dirá usted qué hago yo entre esta reala”». (Miguel Herrero de Miñón, en su libro Memorias de Estío, relatando una conversación con Enrique Tierno Galván).

lunes, 30 de junio de 2008

Mis breves conversaciones

Tenía un amigo americano, con quien no me hablo desde hace años, que mancilló en mi juventud el honor y el orgullo que yo sentía por ser español. Sostenía este joven (hoy ya un hombre hecho y derecho, investigador famoso y reconocido, al que se invita como conferenciante a los mejores congresos, y por cuya presencia en los comités editoriales se pelean las mejores revistas científicas) que las razones del atraso científico de nuestro país no podían resolverse aumentando el porcentaje de I+D, ni trayendo del extranjero a los mejores profesores, ni limitando el acceso a los estudios universitarios sólo a los alumnos que tuvieran las mejores calificaciones en el bachillerato.

Todo esto me lo dijo en un debate intenso que tuvimos en la cafetería del Departamento de Informática, en los últimos días de una estancia posdoctoral que realicé bajo la supervisión del Dr. Dietrich Forrester, uno de los principales referentes mundiales en codificación y transmisión de la información, y el cual le había dirigido a mi amigo la tesis doctoral, y que había tenido también la amabilidad de acogerme durante ocho meses para completar mi formación en el área en la que, veinte años después, sigo investigando.

Las razones que aducía de nuestro peor nivel científico se encontraban, ni más ni menos, que en la naturaleza de nuestro propio idioma, el de los inmortales Cervantes y García Márquez. Sostenía mi colega que los españoles necesitamos demasiadas palabras y demasiado tiempo para decir lo que en inglés se expresa con mucha mayor brevedad, y que el exceso de tiempo que dedicamos a hilar tan largas frases, a hacer concordar el género y número de los verbos con el género y el número de los sustantivos, a pronunciar los interminables adverbios terminados en -mente, ellos lo dedican a pensar, a inventar, a discurrir, y de ahí su superioridad en los campos de la tecnología y de la ciencia.

A los pocos días, como ya digo, abandoné los Estados Unidos y regresé a España. Recuerdo que, en la primera noche de jet-lag, me quedé hasta tarde viendo en la segunda cadena una película subtitulada. Efectivamente, lo que los actores de habla inglesa expresaban en escasos segundos, requería bastantes líneas de texto en español en la parte inferior de la pantalla: de hecho, cuando el actor o la actriz terminaban de hablar, yo seguía aun leyendo su traducción al castellano.
Luego, como suele pasar cuando te llega la edad, me casé. Mis años de matrimonio han sido muy felices, y lo único que los ha perturbado ha sido mi obsesión por aprovechar el tiempo dedicando menos a la transmisión de mensajes. Mi mujer ha sabido apoyarme y comprenderme en esta neurosis, y ha aplicado conmigo los principios de compresión de la información que estudié en la carrera. Estos principios son los mismos que usted, sin saberlo, aplica cuando utiliza algún programa de su ordenador para comprimir un archivo y, empaquetado todo en un zip o en un rar, le disminuye el tamaño: luego, puede restaurarlo a su tamaño original sin haber perdido un ápice de información. Es decir, que se guarda lo mismo en menos espacio.

Estos mecanismos proceden de ciertos algoritmos de codificación de la información, como los de Shannon o Huffman. No abundaremos en los detalles técnicos; pero, para ejemplificar y que ustedes me entiendan y comprendan mi historia, aplicaremos una sencilla variante al célebre poema de Federico García Lorca:

Verde que te quiero verde. / Verde viento. Verdes ramas. / El barco sobre la mar / y el caballo en la montaña. / Con la sombra en la cintura / ella sueña en su baranda, / verde carne, pelo verde, / con ojos de fría plata.
Verde que te quiero verde. / Bajo la luna gitana, / las cosas la están mirando / y ella no puede mirarlas.

Lo que haremos para ahorrar espacio será asignar un código a cada palabra. A aquellas que más se repiten le asignamos uno de muy poca longitud, y dejamos los códigos más largos para los que menos veces aparecen: en el texto anterior, verde aparece siete veces; la, seis; en, tres; luego, varias palabras aparecen dos veces, y otras varias aparecen una sola vez. Los programas de ordenador que ya he mencionado funcionan más o menos así, pero introducen en su forma de funcionamiento logaritmos, funciones matemáticas, bits y bytes, que enturbiarían este texto y que dificultarían su lectura.

Bien, pues, a partir de la discusión anterior, en lugar de decir “verde”, la palabra más frecuente, diremos y escribiremos 0; en lugar de “la”, emplearemos el 1; para sustituir “en”, usaremos el 2. De este modo, la primera estrofa del poema de Federico queda convertido en la siguiente ristra de números que, bien entendida, sigue poseyendo para una mente acostumbrada singular belleza:

0-6-8-7-0 / 0-38-37-32 / 4-12-33-1-23 / 9-4-13-2-1-16

Obsérvese que esta técnica resume bastante la cantidad de espacio y de tiempo: “Verde que te quiero verde” es “0-6-8-7-0”: utilizo menos tinta para escribirlo, empleo menos tiempo para leerlo, lo comprendo exactamente de la misma forma, dedico lo que me sobra al pensamiento creativo.

