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jueves, 16 de octubre de 2008

La medida del tiempo

Una noche en que nos quedamos estudiando, mi amigo Cobo me explicó la Teoría del Poro (que había ideado, supongo, en ratos de estudio similares a este), según la cual el espacio que conocemos los humanos no es, ni más ni menos, que uno de los poros presentes, por ejemplo, en la barra de pan de un ser de muy superior tamaño. Mi amigo decía que el tiempo transcurre más o menos rápido en función del tamaño del ser: así, los 15 días que vive una mosca se le presentan a ella como nuestros 80 años; con una sencillas operaciones, obtenemos que cada segundo nuestro le han de parecer a ella como 5 días. Regresando a la Teoría del Poro, una vida nuestra puede que represente un segundo para el gigante que, tan gigante es, que no somos capaces de verlo (los árboles no nos dejan ver el bosque), sino solo de imaginarlo o de intuirlo, y además no por todo el mundo, sino por personas ociosas como mi amigo, que se juntaba conmigo a sabiendas, ambos, de que pasaríamos una agradabilísima velada nocturna sin dar palo al agua.


Puesto que los instrumentos de medición que manejamos no nos permiten demostrar la teoría anteriormente expuesta (aunque tampoco refutarla: los límites del Universo permanecen ignotos, hechos de miga de pan para mi amigo Cobo), sí podemos abundar en la velocidad, cada vez mayor, con la que transcurre el tiempo. Los veranos de la infancia son larguísimos, mientras que ahora son cortos y pasan enseguida. Mi cálculo, en este caso, apunta a que la duración de un cierto periodo de tiempo es inversamente proporcional a lo que uno lleva vivido: un año representa 1/25 (un 4%), y así que le cunde tanto, para un joven de 25 años; 1/36 (apenas un 3%) para uno de 36; y un 1,3% para un señor de 78. La curva de duración del tiempo, o de su percepción, es tristemente descendente.


Tengo un amigo que se rebela contra esto: ha mandado hacerse un reloj cuyas horas duran 50 minutos, como una clase de instituto o universitaria. Sus días tienen, entonces, 28,8 horas (realmente los redondea a 28; por eso sus bisiestos y sus febreros van también a otro ritmo), pero él dedica a cada actividad lo mismo que nosotros, las mismas horas, solo que él usa la distinta duración que le ofrece su unidad de medida: si nosotros dedicamos una hora de 60 minutos a cultivar nuestro cuerpo en el gimnasio, él dedica su hora de 50 minutos a lo mismo; nuestras 8 horas de sueño son también 8 horas para él, pero más breves, porque se acuesta más tarde y se levanta antes aunque mantiene la forma.

Con el fin de adaptar el mundo a sus hábitos y no sus hábitos al mundo, este amigo trata de ajustar la duración de las cosas a sus propios parámetros: así, las películas de vídeo las ve y escucha con el botón del avance rápido pulsado; enterarse así de los argumentos les ha requerido, a su mujer y a él, un cierto entrenamiento, pero hoy ya tienen sus sentidos educados para poder manejarse a esa velocidad. «Y cuando haces el amor», le pregunté un día, «¿dedicas también menos tiempo y lo haces más rápido?». «Dedico el mismo tiempo», me dijo sonriendo. Dio un sorbo a su café, y me quedé ignorando si me había mentado mi unidad de medida o la suya propia. Como también sigo ignorando por qué Phileas Fogg ganó un día a sus ochenta por viajar hacia el Oriente: escribo estas líneas volando de Pekín a París, hacia Occidente, al revés que el célebre personaje de Julio Verne, y mi día de hoy durará más horas, llegaré sólo un poco después de haber salido, viviré más, como si hubiera podido estirarle las horas a este día, un 15 o un 20 por ciento, igual que mi amigo, pero yo sin trampas ni trucos ni alteradas maquinarias de relojería, ni botones pulsados de rebobinar o avanzar. Aunque pudiera incluso llegar antes de haber salido (como un viajero del antiguo Concorde, que abandonaba París a las 11,30 y alcanzaba Nueva York a las 8 en punto), habría envejecido lo mismo que dura el viaje, y entonces da la sensación de que la medida del tiempo es puro artificio, y que no es una dimensión tan natural como el largo, el ancho y el alto.

No he visto ninguna de las películas de Spiderman (hablo de las dos superproducciones recientes), pero me contó otro amigo cómo el director del film ilustraba para el espectador la rapidez del superhéroe: una mosca agita sus alas y vuela a cámara lenta; Spiderman acerca su mano y la atrapa a cámara rápida; las dos imágenes de celeridades distintas mezcladas en el mismo plano. Es ingeniosa esta forma de transmitir la percepción del tiempo.

«Ranz, mi padre, me lleva treinta y cinco años, pero nunca ha sido viejo, ni siquiera ahora. Lleva toda una vida aplazando ese estado, dejándolo para más adelante o acaso desentendiéndose de él». (Javier Marías, en «Corazón tan blanco»).

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