Había oído que
los suicidas, cuando ya están preparados y listos para su último momento, dejan
unas palabras escritas en un sobre cerrado que suelen dirigir al «Sr. Juez» y
en el que, imagino, explican los motivos que los han llevado a tomar tan
resolutoria decisión. Supongo que, con tal documento, el que a continuación va
a quitarse la vida intenta también despejar las dudas acerca de que su
desaparición pueda deberse a un posible crimen para, de este modo, dejar sin
mácula de sospecha a los familiares y amigos más allegados. He visto yo en
películas y series escenarios en los que uno se había, en apariencia,
suicidado, pero luego el detective, sagaz y observador encuentra algún indicio
en ese escenario gracias al cual descubre que el muerto no ha llegado a ese
estado por su propia voluntad, sino por la mano de un tercero, un interesado en
que expirase para heredar un bien o cobrar algún dinero, o por otras causas más
mundanas, como eliminar el obstáculo que dificulta un posible negocio o la
relación entre dos amantes.
Hace ocho años
que mi padre se vino a España desde mi país. Nos dejó a mi mamá, a mi hermano
Erick y a mí. En aquel momento empezaba yo a tener uso de razón; a ser
consciente, quiero decir, de las circunstancias de la vida: unos años antes había
fallecido un familiar muy cercano y, bueno, apenas lo lloré porque no sabía
exactamente el significado de eso de “morirse”. Pero, poquitos meses antes del
viaje de papá, otra pérdida muy próxima sí que me hizo percibir y saborear el
vacío que deja alguien cuando se muere de veras: supe que quien se había ido,
se había ido, y que no podría volver a verlo nunca más. Fue por esa época
cuando empecé a escribir, cuando encontré en la ficción la forma mejor de
ausentarme de la realidad dolorosa, y entonces imaginaba algunos cuentos e
historias que escribía en la pequeña mesa de picnic que compartía con Erick en
mi habitación.
Por eso lloré
mucho a papá cuando lo acompañamos al aeropuerto de Quito y lo dejamos
internarse hacia unos controles de pasajeros tras los cuales le esperaba un
avión que, pensé, tal vez no me lo traería nunca de vuelta a casa. Ya había
visto, estudiando Geografía en los ordenadores de mi escuela, lo insignificante
que era la larga calle quiteña en la que yo habitaba y que me parecía enorme,
comparada con el tamaño de mi pequeño de país, con las grandes distancias que
hay en el mundo, con la inmensidad e impracticabilidad del Océano Atlántico
que, ahora, nos separaba de mi papá. «Pero voy a un sitio mejor», nos dijo al
despedirse, «y pronto podréis venir conmigo». Erick, que tenía en aquel momento
la edad que yo tuve cuando la primera muerte familiar que he referido, lloró,
como dicen que explotan los cartuchos de dinamita, por simpatía: lloró al
vernos llorar a los tres, abrazados ahí, ante el laberíntico pasillo de
cinturones de seguridad que abría el paso hacia la zona internacional. Pero
Erick, yo creo, no era consciente o no sabía apreciar lo que sería un tiempo
largo sin estar con mi padre.
Mi papá no nos
mintió y, pronto, cuatro meses después de su partida, ya había reunido el
dinero necesario para pagarnos los tres pasajes que nos hacían falta para
llegar a Madrid; y, allí, nos recogió con un amigo ecuatoriano en la furgoneta
que éste, tras pocos años trabajando en España, había conseguido comprarse. Y
nos fuimos a vivir a esta ciudad manchega desde la que ahora escribo, porque
aquí había mucho trabajo en la construcción y, además, la vivienda era más
barata. Mamá también consiguió un empleo y, felices ya los cuatro y con mis
padres y nosotros estabilizados en este país extranjero que tan bien nos
acogió, tuvimos a mi hermana Diana, que nació ya en la casa en la que hemos
vivido hasta ahora.
Digo “hasta
ahora” porque las cosas empezaron a ir mal: los edificios que mi padre había
levantado se fueron terminando (el último no, el último se quedó a medias: se
ven, desde hace años, acabados pero sin ventanas desde la carretera) y no
volvió a ser necesario construir más casas; la tienda de cerámica y azulejos en
la que trabajaba mamá cerró, y ellos tuvieron que devolver al banco el piso que
le habían comprado a unos señores ancianos. Ahora vivimos en un pisito antiguo
y muy pequeño, en un segundo sin ascensor, y la estufa eléctrica apenas la
ponemos porque apenas nos llega con el dinero que, no sé de dónde, consiguen
sacar mis padres mes a mes. Por suerte, y aunque este año los libros de texto
ya no son gratuitos, he conseguido que el instituto me pase algunos del año
pasado.
Diana nació con
algunos problemitas de salud, y tenemos poco a poco que ir quitándonos de
algunas cosas de las que antes no prescindíamos porque las medicinas y el
equipamiento que necesita para vivir nos cuesta muy caro. «Pero es mejor así»,
dice mi padre, «porque igual en Ecuador no tendríamos siquiera dinero para tu
hermana». Y mi madre asiente.
Me encanta el
fútbol y sigo escribiendo. Hasta el año pasado estuve apuntado a la Escuela de
Fútbol del Ayuntamiento, pero ya este año me he quitado porque no es gratis: al
revés, las clases son caras y, además, hay que comprarse en una tienda una
equipación y un chándal para ir uniformados a los partidos. Jugamos contra
otros equipos de la ciudad y, a veces, contra otros equipos de otros pueblos.
El año pasado, como mi padre ya había vendido el coche que se compró hace unos
años, iba a los pueblos con el padre de algún amigo. Ahora ya llevo dos semanas
entrenando a fútbol. Qué bien. Con lo que me apetecía. Pero he tenido la mala
fortuna de tropezar y caer mal y partirme la pierna. Juan, el entrenador, me
regaló al principio porque creía que mis gritos de dolor eran puro teatro, pero
enseguida se acercó, me pidió disculpas muy apurado y me llevó corriendo en su
coche al hospital. Me trataron muy bien. Me hicieron una radiografía y me
escayolaron. Al salir de urgencias, al día siguiente, en recepción le dieron a
mi padre un sobre con la factura de la intervención. Lo abrió en el taxi y mis
padres se miraron. Yo, que ahora sí que tengo uso de razón y sí que soy
consciente de las circunstancias de la vida, los vi que se miraban como diciendo
«No puede ser», u «Otra más», o «¿Qué vamos a hacer?». Luego he vuelto con
ellos al traumatólogo del seguro. Me tienen que operar en la rodilla, creo que
para reconstruirme o recolocarme los ligamentos. Estoy aún en edad de
crecimiento, y parece ser que si no me intervienen se me puede quedar una
pierna más corta que otra.
Vi luego la
factura del hospital en el cajón de la mesita de noche de mis padres. Y también
he visto ahí una fotocopia de un Diario de Castilla-La Mancha en la que mis
padres habían señalado a bolígrafo los costes de mi futura operación. Hoy ya es
día 15, y parece que han sacado una ley nueva por la que el propietario de la
casa puede echarnos si estamos uno o dos días más sin pagarle el alquiler. Mi
hermana y yo somos más importantes que la casa, dicen mis padres. Pero ellos tres
y Erick, Sr. Juez, son muchos más importantes que mi pierna y que yo. Por eso,
señoría, no tenga dudas: no hay ningún dinero que nadie pueda heredar de mí con
mi muerte; soy demasiado joven para tener amantes. No se complique, de veras,
que no hay enemigo ni familiar que desee mi muerte. Me la quito porque quiero.
Y muchas gracias por su confianza.
Atentamente,
Daniel
es trágico.
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