A las frases habituales de la vida conyugal, mi esposa y yo les hemos asignado números, igual que, en el ejemplo anterior, a la composición del poeta. Así, en lugar de decirle «Buenos días, mi amor», le digo «Cero», frase/palabra que acompaño con un cariñoso beso: no es que este saludo sea la frase más frecuente en nuestras conversaciones, pero sí es la primera que le digo cuando me levanto y, como suelo hacerlo de regular humor y con pocas ganas de hablar y de que me hablen, he optado por modificar el algoritmo de compresión, para considerar en él las circunstancias prácticas de la vida real, y no sólo la frecuencia de aparición de palabras o frases. Cuando me marcho al trabajo le digo «Once», porque ésta sí es nuestra undécima frase más frecuente, según fui anotando de manera exhaustiva durante los seis primeros meses de nuestra vida en común.

No obstante, dependiendo de las circunstancias, la lista se altera: antes de que la atacase el anisakis, solía preguntarle «¿38-105?», que quiere decir: «¿Cenamos lenguado?». Ahora, como no puede tomarlo, el 105 ha pasado a ser «Ensalada», que ocupaba antes el puesto 143. Cuando nos íbamos a la cama en el primer año de casados, con toda nuestra pasión, le decía: «¿Uno?», y ella contestaba afirmativamente. Ahora, a veces le digo que si ochenta y cinco.

En El Día de Ciudad Real.

viernes, 20 de junio de 2008

Lo que nos cuenta el número Pi

«Cuando se proclamó que la Biblioteca abarcaba todos los libros, […] todos los hombres se sintieron señores de un tesoro intacto y secreto. No había problema personal o mundial cuya elocuente solución no existiera». (Jorge Luis Borges, La Biblioteca de Babel).

Mi amigo León, que vive en Granada, ni me leerá ni se acordará, pero una vez, cuando en la zona del Torreón se encontraba un pub de nombre «Pi 3,14», nos propuso a los amigos ir allí a tomar algo: «¿Pasamos al Pi tres-catorce-veintiuno?», preguntó. Cambiarle dos cifras al número \pi (cuyo valor real es 3,1415926535897932… aunque sigue hasta el infinito sin parar), o redondearlo (habitualmente a 3,1416), puede no suponer un error demasiado grande en el cálculo que se pretenda; sin embargo, truncarlo quita de nuestra vista una gran cantidad de conocimiento, de historias, de Historia, de sueños, de futuro y de pasado.

El número en cuestión es trascendente, lo que viene a significar que tiene infinitos decimales sin periodo alguno: es decir, ninguna secuencia de decimales de \pi se repite y, de este modo, cualquier número que se nos ocurra, por largo que sea (nuestra corta edad, nuestra cuenta corriente, los dos juntos, los números de cuenta de todos nuestros vecinos uno detrás de otro), se encuentra entre los decimales de esta constante.

Podemos, por otro lado, inventarnos un código, parecido a como funcionan los ordenadores, y asignar a cada letra de nuestro alfabeto un par de números. Siguiendo el orden alfabético, por ejemplo, a la A podemos asignarle dos ceros (00); a la B, un cero y un uno (01); a la C, un cero y un dos (02); seguimos así hasta la Z, a la que, tras haber desechado la Ch, la Ll y la Ñ, asignamos el dos-cinco (25). Empecemos otra vez, de modo que la A sea también el 26, la B el 27, y seguimos así hasta el 99, que corresponde a la cuarta asignación que le hacemos a la V, que queda codificada entonces con los números 21, 47, 73 y 99. Si damos la vuelta pasamos al 00, que era la A, así que paramos.

Con este código, en las primeras cifras decimales de \pi encontramos las letras siguientes:

oponjlbgmuarmgbycgttrnpxkgutxshxhdmgckivicdwzivrgbeocizgeeovjmsirygwfubhodcwlrtcgkbbphvkdhmuwqlcpddsscdjxohhsjcvewxliafnbmbmntmhooiiiiktramen

…que no significan nada en apariencia; pero hallamos en su final una palabra castellana, “tramen”, del verbo tramar. Si seguimos buscando más adelante encontramos colores, como “rojo”, o “azul”, y más adelante todavía palabras más largas, y frases corrientes, como “buenosdías”, o “adiósamigo”.
Y mucho más delante, encontramos cualquier pensamiento que se nos ocurra, y este mismo artículo, y el otro que no he escrito o que deseché porque no me gustó, y también lo que el lector está pensando cuando lee estas líneas, tanto si es bueno como si es malo, y el Ingenioso Hidalgo en castellano antiguo, y también en inglés, y nuestro nombre con sus dos apellidos; y lo que nos ocurrió cualquier día aparece también relatado con tanto detalle que nos avergonzaría encontrarlo: sólo hace falta paciencia y ponerse a buscarlo.El que quiera hacerlo puede llegar, a través de la Wikipedia, a los primeros millones de cifras del inmenso \pi, y hacer la conversión a letras y de ahí a palabras. Se ha comparado la Wikipedia con la universal biblioteca de Babel de la que escribió Borges, en la que están todos los libros del mundo, los escritos y los por escribir y los que no se escribirán nunca. El número \pi, tan coqueto, con esas dos patitas que parece que van a echar a correr, sí que guarda de verdad absolutamente todo.


En El Día de Ciudad Real.

miércoles, 11 de junio de 2008

La vida literaria

«A media tarde, salía por Madrid a hacer eso que se ha llamado vida literaria: un poco de Ateneo, un poco de pintura, un poco de conferencia, un poco de flirteo, un poco de cóctel». Francisco Umbral, 1977

Me encontré con la frase de arriba en mi libro de COU, un manual de Lengua de la editorial Anaya de Fernando Lázaro Carreter. El autor ilustraba con ella un recurso estilístico con el que el escritor prescinde, a sabiendas, de la conjunción copulativa al término de una enumeración, dándose de este modo la idea de que la lista que se cita está incompleta y podría continuarse.


Así, el descubrimiento de la vida literaria, definida mediante la enunciación de unos pocos ejemplos de aquello en lo que puede —o no— consistir, me llenó de júbilo, y las dudas que pudiera tener sobre cuál quería que fuese mi futuro se me terminaron de disipar con ese perfil de bohemia y romanticismo tan magistralmente trazado.


Pasé mi año de COU en un instituto público de Madrid, matriculado en turno de tarde, y más como un mero número que añadir a la estadística de alumnos por cada cien habitantes, que como estudiante auténtico, pues dedicaba las mañanas a conocer los lugares que Umbral no citaba expresamente, pero que sí podían intuirse de su enumeración iniciada pero no acabada.


Años después me ocurrió lo mismo en Sevilla. Coincidí en la residencia de estudiantes con algunos chavales de los que me hice gran amigo. Me fui allí a estudiar 4º y 5º de carrera y tenía, por tanto, tres años que perder de mi pasado si no dedicaba mi esfuerzo a superar los espacios de Hilbert, los autómatas finitos, los analizadores LL(1) y LR(1). Pero ¡era tan grande la tentación de la vida literaria! Por las mañanas recogía en su habitación a mi amigo Paco, de Cuenca, o a Fran, de Jaén, o a Óscar o a Fede, de Málaga, o a cualquier otro joven como yo, deseoso de fumarse la clase de Ingeniería o Arquitectura para, aunque fuera, pasar la mañana en la calle Sierpes viendo a la gente, o tomando café o una cerveza de importación en el Placentines o en el Leonés mientras saboreábamos unos cigarros buenos, sitios caros ambos para una economía estudiantil, pero que nos dejaban el poso de un regusto a cultura o a no sé qué que nos satisfacía. Otras veces era uno de mis amigos el que venía a por mí:


—¿Nos vamos a hacer “eso que se ha llamado”? —me decían, inacabando la frase que yo les había enseñado, como haciendo un guiño al autor y al recurso, y también a mí, sabedores de que era presa fácil para quehaceres como éste.


Ciudad Real también tiene su vida literaria. Ahora salgo menos, pero el año en que hice el proyecto de fin de carrera, y que pasé a caballo entre Sevilla y Ciudad Real, ocupado tan solo a medias, asistía con mi mujer (a la sazón mi novia) a tertulias literarias en el café Guridi, íbamos a una de las tres salas del cine Castillo y luego a El Dorado a comentar la película y a que Carmelo nos echara algo de beber. En la película Cotton Club, de Francis Ford Coppola, un personaje dice «Todo el mundo va a Cotton Club». En esa época todo el mundo iba a El Dorado. Aguirre decía que tenía “La esquina más fresca de Ciudad Real”. Los días de diario se hacía mucha vida literaria en este local: sentados en un taburete o en el banco que había en el interior, sin las apreturas del fin de semana, nos ponían rock y blues, música contundente y buena. Carmelo me pidió una vez unos pequeños pero potentísimos imanes con los que me vio jugar. Tenía proyectada la construcción de una máquina que, mediante oscilaciones, generaría una secuencia infinita de energía, supongo que con un péndulo metálico que no pararía de moverse, eternamente, de uno a otro extremo.


Años después de este episodio me lo he encontrado en el Teatro de la Sensación. Sin querer, sacudí en su lata de cerveza la ceniza que quemaba mi purito y se la llevó a la boca para darle un trago. No le dije nada, claro, y él no se dio cuenta. Le pregunté por su máquina.


—La he abandonado —me dijo—, pero ahora quiero abrir otro local.


Fue la noche en que tocó el trío de Javier Bercebal. Después del concierto me encontré a Rivas, que me habló del origen de algunas de las obras que cuelgan de las paredes del teatro; luego me dijo que en unos días se iba a La Habana, no recuerdo si a pintar o a aprender nuevas técnicas de pintura, o quizás a buscar material artístico para traerse aquí.


Avanzada la madrugada llegó la policía y nos pidió silencio. Todo esto es vida literaria, aunque en este tiempo no haya hablado con ningún literato y éstas sean las primeras líneas que produzco. Pero me gusta salpicar en mi vida detalles como éstos, de huida, o de fuga, quizás de rebeldía o de temporal escape, de detalles que yo llamo literarios.

—Vámonos a casa —me dijo mi mujer—, que es tarde y mañana hay que recoger a los niños.


En Autopsia, la revista de la ciudad muerta.

martes, 10 de junio de 2008

La huelga de transportes

Se puede flexibilizar el asunto de la tarifa mínima para los transportes y, al mismo tiempo, evitar el fraude, construyendo una sencilla aplicación informática que, bien, mediante web, bien mediante mensajes cortos SMS, recoja la matrícula del vehículo, el kilometraje y los litros repostados. La matrícula se validaría con la base del Ministerio de Fomento o de las Comunidades Autónomas (quizá mediante pasarelas), para comprobar que el vehículo es de transporte de mercancías o de pasajeros (todos llevan una tarjeta de autorización); el kilometraje, los litros y la propia matrícula, se usarían para verificar que el vehículo no gasta mucho más de lo debido (lo que podría indicar que hay una venta fraudulenta de combustible a terceros, que deberían comprarlo a precio no subvencionado).


En dos tardes, cualquier ingeniero informático desarrolla, prueba y deja operativa una aplicación de este tipo.



En El País

JOSÉ TOMÁS

«¡No te aplaudimos porque estamos merendando!».
(Un aficionado a Finito de Córdoba, tras ligar éste una serie de buenos capotazos al cuarto de la tarde, el 20 de agosto de 1996, en la plaza de Ciudad Real).


En los últimos días se ha escrito muchísimo sobre la tarde histórica de José Tomás en las Ventas, en donde la semana pasada cortó cuatro orejas, en un episodio apoteósico que parece ser que no ocurría desde hace cuarenta años (si bien Sebastián Palomo Linares consiguió un rabo, en la misma plaza, en 1972). Tengo la desgracia o la suerte de acudir poco a los toros, y menos a San Isidro (estuve hace tiempo en Las Ventas, pero viendo un concierto de AC/DC), aunque sí leo habitualmente las crónicas en la prensa y veo los resúmenes en televisión. Acudo a las plazas una o dos veces al año, y he tenido ocasión de ver colosales faenas, con vueltas al ruedo y salidas a hombros, emoción y unanimidad entre el público, convicción del presidente al otorgar los trofeos. Sin embargo, solamente una vez he sentido la carne de gallina por la emoción, hace como doce años, con dos capotazos, dos, de Curro Romero una tarde en La Maestranza, con su silencio inmenso, el olor a tabaco rondando el ambiente, la lluvia acechando. El resto de ocasiones buenas, en los que la afición ha dicho olé y ha disfrutado, me he sentido extraño, sin sentir que el pulso se me acelerase, como sí parecía pasarle al resto de aficionados.

Lo habitual es que el público se aburra, que uno vea desfilar una tarde tras otra a animales que no embisten, o a toreros a los que, a diferencia de a Ortega Cano (contaba en un entrevista que los toros buenos, cuando le miran en el ruedo, parecen decirle “Toréame muy despacito, porque yo te voy a embestir muy bien”), los toros no les hablan. No es normal matar al bicho a la primera estocada que se hunde hasta la bola, ni clavarle con perfección los tres pares de banderillas, ni que el morlaco acuda con fuerza y bravura al castigo de las tres varas: lo corriente es que el presidente disculpe dos puyazos, que una banderilla se caiga, que el toro agonice tras varios pinchazos infructuosos que dan en hueso, a los que sigue una sucesión de intentos de acertar con la cruceta para matarlo, la nuca despellejada y sangrante, en carne viva, la vida que se le escapa al toro con la hemorragia que le sale por la boca y que empapa un lugar específico de la arena, o la cara y el traje del matador cuando el animal, molesto por las banderillas que le penden en ese último hálito de vida, cabecea con fuerza para apartarse los palos y echarlos a un lado.

El espectáculo, para un tercero, es normalmente cruel, y suele carecer de arte para propios y extraños, si bien es obvio y no desmerece el valor de los toreros que bajan al albero a cumplir su función, con la intención segura de hacerlo dignamente desde el primer momento. «El Cielo», se ha dicho, «es una faena del Pasmao de Triana en una de sus tardes gloriosas».

En El Día de Ciudad Real

miércoles, 4 de junio de 2008

El Alquimista

«—Es aquello que siempre deseaste hacer. Todas las personas, al comienzo de su juventud, saben cuál es su Leyenda Personal. En ese momento de la vida todo se ve claro, todo es posible, y ellas no tienen miedo de soñar y desear todo aquello que les gustaría hacer en sus vidas. No obstante, a medida que el tiempo va pasando, una misteriosa fuerza trata de convencerlos de que es imposible realizar la Leyenda Personal».
(Paulo Coelho, El Alquimista).


Que yo recuerde, se identificaban tres partes en la columna griega: base, fuste y capitel. En función de la sobriedad o de la cantidad de florituras que tuviese, la columna podía ser dórica, jónica o corintia. La posición natural de las columnas es la vertical, pues suelen colocarse con el fin de sujetar algo. Cuando uno se encuentra una columna horizontal, como esta, es signo de que en el lugar ha habido un terremoto o una guerra, o que simplemente el tiempo y sus inclemencias han derruido el templo que sostenían.

Salvo en una ocasión, este espacio que ocupo, hoy hace ocho lunes, ha aparecido siempre horizontal, como si las noticias y opiniones que lo rodean fuesen una metáfora de algo que empieza a caerse, pero que una cuadrilla de albañiles, con ahínco y empeño, vuelve a levantar de vez en cuando. Ese espacio semiderruido y apuntalado podría ser España o su concepto, amenazado por desafíos como el de Juan José Ibarretxe, presidente del Gobierno vasco. Sin embargo, adquirir el compromiso de escribir, y el querer hacerlo dignamente, le obliga a uno a meditar y reflexionar acerca de aquello sobre lo que opina, a plantearse soluciones sobre los problemas que plantea, a definirse política o sociológica o culturalmente, y a no dejarse llevar, en un alarde impetuoso, por una primera reacción visceral sobre la consulta popular del gobernante autonómico.

Etimológicamente, “democracia” procede de dos términos griegos que vienen a significar “gobierno del pueblo”. Ocurre que el lenguaje da muchas vueltas influido por el uso y el paso del tiempo, por los enriquecimientos y empobrecimientos de otras lenguas, por el avance tecnológico y otros factores, y las palabras y expresiones, aunque permanezcan morfológicamente iguales, alteran su significado en algún momento, sin guardar relación aparente con el original. Una expresión que cada día carece de menor sentido es “tirar de la cadena”, pues hoy debería decirse “apretar el botón”. Vista la reacción del Gobierno y de parte de la oposición, también podría ser el caso de “democracia”.

En las comunidades de vecinos se decide por votación si se cambia o no la puerta que da a la calle; en los centros de enseñanza, los alumnos eligen al delegado de clase; cada cuatro años, de alguna manera elegimos a nuestros representantes en las Cortes; ocasionalmente se nos pregunta si queremos ingresar en la OTAN, si nos parece bien el proyecto de la Constitución Europea, si estamos de acuerdo con el nuevo Estatuto de Autonomía; se ha preguntado a los vecinos de Berlín si se mantenía o se cerraba el viejo aeropuerto de Tempelhof; en Suiza, tres o cuatro veces al año se consulta a los ciudadanos por temas muy variopintos. ¿Por qué, entonces, ese miedo a que los ciudadanos vascos se pronuncien sobre las dos preguntas que se les plantean? Si se les pidiera la opinión, por ejemplo, sobre la conveniencia de repoblar sus bosques con pinos o con abetos, ¿se echaría el Gobierno en contra y amenazaría con un recurso de inconstitucionalidad? ¿Dónde está el límite de lo que se puede preguntar libremente? Y ¿qué pasa si se pregunta?

Dejemos que Ibarretxe explore las posibilidades de su Leyenda Personal, y que sea su propio pueblo la “fuerza misteriosa”, de la que habla Coelho, que lo convence de que es imposible realizarla. Y si ganan los síes, que no seamos nosotros los que, a los vascos, les impiden cumplirla.


En El Día de Ciudad Real

Nuestros pequeños problemas

«Los muertos no advierten enseguida que están muertos, sino que lo van percibiendo poco a poco, seguramente para evitar un susto excesivo capaz de devolverlos a la vida».
(Juan José Millás, en Volver a casa).


La semana pasada criticaba en estas páginas la escasa calidad del régimen cubano, que me vendieron como democrático. La verdad es que hay tantos y tan serios problemas en el mundo, que el hecho de que unos pocos millones de personas carezcan de libertad de expresión y de movimiento resulta una minucia. En efecto, acaban de morir decenas de miles de personas en China y Birmania (por las pocas noticias que llegan, parece que en este país, hasta las víctimas vivas —heridos, damnificados, desplazados— han sido dejadas a su suerte por sus autoridades), sigue habiendo matanzas en Sudán, en Sudáfrica hay a diario asesinatos xenófobos, revueltas por las carestía de los alimentos básicos (pan, arroz, leche) en Indonesia, Yemen, Guinea, Burkina Faso (¿dónde está este país?), cinco mil personas están secuestradas en Colombia…

Realmente, entonces, el hecho de que el Gobierno español, socialista y de izquierdas, no afirme clara y taxativamente su oposición sin excepciones a la fabricación y venta de bombas de racimo (según Greenpeace, las empresas españolas que las fabrican son Explosivos Alaveses, Instalaza, Santa Bárbara e International Technology S.A.); que no solo apoye en votación plenaria en el Congreso el nombramiento de David Taguas (que tiene el gesto del que pasa por el escáner de Barajas ocultando una maleta con doble fondo, aunque las apariencias engañan), sino que expediente a Juan Antonio Barrio, diputado de su partido, por votar en contra (si los partidos, de funcionamiento democrático según el artículo 6 de la Constitución Española, obligan a la disciplina de voto, la libertad de expresión de nuestros representantes, a los que entre todos elegimos y entre todos pagamos, puede estar viéndose coaccionada, cercenada y disminuida a niveles similares a los de cualquier ciudadano cubano); que no solo retenga (que no “detenga”, porque jurídicamente hablando parece que hay una diferencia importante, aunque el efecto sea el mismo) a los inmigrantes indocumentados durante 40 días en los centros de internamiento de extranjeros, sino que se plantee ampliar ese plazo… decía, que estos hechos nuestros son problemas tan pequeños que apenas deberían recibir un minuto de atención en el telediario, o el espacio en la prensa del edicto breve de un juzgado. Ponemos la atención en lo que la prensa quiere y en aquello de lo que los tertulianos hablan, viendo que hay problemas en donde solo existen insignificancias; y, al contrario, muchas veces los problemas verdaderos acaban cuando dejan de hablarnos de ellos.

Mañana, o pasado, o al otro, comenzará otra guerra, se abrirá otro pedazo de tierra que se tragará una ciudad, o caerá sobre ésta una lluvia torrencial que la hará desaparecer; se expulsará de algún país próximo a los de color distinto, saldrán veinte aviones de otros tantos países con cientos de deportados; continuarán internados, sin juicio ni horizonte, los presos en Guantánamo y los disidentes en Cuba y en China y en Birmania y en tantos otros sitios; morirá en nuestro país una mujer más a manos de su marido; se emitirán más toneladas de CO2 a la atmósfera, se caerá al mar un gran bloque del hielo que ese mismo gas contribuye a derretir… pero lo que nos importa y nos escandaliza, desde el bienestar de nuestro sofá cómodo, desde la barra de bar o la mesa de funcionario en donde abrimos este periódico, será si la ministra comparte o no su baja maternal, si se anula o no el minitrasvase del Ebro, si esto significa que Zapatero ha incumplido su promesa electoral, si se lo llama trasvase o de otra forma, si la alcaldesa comienza las obras del tranvía que prometió en su programa electoral.

A veces conviene tener una visión catastrofista de un todo para mejorar una parte. Nos enteramos de todo al instante, y antiguamente no, y seguro que iba todo peor; la pena de muerte está abolida en muchos países, y hasta hace poco se cortaba la cabeza en medio mundo; tenemos instrumentos para medir el bienestar y el malestar de forma objetiva (el Índice de Desarrollo Humano de la ONU o el consumo de energía por habitante), mientras que antes ni siquiera nos interesábamos por el enfermo desahuciado que no tenía dónde morirse.

En El Día de Ciudad Real

No me quieras tanto

«Países para los cuales es válido este pasaporte: todos los del mundo, excepto Rusia y países satélites».
(En un viejo pasaporte de mis padres).

Salvo excepciones, los que hemos nacido en la democracia o en los últimos años de la dictadura carecemos del referente de inconformismo o revolución que contar a nuestros hijos, con carreras ante los grises, noches de detención en la DGS, asambleas estudiantiles ilegales o mayos del 68, que sí tienen o al que se han apuntado después los que nos llevan unos pocos años. En nuestras coordenadas resulta, además, cada vez más difícil encontrarse con personas que defiendan regímenes totalitarios como ese que fue nuestro, o como otros que todavía existen. Por eso, y por el hecho de adquirir para la vida una experiencia más, no hay que desaprovechar la oportunidad de conversar con uno de estos personajes en vías de extinción, que no es sólo que sea partidario del mantenimiento de un régimen dictatorial, sino que, en cierto modo, forma parte de él y colabora con su aparato. La sensación ha de ser parecida a la que un naturalista siente cuando descubre un ejemplar vivo de una especie que se perdió hace siglos, o a la de un arqueólogo cuando se topa con uno de los preciados objetos que persigue Indiana Jones. Conocer, entonces, los pensamientos de alguien así, bien vale un almuerzo.


Y éste tuvo lugar el jueves pasado en el restaurante Flor Canela. Aprovechando la festividad madrileña de San Isidro, una vicerrectora de la Universidad de Pinar del Río, en Cuba, que se encuentra realizando en Madrid una estancia postdoctoral, se desplazó a Ciudad Real para realizar una breve visita. La historia se remonta a 2002, cuando la UCLM firma un convenio con la Pinar del Río para impartir unos cursos de doctorado en el área informática. Varios profesores de Ciudad Real, entre ellos este columnista, se desplazaron a la isla para dar esas clases. Se esperaba que, en pocos años, los profesores cubanos comenzasen a defender sus tesis doctorales; mas lo cierto es que, hasta la fecha, ninguna ha llegado a cuajar. La vicerrectora ha venido a retomar y reactivar este tema dormido.


—¿Será afín al Régimen? —he preguntado a uno de los compañeros con los que luego comí.
—No lo dudes —me ha dicho—. Lo son todos los que tienen algún cargo en Cuba.


Para tantear a nuestra invitada mencioné los detalles aperturistas de Raúl Castro: los teléfonos móviles, el acceso de los nacionales a los hoteles. «Cambios cosméticos», vino a decir. Indagando, surgió el tema de sus elecciones; casi textualmente, me dijo: «Hace pocos meses hemos tenido elecciones libres. Sólo puede presentarse un partido; pero, por lo demás, son igual que aquí». “Lo demás” es… un mundo.


Hablamos de la libertad. «Dime una persona que no pueda salir o que no pueda volver». Le dimos los dos ejemplos: el primero, el de una amiga que ha tenido que presentar una carta del párroco y la factura del vestido para venir desde Cuba a la boda de su hermana en España: como el rey absoluto que otorga graciosamente un indulto, le concedieron el permiso; pero no a su hija de corta edad, así se aseguran de que volverá la madre. El segundo, el de un compañero cubano-español que tuvo destino en la embajada de Cuba en Moscú y en el consulado de Odessa; salió otra vez a un congreso y decidió no volver: 14 años después aún no puede hacerlo, aunque en este periodo falleciera su madre y solicitara el visado para el sepelio. «Es que lo de este hombre es alta traición. El Estado invirtió en su formación y al Estado le debe todo», nos vino a decir, sin contarnos que los jóvenes trabajan los veranos en el campo para pagar al Estado lo que éste les da.


Pero eso sí: igual que unos padres eligen la ropa de su hijo pequeño o le plantan una cenefa en la pared de su habitación, Fidel y Raúl les están cambiando los electrodomésticos a todos los cubanos: «Ay, amor, no me quieras tanto; ay, amor, no sufras más por mí», dice la canción cubana. «Y la educación y la sanidad es gratuita, y los jubilados no pagan las medicinas», me dijeron cuando visité el país. «Anda, igual que en España», pensó mi mujer. Pero discreta, como la Sherezade de Las mil y una noches, se calló.



En El Día de Ciudad Real

El viaje de todos

«Andrés comprendía el otro extremo, que el hombre huyese del dolor ajeno, como de una cosa horrible y repugnante, hasta llegar a la indignidad, a la inhumanidad». (Pío Baroja, El árbol de la ciencia).

Creo recordar que Serrat se autodefinía como «un latinoamericano nacido en Cataluña», y son muchos los que se proclaman «ciudadanos del mundo». Aparte de la plasticidad literaria que puedan tener estas frases, especialmente la primera, ambas encierran un sentimiento de universal pertenencia a un todo, a una mancomunidad de personas que comparten un viaje largo en el mismo autocar. Y, como tales, el que va en el lado del pasillo pega la hebra con el desconocido que lo separa de la ventanilla, no reclina su respaldo para no dificultar el movimiento del larguirucho de luengas piernas que tiene detrás, ofrece a sus vecinos que prueben los alimentos de su tartera. El destino final está lejos, las carreteras son tortuosas, y uno le ofrece su Biodramina al que, sentado al fondo, comienza a marearse.

Uno es quien es porque el azar lo quiso así; porque fue ese, de entre millones, el espermatozoide que primero alcanzó el óvulo, sin que haya más posibilidad, en esta lotería, de pedreas ni reintegros. Si la carrera la hubiera ganado otro, uno no sería el mismo, sino otro distinto, quizás muy parecido; podría recibir la misma educación en el seno de la misma familia, pero no sería igual, tendría rasgos que lo diferenciarían de ese álter ego que no llegó a tiempo y que no cuajó, por tanto, y con el que resulta entonces imposible compararse. También la casualidad nos ha hecho nacer aquí: las migraciones y destierros de nuestros antepasados, los cruces azarosos de mujeres con varones que terminan en enamoramiento y en descendencia, los que acaban en descendencia sin enamoramiento. Uno es fruto del azar, podía haber nacido aquí o allá, y si lo ha hecho aquí y aquí decide establecerse no significa ni que pertenece a este territorio, ni que este territorio le pertenezca.

El autocar es el mundo globalizado en el que vivimos y, el viaje, la vida fortuita de cada individuo, aunque cada uno se baje en diferente parada. Tengo que apretarme en el asiento para que el viaje de mis compañeros sea cómodo, meternos tres donde cabemos dos, sentar durante un rato en mis rodillas a alguien cansado, cederle el sitio a ratos y viajar yo de pie. Ese individuo podría ser yo si el azar así lo hubiera querido, acaso lo sea; puede incluso que tenga parte de mí.

En Europa no caben más inmigrantes, se dice a veces. ¿Europa es nuestra? ¿El autobús es mío o lo he alquilado? ¿América es de los indios? ¿África de los africanos? Apretémonos un poco, o paguemos entre todos los billetes para que los viajeros puedan desplazarse dignamente a su destino.

El ojo de Solbes

«La del pirata cojo con pata de palo,
con parche en el ojo, con cara de malo […]».

(Joaquín Sabina).

Si uno toma una fotografía de su ordenador y, en lugar de abrirla con un programa para ver imágenes, la abre por ejemplo con un procesador de textos, observará una larga ristra de caracteres sin sentido. El ordenador interpreta estos números y letras como los puntos que la componen, pues en ellos se almacenan su color y coordenadas, procesa estos datos y muestra la imagen. Por ejemplo:

OCEZFDAhIZieiEmDhwkEaecIZ5TRq.

Los inescrutables caracteres que he reproducido arriba forman parte del ojo cerrado de Solbes, que recientemente ha recuperado el parpadeo a cuya ausencia ya nos habíamos acostumbrado, no sin una intensa curiosidad, que se repetía en cada telediario, por saber qué la provocaba.
Si utilizamos la barra de Google para encontrar en Internet, por ejemplo, información de nuestra provincia, cuando comenzamos y escribimos “Ciudad”, la barra nos muestra una breve lista en la que nos sugiere las búsquedas más frecuentes que, realizadas por otros usuarios, comienzan por ese mismo término. De este modo, se nos propone “Ciudad de México” en primer lugar, porque debe de ser que sea éste el término más buscado, y “Ciudad Real” aparece unos puestos más abajo. Confieso que he estado un tiempo con una cierta obsesión por el tema del ojo de Solbes, y que en varias ocasiones he buscado la causa del mal del ministro. Hace semanas, cuando escribía “Ojo”, el famoso buscador me ofrecía términos como “Ojo de buey” u “Ojo de Dios”, pero no había rastro del ojo de Solbes.

Esto fue antes de las elecciones, en plena crispación, con el debate estatutario en su momento más granado y con la consiguiente ruptura de España a punto de materializarse. El interés de los ciudadanos en la política se encontraba bajo mínimos en estas recientes fechas: las discusiones intensas de los diputados en el congreso, de los periodistas en las tertulias o los cruces de declaraciones de los políticos en los medios de comunicación, no tenían su correspondiente reflejo en las conversaciones de amigos o de compañeros de trabajo a la hora del café; la distancia entre los ciudadanos y sus representantes, y entre aquellos y los hacedores de opinión era grande y, de hecho, apenas se participó en los referéndums de Andalucía (36%) y de Cataluña (49%), sociedad ésta aparentemente muy politizada y, a tenor de las noticias que nos han transmitido los políticos y periodistas que he citado antes, en continua tensión independentista.

En los tiempos finales, sin embargo, los debates de los candidatos a la presidencia registraron altísimas audiencias, como si en lugar de un Zapatero-Rajoy se jugara un Real Madrid-Barcelona, y la participación en las Elecciones Generales también ha sido elevada (más de un 70%). Como una metáfora del interés del pueblo por la vida política, si uno escribe hoy “Ojo S” en la barra de Google, el de Solbes aparece en la quinta posición. Ya que la conozco, iba a explicarles aquí cuál ha sido la patología que le ha aquejado, pero con todo este rollo carezco ya de espacio para poder hacerlo.

La universidad de los castellano-manchegos

«Esta universidad no es como la de Salamanca, en la que el rector está todo el día de procesiones y vestido de lagarterano». (Luis Arroyo, ex rector de la UCLM, el 7 de noviembre de 1990).

Las palabras que reproduzco arriba las recogí y anoté en un cuaderno que aún poseo, al poco de empezar el segundo curso de implantación de los estudios de Informática. La titulación carecía de edificio propio, se admitían cada año en torno a dos centenares de alumnos y las clases con más asistentes se impartían en el salón de actos de Magisterio. Recuerdo a los profesores dando la clase micrófono en mano, como artistas que fueran a deleitarnos cantando un bolero, y a los estudiantes tomando apuntes sobre las rodillas. En un acto semifestivo, los alumnos nos dirigimos en procesión a la Casa-Palacio de Medrano, en la calle Paloma, en donde antiguamente estaba situado el rectorado, y en donde mostramos al rector nuestro disgusto por las difíciles condiciones en las que recibíamos las clases. Luis Arroyo nos recibió y con esas palabras tan ilustrativas nos dio a entender eso, que las cosas acababan de empezar y que, como Aznar en Texas, estaban “trabajando en ello”.

Con este regadío, en los sembrados y barbechos a la orilla de la vía del Ave han crecido grandes edificios que albergan laboratorios modernos, una biblioteca dotadísima o aulas multimedia. Por alguno de los raseros que evalúan las universidades, la nuestra se sitúa entre las quince mejores de España, de las casi sesenta que tenemos, en cuanto a la calidad de nuestra investigación.

Y con el rasero del antiguo rector, nuestra universidad comienza ahora a alcanzar su madurez, porque sus pasillos ya se llenaron de doctores con birretes y becas de colores cuando se invistió a Umberto Eco, a Pedro Almodóvar o a Ignacio Cirac como doctores honoris causa, entre muchos otros, o cuando vino el Rey a inaugurar el curso.

En esta etapa de consolidación, la universidad crece con nuevos centros claramente necesarios, como la nueva facultad de Medicina, pero también con otros que parecen, en principio, seleccionados más con el ánimo político (muchas veces necesario) del café para todos que con el de emplear los dineros en lo que más se necesita. En Talavera de la Reina, por ejemplo, se creará el tercer centro de Ingeniería Informática de la Región, cuando esos estudios ya se imparten en sus cercanías (Madrid, Alcorcón, Móstoles, Leganés, Aranjuez), además de en Ciudad Real y en Albacete. La primera impresión, por tanto, es que crear un tercero, cuarto o incluso un quinto centro para impartir los mismos estudios universitarios en los diversos campus, resulta en un gasto poco planificado del dinero público en una región que, por ejemplo, carece de autovías que conecten sus cinco capitales.

Pero ahora que terminan los beneficios inmobiliarios y que no está claro por qué lado comenzará a recuperarse el crecimiento económico, un análisis más profundo de la situación nos invita a ser optimistas y a pensar que la inversión en materia gris y en producción de conocimiento está justificada. Esperemos que el Gobierno regional y el de la Universidad no se hayan equivocado, y que dentro de unos años, cuando vayamos al banco a pedir un préstamo, podamos poner un ingeniero en informática encima de la mesa en lugar de un ladrillo.